5
—¡Es una trampa! —exclamó Roberto el Zorro.
Jonnie había regresado. Rápidamente les contó lo que había dicho Ker. Había dado órdenes para que una hora después el avión de Stormalong estuviera provisto de combustible, revisado y limpio. Ahora tenía frente a él al copiloto que había llegado con Stormalong y Angus estaba cerca. Estaba comparándolos.
—¿Puede confiar en Ker? —preguntó sir Roberto.
Jonnie no contestó. Le satisfacía que Angus pudiera confundirse con el copiloto si se oscurecía la barba, se ponía un poco de tinte castaño y se cambiaba de ropas.
—¡Contésteme! ¡Me parece que no está en sus cabales!
Sir Roberto estaba tan alterado que se paseaba arriba y abajo por la habitación subterránea que había estado usando Jonnie. Estaba cayendo incluso en su dialecto coloquial escocés.
—Debo ir ahora y rápido —espetó Jonnie.
—¡No! —ordenó Dunneldeen.
—¡No! —repitió Roberto el Zorro.
Hubo una alharaca de traducciones entre el coordinador y el coronel Iván, y éste gritó:
—¡Nyet!
Jonnie hacía que Angus cambiara sus ropas con las del copiloto.
—No estás obligado a ir, Angus —indicó—. Dijiste que sí demasiado de prisa.
—Iré —señaló Angus—. Diré mis oraciones y haré mi testamento, pero iré contigo, Jonnie.
Stormalong estaba allí de pie y Jonnie lo empujó hacia un inmenso espejo psiclo y se puso a su lado. Últimamente, el sol tropical había bronceado a Jonnie; ahora la diferencia de tonos de piel no era tan grande. La barba de Stormalong era un poco más oscura; un poco de tinte lo arreglaría. Estaba la nueva cicatriz facial, bien curada ya, que tenía Jonnie. Sobre eso no podía hacerse nada y esperaba que la gente pensara que Stormalong había tenido un accidente. Sí, espera, podía ponerse un vendaje. ¡Ah! Estaba el corte cuadrado de la barba; eso era lo que hacía la diferencia. Buscó las herramientas portátiles que siempre llevaba Angus, consiguió unas afiladas pinzas para alambre y empezó a cortarse la barba exactamente igual que la de Stormalong. Una vez hecho eso, cambió sus ropas con las suyas. Ahora un poco de tinte en la barba… Bien. Se miró al espejo. ¡Ah, sí, el vendaje! Lo consiguió y se lo puso. ¿Ahora? Bien. Podía pasar por Stormalong. Las inmensas anteojeras anticuadas, la bufanda blanca y la chaqueta de piloto de cuero: sí, estaba hecho. A menos que lo miraran muy de cerca o se escuchara la ligera diferencia de acento… Hizo que Stormalong hablara y después habló él. No había resonancias escocesas en el acento de Stormalong. ¿Universidad escocesa? ¿Una pronunciación algo blanda? Lo intentó. Sí, también podía sonar como Stormalong.
Los otros estaban muy agitados. El enorme ruso hacía sonar los nudillos de sus inmensas manos. Bittie Mac Leod espiaba dentro de la habitación. Se adelantó, con los ojos brillantes.
—No —dijo Jonnie. Con orgullo o sin él, había muerte en esta misión—. ¡No puedes venir conmigo! —Y se suavizó—. Cuida bien al coronel Iván.
Bittie tragó saliva y retrocedió.
Angus había terminado y había salido. Del hangar llegaba el ruido del cambio de cartuchos y el ronroneo de un taladro.
Jonnie llamó al coronel Iván. Él y su coordinador se adelantaron.
—Que cierren la base subterránea americana, coronel. Todas las puertas, de modo que no pueda entrar nadie, salvo nosotros. Ciérrela tan bien que no pueda entrar nadie. Haga lo mismo con la zona de armas tácticas y nucleares que hay a treinta millas al norte. Séllela. Asegure todos los rifles de asalto que no estén siendo utilizados por escoceses. ¿Me ha entendido?
El coronel tenía allí un grupo. Sí, había comprendido. Jonnie llamó a Dunneldeen y a sir Roberto y éstos lo siguieron mientras iba hacia el economato. Con frases breves y tersas Jonnie les dijo exactamente qué hacer para continuar si a él lo mataban. Estaban muy sobrios, preocupados por él. La osadía de su plan dejaba mucho espacio a los accidentes. Pero lo entendieron y dijeron que continuarían.
—Dunneldeen —concluyó Jonnie—, quiero que estés en la Academia, en América, dentro de veinticuatro horas, llegando desde Escocia para hacerte cargo de los deberes de entrenador de Stormalong, quien para entonces, si tenemos suerte, estará cumpliendo «otra misión».
Por una vez, Dunneldeen se limitó a asentir.
La vieja que había bajado desde la montaña de la Luna, con toda su familia, para llevar el economato, debía haber escuchado rumores, porque tenía un paquete de comida para dos, unas calabazas llenas de agua dulce y un gran sandwich de carne asada de búfalo africano y pan de mijo, y se quedó de pie frente a Jonnie hasta que éste empezó a comerlo.
Sir Roberto cogió el paquete de comida y Dunneldeen las calabazas y pasaron junto a la antigua oficina de operaciones psiclo. Todavía se oían martilleos y taladros que salían de la zona del avión, donde Angus se estaba asegurando de que todo funcionaba bien. Jonnie cogió unas yardas del papel de impresión radial y echó una mirada al tráfico normal, buscando algo inusual en la charla de los pilotos.
¡Bueno, bueno! Una…, dos…, sí: dos menciones del aparato que se hacía tan grande como el cielo. Historias parecidas a la que le había relatado Stormalong. En ambas se mencionaba al hombrecito gris. India, Sudamérica.
—El hombrecito gris se mueve —murmuró Jonnie. Dunneldeen y sir Roberto se acercaron para ver de qué estaba hablando—. Stormalong les explicará —indicó Jonnie.
Evidentemente, la Tierra era interesante para otras civilizaciones del espacio. Pero él hombrecito gris no parecía hostil. Por lo menos, no en ese momento.
—Mantengan ésta y cualquier otra base que tengan que defender sobre una base de veinticuatro horas —ordenó Jonnie.
El ronroneo y martilleo habían terminado y se acercaron al avión. Lo estaban trasladando al lado de la puerta abierta del hangar. Stormalong estaba allí de pie con su copiloto.
—Ustedes se quedan aquí —señaló Jonnie—. Los dos. Tú —y señaló con el dedo el pecho de Stormalong— serás yo. Haz el mismo camino todos los días, usando mis ropas, y arroja piedras. Y tú —y señaló al copiloto, un escocés a quien llamaban Darf— serás Angus.
—¡No sé hacer las cosas que hace Angus! —gimió el copiloto.
—Pues hazlas igual —repuso Jonnie.
Entró corriendo un ruso que les dijo que estaba todo claro y no se veían bombarderos. Ni en las pantallas ni a simple vista. Su nuevo inglés tenía un acento coloquial escocés.
Jonnie y Angus subieron al avión; sir Roberto y Dunneldeen arrojaron dentro la comida y el agua. Después se quedaron allí, mirando a Jonnie. Estaban tratando de encontrar algo que decir, pero hablar les resultaba imposible.
Bittie estaba más atrás y agitaba una mano tímida.
Jonnie cerró la puerta del avión. Angus levantó el pulgar para desearles suerte. Jonnie hizo señas a la gente del remolque para que lo sacaran y apretó los pesados botones de arranque con sus puños. Miró hacia atrás. La gente que quedaba en la puerta del hangar no agitaba las manos. Los dedos de Jonnie se hundieron en los botones del cuadro de mandos.
Stormalong miraba desde la puerta, boquiabierto. Sabía que Jonnie no tenía rival como piloto, pero nunca había visto un avión de combate levantándose tan rápida y exactamente y pasar a velocidad supersónica de ese modo. El ruido de la ruptura de la barrera del sonido los alcanzó al golpear contra los picos africanos. ¿O era el estallido de la tormenta que envolvía a la veloz nave?
Un trueno y la luz de un relámpago.
El grupo que había junto a la puerta del hangar seguía allí, mirando el lugar desde donde la nave se había sumergido en el cielo hirviente de nubes. Su Jonnie estaba camino de América. No les gustaba. No les gustaba nada de todo aquello.