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Jonnie miró hacia el campo de aterrizaje de los aviones de mineral, más allá del sendero corto. Estaba desierto.
El escocés que llevaba el equipo de radió acudió a su llamada. La funda hecha con un trozo de lona alquitranada rezumaba agua. Jonnie revisó el equipo. Funcionaba. Pasó a la banda planetaria de los pilotos y cogió el micrófono.
—Vuelo a Nairobi, preparado —dijo Jonnie. Sonaría como un tráfico de rutina, pero habían arreglado un código con las dos naves que dejaran cerca de la central eléctrica. «Nairobi» significaba «Vuelen hacia nuestra baliza» y «Preparado» quería decir «No disparen, pero estén alertas». Se escuchó responder la voz de Dunneldeen.
—Todos los pasajeros a bordo. Estaban en camino.
Jonnie sacó la radio minera de su cinturón y la puso en «Señal constante», que era utilizada por los mineros cuando quedaban atrapados en un derrumbe. Actuaría como una suerte de baliza radial para los aviones. Señaló con el dedo a tres miembros de su fuerza. A medida que los hombres pasaban, le dio a uno de ellos la radio minera para que la pusiera en un árbol en el campo.
Manteniendo bajos los rifles, corriendo alejados del complejo y esperándose para cubrirse mutuamente, corrieron hacia el campo de aterrizaje. Poco después, uno de ellos, al que veían borrosamente a causa de las espesas cortinas de lluvia, pero más brillante al borde del campo, levantó una mano para significar que «todo estaba claro». Cuando los aviones llegaran, los cubrirían mientras aterrizaban.
Jonnie se colgó el rifle explosivo del hombro y cojeó a través del perímetro del complejo. Su bastón no se hundía tan profundamente en este terreno más transitado. Más al sur escuchaba funcionar unas bombas. Allí debía de ser donde se realizaban los trabajos mineros. Vio que una rama de los cables de potencia que habían utilizado para llegar giraba a mitad de camino, ascendiendo el sendero hasta el campo. La siguió.
Entre los árboles había una casucha achaparrada hecha de piedra, festoneada con aisladores y rodeada de tuberías. La reconoció como una unidad manufacturera de combustible y municiones. ¡Ah! En esta mina subsidiaria tenían una, probablemente para utilizar toda la potencia sobrante de la planta hidroeléctrica.
El terreno que la rodeaba estaba sucio de comida reciente y tráfico de remolques. La puerta estaba entreabierta. La empujó con el bastón.
¡Qué confusión! Habitualmente, en estos lugares los barriles de combustible y municiones estaban apilados cuidadosamente en anaqueles. Había unos contenedores a los lados que solían albergar los diversos minerales utilizados en la preparación del contenido de los cartuchos. Un reciente frenesí de actividad había dejado minerales tirados por el suelo y cartuchos dañados por pisotones. Este lugar había estado muy ocupado hacía poco. Sabía que requería un poco de tiempo revolver y cargar los líquidos que se transformaban en combustible y municiones y meterlos herméticamente cerrados en los barriles. ¿Habían estado trabajando en éste durante días? ¿Una semana?
Se abrió paso hacia el camino de salida que debía conducir a la mina principal, utilizando un atajo entre los dos caminos. Miró la vegetación a ambos lados del sendero. En circunstancias normales, su ojo entrenado hubiera podido ver esto fácilmente, pero la lluvia lo hacía más difícil.
Se inclinó, examinando algunas ramas rotas de la base de los arbustos que flanqueaban el camino. Algunas fracturas, las que señalaban hacia el complejo, debían tener varios días. Otras, muy frescas, todavía rezumando savia, estaban rotas en la dirección de la mina principal, cerca de un lago que los viejos mapas decían que se había llamado lago Victoria.
Un convoy había pasado por allí hacía muchos días (¿semanas?), y había regresado hacía unas horas. ¡Un gran convoy!
Miró el camino de salida, esperando a medias ver camiones o tanques acercándose, de regreso al complejo.
Su situación táctica no era ideal. En los bosques que quedaban detrás tenían una pequeña fuerza de brigantes que los esperaban. En alguna parte, cerca o lejos, debía hallarse la mayor parte de una fuerza de mil brigantes. Y ascendiendo por este camino —y miró las huellas de los coches de superficie— había un gran número de vehículos psiclo. ¿Remolques de metal? ¿Tanques?
Ahora escuchaba sus aviones. Ese ruido no tendría importancia después del alboroto de la escaramuza reciente. Y cualquier convoy que avanzara por ese camino no escucharía más que sus propios motores. La vasta cúpula de copas de árboles que ensombrecían el lugar no sólo evitaba que cualquiera que mirara para abajo viera algo, sirio que también impedía ver lo que sucedía arriba.
Una situación táctica pobre. En esta selva encerrada, saturada de agua, no podían luchar contra un convoy escoltado probablemente por tanques. Sus aviones no les servían para nada.
Se abrió paso hasta el campo de aterrizaje. El dispositivo de señales de la radio minera estaba colocado en una vid de quince pulgadas de diámetro, que se enroscaba como una inmensa víbora en un árbol alto. Era posible que este campo hubiera sido más grande alguna vez, pero la jungla y los árboles lo habían invadido. El enorme avión de combate marino descendió en picado, dejando que el avión más pequeño lo cubriera, como era apropiado. Después la nave transformó un charco de agua en un geiser y se detuvo. Era Dunneldeen. Abrió la puerta de par en par y se quedó allí sentado, sonriente, contento de ver a Jonnie.
Roberto el Zorro se acercó a toda prisa. La puerta lateral del avión se abrió y apareció la cara inquisitiva del oficial de la parle restante de su fuerza. Roberto le hizo señas de que se quedara sentado, que no se trataba de una emergencia, y entró en el avión más pequeño con Jonnie y Dunneldeen.
Rápidamente, Jonnie estaba informando a Dunneldeen de lo que sucedía.
—En aquel camino hay un convoy que se dirige a la mina principal —terminó Jonnie—. Creo que vinieron a buscar combustible y municiones y después regresaron.
—¡Ah! —exclamó Dunneldeen—. Eso lo explica.
Como era característico en Dunneldeen, no se había quedado esperando tranquilamente su llamada. Según dijo, podía recibirla en el depósito o en el aire. De modo que había dejado el avión de combate grande junto al depósito con la radio preparada, de modo que pudieran avisarle, y él había estado vigilando la mina principal, junto a lo que solían llamar lago Alberto, volando por las rutas normales de tráfico. Sus instrumentos y pantallas penetraban la lluvia y las nubes…, pero no podía ver nada a causa de la cúpula de árboles.
Recordaba que la mina principal había sido barrida el día 92 por un piloto llamado… ¿Mac Ardle? Sí, Mac Ardle. Y había tenido algunos problemas. Los psiclos habían intentado hacer despegar dos aviones de combate y Mac Ardle los había clavado en la puerta del hangar, bloqueándola. Había volado sus cables de tensión y los inmensos depósitos de gas respiratorio, combustible y municiones. Los psiclos habían puesto en funcionamiento dos baterías antiaéreas y también había tenido que neutralizarlas. Si Jonnie y sir Roberto recordaban bien, ésta era la batalla en la que el piloto había resultado herido. ¡Una mina muy luchadora!
De todas maneras, continuó Dunneldeen, en sus vuelos a más de cien mil pies de los últimos tres días, no había visto movimientos en el lugar, pero —y les mostró las fotografías que había obtenido en sus pantallas— esos monos habían sacado la puerta del hangar…, era esa que estaba allá…, y miren, ¿ven… aquellas sombras bajo los árboles a la orilla del campo?… No, allá. ¡Diez aviones de combate preparados!
—¡Nadie regresó a terminar de aplastar esta mina —concluyó—, y los gorilas han estado ocupados!
Jonnie miró las diversas fotografías. Una de ellas se había tomado con el sol bajo. Examinó los perfiles de los aviones medio ocultos bajo los árboles. Miró a Dunneldeen.
—Sí —dijo Dunneldeen—. Son como el que describiste, el que se puso encima del bombardero de gas. Mark 32, bombarderos pesados, muy blindados. No tienen demasiado alcance, pero pueden llevar barriles de combustible extras.
—Esos psiclos —indicó Jonnie— no se están preparando para defender su mina. Probablemente están desesperados por conseguir gas respiratorio. Les volaron el combustible… Vean las huellas de carretillas frente a los Mark 32. Los llevaron allí a remolque, no volando. —Y señaló la casucha que se veía a medias entre los árboles—. Han estado varios días allí fabricando combustible y municiones como locos. Utilizaron el combustible que pudieron encontrar para hacer llegar el convoy; cogieron todo el gas respiratorio, estoy seguro. Y ahora están regresando.
—¡El único gran almacén de gas respiratorio que hay —dijo Roberto el Zorro— está en el complejo central, en América! Hacia allí van.
—Con esos diez Mark 32 podrían cambiar por completo el resultado de esta guerra —notó Jonnie.
Abrió un mapa, mojándolo con el agua que seguía resbalando por su cuerpo, y señaló el camino de salida. Descubrió que se apartaba de la selva, atravesaba una planicie y se introducía en un largo barranco abierto al cielo. El camino continuaba hasta el lago Alberto, pero al abandonar el barranco había un lugar cortado a pico. Miró algunas fotografías tomadas por Dunneldeen.
—Tenemos en vista una batalla —dijo Jonnie. Midió distancias y se volvió hacia sir Roberto—. Les llevará un día y medio alcanzar este punto; dos días más para llegar al complejo principal, porque el camino está muy mal. Mientras tanto, tenemos que ocuparnos de la fuerza de brigantes. Envíe al coronel Iván, cuatro incursionistas y un mortero a este lugar. Dígale que tiene que defender ese paso hasta que lo relevemos. Y tú, Dunneldeen, quédate por allí para asegurarte de que el convoy no pasa. Recuerda que sólo estamos buscando psiclos vivos.
—Estamos buscando detener un contraataque en la zona de Den ver —dijo sir Roberto.
Thor se había ido a las montañas de la Luna, a hacer una visita fingiendo ser «Jonnie», Era un buen piloto, les daría un poco de espectáculo y diría «¡Hola!». Tenía programada una visita a otra tribu al sur de allí. Estaba ya algo lejos para hacerlo regresar y, de todos modos, revelar el lugar real en el que estaba Jonnie complicaría sus planes.
—Siento que sólo tengas un avión de combate —dijo Jonnie.
Dunneldeen sonrió feliz.
—¡Pero si sólo hay una batalla, chico!
Roberto el Zorro estaba dando órdenes y poco después el coronel Iván y cuatro soldados se ajetreaban bajo la lluvia llevando un bazooka, un mortero grande y otras cosas. Habían olvidado al coordinador que tenía que traducirlos y resultó muy difícil meter todo eso en el avión de combate.
Sir Roberto informó al coronel Iván. Éste sonrió alegremente. Las emboscadas en los pasos del Hindú Kush eran mucho más complicadas. No tengan miedo, mariscal Jonnie y jefe Roberto. Ocuparían ese paso. ¿Psiclos vivos? Bueno; no era tan satisfactorio, pero no tengan miedo, el valiente ejército rojo hará lo que deba hacer.
El avión de combate se elevó: siete hombres y un avión para detener un convoy de docenas de psiclos y tanques. Dunneldeen agitó la mano en un saludo a través de la lluvia y desapareció.