9
Jonnie se detuvo ante la puerta de la sala de operaciones y miró alrededor del anfiteatro. ¡Qué silencioso estaba!
Los niños chinos mayores habían tranquilizado a los más pequeños, a los que llevaron a la cama. Los perros estaban callados, exhaustos a causa de la excitación de un rato antes. Todos los emisarios se habían ido a sus apartamentos o a hacer la guardia de vigilancia de lord Schleim. No había centinelas a la vista. El lugar parecía desierto, pese a que todavía no era tarde.
Para alguien criado en el silencio de las montañas, la calma era muy bien venida.
Tal vez fuera el tipo de calma que precede a la tempestad, pero era un momento de calma.
Estaban sucediendo demasiadas cosas al mismo tiempo como para que pudiera gozar de tranquilidad mental. Era imposible saber qué pasaría como resultado del juicio del emisario; no confiaba en ellos. ¿Qué sucedería después de esta «suspensión temporal» de la guerra? ¿Qué encontrarían en Edimburgo? ¿Y en Rusia? Se dijo que era mejor no permitirse pensar demasiado en estos dos últimos lugares, porque lo abrumarían la ansiedad y el dolor.
Aquel libro que había leído…, el que decía que era posible hacer frente a las dificultades si se intentaba resolverlas una por una. Era un buen consejo.
¡Psiclo! Había estado viviendo en tal barahúnda que el problema de Psiclo se había transformado en una especie de dolor sordo, como un dolor de muelas. ¿Había algún peligro de contraataque? ¿O era sólo una sombra?
¡Ja! Esto era algo que había estado esperando. Tenía un equipo de transbordo. Funcionaba perfectamente. No había aviones en el aire ni motores funcionando. ¡Psiclo! Terminaría ahora mismo con esa amenaza.
Fue hacia el panel de instrumentos y estuvo a punto de caer encima de Angus. El escocés estaba sentado en un sitio inundado de luz, trabajando afanosamente con algunas varas y ruedas. No lo miró, pero sabía que Jonnie estaba allí.
—Mientras arreglabas las cosas con Schleim —dijo Angus, con los dedos moviéndose a toda prisa—, estacioné un pictógrabador en un pico de Tolnep para vigilar esa luna. Los motores de reacción no perturban el disparo…; sólo los motores de teletransporte lo hacen. De modo que disparé. Pero era la única caja giroscópica que teníamos, de modo que estoy armando otra.
—Angus —indicó Jonnie—, ¡vamos a descubrir qué le sucedió a Psiclo! Tenemos la máquina, tenemos tiempo.
—Dame una media hora —repuso Angus.
Jonnie vio que no necesitaba ayuda y no iba a quedarse allí.
De camino hacia su habitación, miró dentro del hospital. Habían dejado una enfermera, una escocesa anciana, enfadada porque la habían dejado. Cuando Jonnie entró, levantó los ojos que tenía fijos en un paciente.
—¡Es la hora de la sulfa y la inyección! —masculló amenazador.
Jonnie supo que no debería haber entrado. Sólo había querido saber cómo seguían los heridos.
Los dos fracturados de cráneo yacían en sus camas. Parecían encontrarse bien, pero siendo escoceses y habiéndoselos dejado atrás, miraron melancólicamente a Jonnie. Los dos artilleros quemados parecían estar bien, pero siendo escoceses no deseaban estar allí mientras Edimburgo ardía.
—¡Sáquese la chaqueta! —Ordenó la enfermera. Le sacó el vendaje y miró la herida de flecha—. ¡Ajá! —exclamó, casi desilusionada—. ¡Ni siquiera dejará cicatriz!
Lo obligó a tomar polvos de sulfa y tragarlos con agua. Con un pulgar vengativo inyectó una aguja con complejo B en su brazo sano. Le tomó la temperatura y el pulso.
—¡Está perfectamente bien! —dijo, y sonaba como una acusación.
Ese día Jonnie había tenido gran práctica en asuntos diplomáticos. Sentía pena por esa gente. Con la chaqueta y el casco colgando de su mano, murmuró:
—Estoy muy contento de que se hayan quedado. Tal vez necesite ayuda para defender esta zona.
Después de un momento de estupefacción, todos revivieron. ¡Dijeron que podía contar con ellos! Y cuando se fue quedaron charlando sobre lo que podían hacer y sonriendo…, enfermera incluida. Con el éxodo de los chinos adultos, realmente no había esperado encontrar al señor Tsung. Pero allí estaba. Había colocado sobre la cama una chaqueta azul, junto con otras prendas, para que se cambiase. Pero hacía reverencias y resplandecía. Con las manos metidas en las mangas, bajaba y subía como una bomba.
Estaba tratando de decir algo, pero su inglés no era suficiente, de modo que de pronto salió y regresó con el jefe Chong-won.
—Bueno: al menos usted está aquí —dijo Jonnie—. ¡Pensé que el lugar estaba casi vacío!
—¡Oh, no! —exclamó el jefe—. Los coordinadores se han ido todos, pero tenemos invitados, ¿sabe? Los emisarios. De modo que yo y el cocinero nos quedamos; hay un electricista y dos artilleros. —Y empezó a contar con los dedos—. Debe de quedar una docena de personas. Tenemos un problema —señaló, y vio que Jonnie se ponía tenso—. Es la comida. Pensé que tendríamos que alimentar a todos esos emisarios y nos preparamos para guisar la más exquisita comida china de la que tenga memoria. ¡Pero no comen nuestra comida! ¡De modo que tenemos toda esta comida y nadie que la coma! ¡Eso es muy malo!
Para gente que había estado a punto de morir de hambre en las nevadas montañas durante siglos, esto debía de parecer una tragedia.
—Alimenten a los niños —ordenó Jonnie.
—¡Oh, ya lo hemos hecho! —dijo el jefe—. Incluso a los perros. Pero seguimos teniendo demasiada comida. Le diré lo que haremos. Hay un apartamento vacío, lo arreglaremos como comedor y le daremos una suculenta cena.
—Tengo algo que hacer —indicó Jonnie.
—¡Oh, no hay ningún problema! Comer tarde es muy elegante. El cocinero estará muy complacido. Aquí —salió al vestíbulo y regresó con una bandeja de sopa y pequeñas pastas de masa y carne—. Éstos son…, no hay palabra psiclo…, tentempiés. ¡Ayúdenos!
Jonnie rió. Si ésos eran todos los problemas que tenían, la vida podía ser maravillosa. Se sentó y empezó a comer. Después de preparar una mesita, Tsung volvió a sus reverencias.
—¿Por qué se inclina? —preguntó Jonnie.
El jefe hizo un gesto con la mano y Jonnie vio que habían instalado una cuarta pantalla, dedicando dos a la sala de conferencias.
—Ha estado aquí todo el tiempo mientras usted estaba en aquella plataforma, y estuvo a punto de matar traduciendo a un coordinador. Tienen discos de todo lo que sucedió. La segunda pantalla era para poder verlo a usted y a los emisarios. Yo eché una mirada una o dos veces…
El señor Tsung lo interrumpió volublemente. El jefe tradujo:
—Desea que sepa que es usted el alumno más rápido que ha visto. Dice que si hubiera sido usted un príncipe imperial de China y los hombres de su familia fueran todavía chambelanes y no exiliados, China seguiría existiendo.
Jonnie rió y hubiera querido responder con un cumplido, pero el señor Tsung hablaba muy de prisa y se sacaba algo de la manga.
—Desea algo —dijo el jefe—. Desea que ponga usted su sello en este papel. Es decir, su firma.
Estaba desplegándolo. Era una considerable extensión de caracteres chinos.
El jefe levantó las cejas y tradujo el sentido.
—Esto dice que usted aprueba la cancelación del exilio de su familia y que recomienda su reincorporación como chambelanes suyos y del gobierno central de este planeta.
—Yo no soy miembro del gobierno —indicó Jonnie.
—Lo sabe, pero quiere que ponga su sello ahí. Le advierto que tiene dos hermanos y varios parientes. Todos ellos están educados en la diplomacia y esas cosas. ¡Ah, me dice que aquí hay otro papel! Sí. Éste les devuelve su rango de mandarines del Botón Azul, que les permite llevar una gorra redonda con un botón azul arriba…, nobles, en realidad. Es válido. Son nobles.
—Pero yo no soy… —comenzó Jonnie.
El señor Tsung saltó con media docena de protestas al mismo tiempo.
—Dice que usted no sabe lo que es. Ponga su sello aquí y él hará el resto.
—¡Pero si no tengo autoridad!… —repuso Jonnie—. La guerra todavía no ha terminado, ¡ni mucho menos! Yo…
—Dice que las guerras son guerras, y los diplomáticos, diplomáticos, y que no importa cuándo termine el juego. Si yo fuera usted, lo firmaría, lord Jonnie. Todos ellos están estudiando psiclo e inglés. Es su oportunidad de alcanzar un objetivo que han estado esperando durante mil cien años. Le leeré esto palabra por palabra.
Bueno: Jonnie pensó que sin el señor Tsung tal vez no hubieran tenido éxito, de modo que le dieron un pincel y firmó los papeles, con Chong-won como testigo.
Reverentemente, el señor Tsung dobló los papeles, colocándolos dentro de un trozo de brocado de oro y los guardó como si fuesen joyas de la corona.
—¡Ah, si! —dijo Jonnie al irse—. Algo más. Dígale que disfruté mucho del cuento sobre el dragón que se comió la luna.