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El hombrecito gris estaba sentado contemplando la antigualla de aparato terrestre a varias millas por encima de su órbita.

Hacía más de un mes que la fuerza combinada había aprendido a dejar en paz aquel aparato. El medio-capitán Rogodeter Snowl (quien ya había caído en desgracia por tratar de realizar un secuestro y dejarlos fuera del botín potencial), había arrojado su crucero de clase Vulcor, con los cañones disparando, contra una nave que hacía exactamente lo mismo que estaba haciendo ésta. El extraño aparato la había esquivado limpiamente; se habían producido una serie de golpes contra el casco del crucero.

Snowl había subido, equivocado con respecto a lo que significaban los ruidos. Había mandado a algunos miembros de su tripulación para inspeccionar el casco y habían quedado horrorizados al descubrir que había en él unas veinte minas, fijadas por magnetismo.

Aparentemente, la nave terrestre había minado la órbita que utilizaban.

Snowl había quedado aún más perturbado al descubrir que las minas no explotaban. Tenían mechas de presión de atmósfera, lo que significaba que si llevaba el crucero Vulcor a cien mil pies de la superficie del planeta, la presión del aire las haría explotar.

Todos los comandantes habían examinado rápidamente su nave para ver si también llevaban minas. No las tenían, pero esto significaba que si uno perseguía esa nave terrestre, ésta despedía en el camino una nube de minas. ¡Muy inquietante! De modo que la dejaron tranquila.

El avión tenía una inmensa puerta en un costado y montones de grúas. El hombrecito gris no era minero ni experto militar, pero era evidente que la nave recogía basura espacial. No estaba usando las grúas, de modo que dentro de esa puerta debía de haber un enorme electroimán.

En apariencia, localizaba algo en su pantalla (en ese momento había un montón de desechos en órbita porque recientemente había entrado un cometa extraño, grande, proveniente de algún otro sistema, y fragmentos de este cometa flotaban por allí y ocasionalmente golpeaban la pantalla de meteoro de la mayor parte de estas naves); después el aparato terrestre salía y seguía al objeto (muchos se movían a diecinueve millas por segundo) y de pronto se hacía a un lado. Los imanes que había dentro de la puerta lo recogían.

Es bastante interesante, pensó el hombrecito gris. Parecido a un colibrí que había visto una vez, volando en busca de insectos, deteniéndose junto a una flor y saliendo después disparado. Necesitaba algo que lo distrajese.

Todavía no había noticias. Probablemente no las habría aún por dos meses. No había llegado ningún nuevo correo, lo que parecía significar que no los habían encontrado en ninguna otra parte. Eran tiempos difíciles.

Su indigestión había recomenzado. Hacia unas tres semanas había bajado a ver a la anciana…, se había quedado sin hojas de hierbabuena. Ella se había alegrado de verlo, y también el perro. Había utilizado el vocalizador para iniciar cierto comercio con los suecos y les había vendido avena y mantequilla. Nadaba en dinero. ¡Mire: seis créditos! ¡Era bastante para comprar un acre de tierra u otra vaca! Y había tenido las tardes muy ocupadas. Empezaba a hacer frío y allá arriba debía de hacer mucho más frío todavía, de modo que le había tejido un jersey gris.

Ahora el hombrecito gris tenía el jersey puesto. Era suave y caliente. Lo tocó y se sintió un poco triste.

Había dicho a esos militares que no era políticamente aconsejable tratar de operar en los Highlands de Escocia, y creía que lo habían escuchado. Pero una semana atrás había bajado a buscar más hierbabuena y la anciana ya no estaba. La casa estaba cerrada. El perro no estaba; la vaca, tampoco. No se veían signos de violencia, pero con estos militares nunca se sabía. A veces podían ser muy sigilosos. Había desenterrado unas ramitas de menta de debajo de la nieve, pero estaba preocupado. Para él, cualquier cosa parecida al sentimiento era extraña, pero de todos modos se había sentido preocupado.

¡Estos militares! Estaban tan obsesionados con la idea de aplastar este planeta, que se habían mostrado muy inquietos cuando les pidió que esperaran al correo.

¡Tenían unas ideas tan tontas!… Habían observado que ahora cada avión y cada instalación de allá abajo parecía tener una pequeña criatura vestida con una túnica amarillo rojiza. No podían entender los mensajes que se enviaban por las radios del planeta. Habían intentado con las máquinas de lenguas, pero no funcionaba. Después probaron con sus máquinas de codificación y perturbación, pero sin resultado. Todos los mensajes parecían empezar y terminar con «Om mani padme om», como una especie de cántico.

Aquel lugar del sur de África cercano a la gran central eléctrica, utilizado por los terrestres para tender una trampa a las partidas, estaba siendo limpiado, y esto les dio la primera clave. Estaban edificando una estructura parecida a una pagoda; varias, en realidad. En unos viejos textos de referencia descubrieron que el diseño era el de un «templo religioso». De modo que los militares estuvieron de acuerdo en que el planeta había experimentado un nuevo alzamiento político. Se habían impuesto unos fanáticos religiosos. Las religiones eran muy peligrosas…, inflamaban a la gente. Todo gobierno sensato y sus militares debían aniquilarlas. Pero en ese momento no les interesaba la política y la religión. Esperarían.

El hombrecito gris pasó de la contemplación del aparato terrestre a la de la fuerza combinada. Su número había aumentado a trece. Recién llegados; otras razas. Habían traído la noticia de que ahora se ofrecía un premio de cien millones de créditos para la nave o naves que descubrieran a aquél. De modo que estaban más ansiosos para hacer incursiones y juntar pruebas que por hacer pedazos el planeta.

El medio-capitán Rogodeter Snowl estaba bastante perturbado por este lugar; en realidad, estaba obsesionado con él. Pero su instinto militar le decía que el resto de la fuerza combinada estaba en contra suya y hacía unas dos semanas se había ido a su planeta a buscar más naves guerreras. Las órbitas quedarían bastante atestadas. Su propio capitán había preguntado al hombrecito gris si podía apartarse un poco del resto. Cuando estos militares «supieran», pudieran repartirse el premio y aplastar el planeta, eso iba a producir un maremágnum terrible. El hombrecito gris se había mostrado de acuerdo.

Volvió a contemplar ociosamente la nave terrestre. Ahora parecía haber terminado. Tal vez estuviera llena. Estaba descendiendo lentamente hacia la atmósfera, en dirección a la base africana.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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