Parte 10

1

En la mina americana el día 92 había amanecido ventoso y frío. Después, a media mañana, cuatro horas antes del disparo, había empezado a nevar. No era demasiado tarde para la nieve, pero se trataba de una intensa nevada. Caía en inmensos copos blandos que giraban al viento.

A Terl no le importaba. Estaba exultante. Sería su último día en la Tierra.

Hasta el momento las cosas habían salido perfectamente. Desde la salida del sol hasta que empezó a caer la nieve, había estado al aire libre, revisando los alambres y cables. Casi amorosamente, había dado un pulido final a las puntas de disparo de los postes; las puntas que cambiarían el espacio y lo transportarían una vez más a su lugar de nacimiento.

Había inventado una maravillosa historia. Se presentaría con el cuento de un motín, de una venta a una raza extranjera. Y de cómo él, Terl, luchando duramente, había salvado la tecnología de la compañía y por desgracia se vio obligado a usar la bomba última para asegurarse de que ésta no seguiría siendo traicionada. En Psiclo le creerían. Por supuesto, enviarían una cámara para controlar, pero ésta sólo reflejaría una mancha negra.

Después podría retirarse, alegando que el esfuerzo había sido excesivo. Y una hermosa noche iría a un cementerio, cavaría tranquilamente, y se enriquecería en diez tapas de ataúd de oro y dos billones de créditos que iría mostrando poco a poco, diciendo que se beneficiaba con los intercambios de los distintos universos.

Era un plan perfecto.

Había estado dando vueltas ociosas durante unos minutos, preguntándose cuándo bajaría de las montañas la escuadra especial brigante. No le gustaba estar fuera. Detestaba terriblemente este planeta. Pero hoy el gas respiratorio no parecía caerle mal y, después de todo, era un gran día.

Allí estaban los brigantes de la escuadra especial. Tal como les había ordenado, llevaban el bulto. Era largo y lo habían preparado para parecer equipaje. Un instante antes del disparo, Terl abriría un extremo y uno de los guardias de Snith pondría encima una máscara de oxígeno. ¡Cualquiera que lo viera se lo pensaría dos veces antes de atacar la plataforma!

Dijo a la escuadra especial que lo colocaran simplemente en medio de la plataforma y se quedaran cerca.

Y ahora el paso siguiente. Terl regresó al complejo y recogió la pequeña grúa que había estacionado en el corredor, subió y entró en su oficina.

Tenía que decidir si cogía primero los ataúdes o el panel. Los ataúdes soportarían mejor las condiciones climáticas. Estando allí la escuadra brigante, nadie se acercaría a robarlos. Eran demasiado pesados.

Hizo una pausa, examinando la alfombrilla. Había allí una huella de polvo. Pero después pensó que debía haberla hecho él mismo. Las «equis» estaban en todos los ataúdes.

Con cuatro viajes rápidos y su experto manejo de la máquina, sacó los cuatro ataúdes y los arrojó en la plataforma. Cuatro viajes. En cada uno de ellos pidió a la escuadra que se mantuviera alerta y los vigilara.

Y ahora el panel. Lo puso de lado para llegar al fondo hueco. Abrió el gabinete, sacó la trampa explosiva y la puso bajo el lado frontal del fondo. Todavía no la conectaría. Le daría diez minutos después de que hiciera funcionar el panel de mandos en el momento del disparo. La duración del disparo sería de tres minutos (había decidido tomarse su tiempo) y el momento del retroceso sería unos cuarenta segundos más tarde. De modo que seis minutos y veinte segundos después del disparo… ¡bang! ¡Se acabó el panel!

Lo sacó y lo colocó sobre la enorme plataforma de metal hecha a propósito, una plataforma de unos diez pies por siete, colocada dentro de la zona de blindaje atmosférico. Todo muy bien pensado. Ya hacía tiempo que se habían instalado, en un tablero elevado, las grandes palancas que operaban el cable del blindaje atmosférico. No había esperado nieve, pero había puesto una pantalla climática en el tablero de cables. No había hecho un refugio para el panel en sí mismo, de modo que tuvo que taparlo con un trozo de lona encerada, para que la nieve no mojara los botones.

Terl ajustó la posición del panel y después sacó de allí la grúa. Simplemente la tiró. ¿Qué importaba? Esos animales habían abandonado maquinaria por todas partes: grandes grúas magnéticas, topadoras, cavadoras. ¡Qué confusión!

Se puso a conectar los cables de potencia desde los postes al panel. Era una buena cantidad de cables. No quería tropezar con ellos cuando se dirigiera desde el panel a la plataforma, una vez establecidas las coordenadas de disparo, de modo que hizo con ellos un paquete que formaba una serpiente de unas seis pulgadas de diámetro.

Terl revisó dos veces los códigos de color. Sí, todo estaba bien.

Dio vuelta al cable blindado para revisarlo. Un montón de nieve nueva voló por el aire en círculos. Sí, funcionaba. Lo apagó.

Controló el paso de fluido al panel. Todo en orden.

Terl miró su reloj.

Faltaba una hora para el momento del disparo. Era tiempo de entrar para comer un poco de kerbango.

Examinó la oficina. Era la última vez que vería este lugar. ¡Gracias a todos los demonios!

Terl abrió sus gabinetes y empezó a arrojar todo dentro del cubo de reciclaje. Abrió todas las puertas falsas y arrojó al olvido todo cuanto había en los recintos secretos. Los hábitos de un jefe de seguridad eran demasiado fuertes.

Arrojó las resmas de notas y fórmulas a las fauces del reciclador. Después observó que no funcionaba. ¡Ah! Por supuesto, al encender aquel cable debía de haber quemado los fusibles del complejo. ¿A quién le importaba? De todos modos, el planeta iba a disolverse en humo.

Fue a su armario, sacó el uniforme y las botas y se cambió rápidamente. Se puso la gorra de los desfiles. Se miró al espejo. ¡Bastante bien! Terl metió unas pocas cosas en una bolsa de viaje. Miro el reloj. Faltaban veinte minutos.

A través del cielo raso del complejo veía que la nieve caía aun más espesa. ¿A quién le importaba?

Se puso una máscara respiratoria con dos cartuchos llenos, recogió la bomba, bonitamente envuelta (y muy difícil de desenvolver), cogió su equipo de viaje y abandonó la oficina por última vez. ¡Afuera todo estaba preparado!

Quinientos brigantes, con sus arcos protegidos de las inclemencias del tiempo y con aspecto de estar ateridos de frío, pese a sus chaquetas de búfalo, habían llegado y ahora estaban en la formación que él había solicitado. Un anillo completo con sus espaldas hacia el cable atmosférico; una pared de brigantes casi sólida.

El capitán Arf Moiphy parecía ser el oficial a cargo. Terl lo interpeló severamente:

—Ahora bien, supongo que usted y sus hombres comprenden que sólo pueden usar arcos, flechas envenenadas y cuchillos o bayonetas. No debe haber disparos de pólvora o de armas explosivas.

—¡Lo hemos comprendido! —respondió el general Snith. ¡Ah, bien! En la plataforma estaba el general Snith y una guardia de honor de seis brigantes, todos ellos llevando máscaras y armados de arcos a los que protegían de la nieve.

Terl miró a su alrededor. Era algo difícil ver a través de esos copos de nieve y aquellas ráfagas de viento. En alguna parte había escuchado hablar a alguien.

¿Qué era eso? ¡Mierda, toda la tribu brigante se había reunido junto a la morgue para ver partir al general Snith! ¡Sorprendente! Las mujeres estaban bien arropadas para defenderse de la nieve y entre ellas había mercenarios fuera de servicio. ¡Qué multitud inmunda! Era bueno estar usando una máscara porque sabía que olían de un modo espantoso.

Y allí estaban Brown Limper Staffor y Lars Thorenson. Habían llegado a la meseta en un coche de superficie y allí estaban. Justo la gente que deseaba ver. Terl caminó hacia ellos.

En lugar de decir «adiós» o «me alegro de haberlo conocido», Brown Limper Staffor manifestó:

—No veo a Tyler.

Terl se detuvo frente a él. Brown Limper estaba completamente envuelto en una especie de piel cara. La nieve caía sobre su cabello y el cuello del abrigo. Sus ojos tenían el resplandor de la fiebre.

—¡Oh, ya vendrá! —repuso Terl—. Ya vendrá.

Terl miró los pies de Brown Limper. Allí había un estuche, un estuche grueso de unos tres pies de largo. ¡Ajá! Terl se inclinó y antes de que Brown Limper o Lars pudieran detenerlo, recogió el estuche y, con un golpe de su pata, rompió los cerrojos.

¡Una ametralladora Thompson! De modo que estaba en lo cierto al desconfiar de ese animal. ¡Un tiro de esta cosa durante el disparo podía volar la plataforma!

Terl cogió el arma por el cañón, con las patas describiendo un semicírculo y la arrojó a un lado.

—Eso no estuvo bien —refunfuñó Terl—. ¡Podría haber volado el lugar!

Brown Limper no pareció turbado. Sus ojos seguían pareciendo furtivos.

Terl cogió el revólver del cinturón de Lars, sacó la carga y lo arrojó a varios pies de distancia.

—¡Nada de disparos! —exigió Terl, agitando una pata admonitoria frente a sus caras. ¿Tenía algo más Brown Limper? Terl se lo preguntaba. Parecía bastante desequilibrado, pero no a causa de las armas.

—Bueno —murmuró Terl seductoramente—, aquí hay un bonito regalo para conformarlo.

Tendió a Brown Limper la bomba bonitamente envuelta. Pesaba alrededor de ochenta libras, y cuando Brown Limper la cogió estuvo a punto de dejarla caer. Algo aprensivo, Terl la cogió antes de que cayera. Terl se las arregló para sonreír al devolvérsela a Brown Limper.

—Es un bonito regalo —reconoció Terl—. Ábralo cuando me haya ido y encontrará allí la respuesta a sus sueños más ambiciosos. Algo para que me recuerde.

No había peligro en dársela; les llevaría una hora sacarle la envoltura. Después, levantar la tapa y, ¡bang!…, planeta desaparecido.

Terl palmeó en la cabeza a Brown Limper. Echó una mirada al reloj. Todavía tenía mucho tiempo. Caminó en dirección a la plataforma. El capitán Arf Moiphy hizo poner firmes a sus hombres. Terl caminó entre ellos.

Con un paso audaz y marcial, Terl fue hacia el panel de mandos.

Se agachó y cerró la palanca del cable de blindaje atmosférico. A lo largo de su recorrido, se levantó la nieve. ¡Bien! ¡Ahora estaba seguro! Una pared sólida encerraba el panel y la plataforma, y más allá había otra sólida pared de cuerpos armados.

Miró su reloj. Tenía mucho tiempo. Caminó hasta el equipaje y de una patada agregó sus cosas a la pila. Los brigantes habían traído una enorme cantidad de botellas de aire para ellos.

El general Snith, militarmente vestido con una chaqueta de búfalo, con el «diamante» en la gorra y las bandoleras cargadas de flechas envenenadas, lo saludó con un golpe en el pecho, pero preguntó:

—¿Seguro que va a cambiar el dinero? —Y señaló hacia una enorme pila de dinero: los billetes de Brown Limper.

—Por supuesto —lo tranquilizó Terl—. ¡Los créditos van a donde deben ir! Además, me tienen como rehén, ¿no es así?

Snith quedó tranquilo.

Y hablando de rehenes, Terl se inclinó sobre el bulto largo y lo abrió por un extremo. Unos ojos negros y furiosos lo atravesaron. Hizo una señal al brigante que se ocupaba de eso, y éste puso una máscara sobre la cara y metió la botella sobre el pecho. Ató la botella. ¡Casi lo había mordido!

Terl miró su reloj. Se acercaba el momento. Caminó hacia el panel de instrumentos.

Levantó el interruptor del rincón superior izquierdo. Movió la palanca activadora. Los botones superiores del panel resplandecieron.

Terl se quedó allí sentado, contando los segundos. Después apretó las coordenadas memorizadas hacía mucho tiempo. Controló el reloj, esperando el instante exacto. Apretó el botón de disparo.

Se agachó y activó la bomba de tiempo de diez minutos.

Los alambres empezaron a producir un murmullo.

Por el rabillo del ojo vio que un hombre salía por detrás del coche de Brown Limper. Alguien saltaba, alguien que llevaba un traje antirradiación. Terl lo escudriñó y de pronto comprendió que parecía, y debía ser, el animal.

¡Ja! Después de todo, Brown Limper había conseguido a su Terl caminó hacia el centro de la plataforma.

El murmullo se intensificaba. ¡Qué alegría pensar que en menos de tres minutos después estaría en Psiclo, a salvo!

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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