6

Sir Roberto apenas esperó a que la tierra dejara de moverse. Ni siquiera se preguntó qué podía ser. Sólo tenía una idea: desatar sus manos y ayudar a Jonnie.

Había visto la flecha golpear a Jonnie. Había visto cómo el muchacho se la arrancaba. Sir Roberto sabía que era una flecha envenenada y tenía una idea de las consecuencias. Después de la introducción de un veneno como ése, el esfuerzo físico lo expandiría por el cuerpo mucho más rápidamente. Y Jonnie había estado moviéndose con violencia.

Al cortar la cuerda, el hacha no lo había hecho por completo. Sir Roberto tensó todos sus músculos para terminar de romper los hilos restantes. En esa cúpula reinaba una oscuridad de pozo. Ni siquiera podía ver dónde había caído Jonnie ni en qué sentido. Pero los límites estaban muy cerca. ¡Podía y debía llegar hasta él! Aun cuando probablemente ya fuera demasiado tarde.

Estuvo a punto de desgarrarse la piel de las muñecas. ¡La cuerda se partió!

Con febril rapidez estiró los brazos, tanteó y encontró el brazo de Jonnie, el brazo herido. Sir Roberto cerró su enorme mano justo por debajo del antebrazo y lo apretó, impidiendo el flujo de sangre.

El hacha había caído por alguna parte. El balanceo debía haberla hecho deslizarse. Gimiendo a causa de la urgencia, sir Roberto tanteó el suelo de metal, por debajo del panel de instrumentos, por debajo de Jonnie. De pronto, en un rincón, sus dedos tocaron el mango.

Agarró la cabeza justo por detrás del filo. Trató de cortar la manga del traje antirradiación de Jonnie.

¡Era tan difícil trabajar con una sola mano!

Y en la oscuridad.

También estaba tratando desesperadamente de no cortar la carne de Jonnie.

Cogió un pliegue del traje y cortó. El hacha había quedado embotada y mellada al cortar los cables. El material emplomado de la manga era muy resistente. No lo conseguía; con una sola mano, no.

De pronto recordó que Jonnie siempre tenía pinzas en el bolso. Estaba debajo de su cuerpo, pero lo sacó. Lo abrió y encontró cristales rotos que le hirieron los dedos. No prestó atención.

Encontró el extremo de una pinza larga y la sacó.

Colocó un trozo de metal retorcido de lámpara de minero bajo el brazo y contra la arteria y lo envolvió en torno al brazo con la pinza. Apretó lo más que pudo la pinza y la sujetó.

Ahora podía trabajar.

Cortó la manga del traje justo por debajo del torniquete. La arrancó del brazo. La tela estaba empapada en sangre. El brazo estaba pegadizo.

Era difícil encontrar la herida a causa de la cantidad de sangre.

La encontró.

Cogió el filo del hacha y cortó una «equis» sobre el agujero de la herida.

Se sacó la máscara de oxígeno y aplicó la boca sobre ella. Cualquier cosa, con tal de sacar toda la cantidad posible de veneno.

Una y otra vez chupó la herida y escupió. El sabor de la sangre era picante y amargo. Era veneno.

Finalmente, pensó que la sangre estaba más limpia. No sabía a qué profundidad había llegado la flecha, pero no había manera de sondearla.

Le dio un masaje en el brazo de manera que subiera más veneno, a la superficie de la herida. Volvió a aplicar la boca en ella. Sí, más sabor amargo. Después pareció más limpia.

Sir Roberto tanteó el cinturón de Jonnie en busca de un paquete de apósitos para heridas. No lo encontró. Bueno: la hemorragia había cedido ligeramente. Tal vez no habían tocado ninguna vena. Tal vez estuviera mejor sin apósito.

Tomó el pulso en la otra muñeca de Jonnie.

¡Demonios del infierno! ¡Era velocísimo! El pulso estaba por encima de lo que podía contarse.

El cuerpo de Jonnie estaba estirado y rígido. Había un temblor en sus miembros.

En la oscuridad, sir Roberto trató de encontrar la ampolla en la bolsa de Jonnie. Las previsiones indicaban que debía de estar allí. Ese vidrio roto debía provenir de la lámpara. Encontró la mitad inferior de la ampolla.

Aunque no podía ver lo que hacía y era un gesto más que cualquier otra cosa, abrió la herida y suspendió encima la botella rota, muy cerca, vertiendo lo que pudiera quedar. Oprimió la carne y le dio otro masaje de modo que el líquido descendiera por la herida. Probablemente fuera su imaginación, pensó, pero la zona del brazo estaba pegajosa.

Tomó el pulso. Corría aún más rápido y los miembros temblaban más.

¿Había hecho todo lo posible? No se le ocurría ninguna otra cosa.

En ese espacio cerrado, el aire se volvía sofocante, de modo que volvió a ponerse la máscara de oxígeno. La máscara de radiación de Jonnie estaba en su camino, de modo que la sacó y revisó la máscara que llevaba debajo. La válvula se movía ligera pero velozmente. Según las instrucciones, se suponía que tenían que poner una botella nueva antes de la alerta uno. Si Jonnie lo había hecho, le quedaban dos horas de aire.

Sir Roberto cayó hacia atrás. Se quitó las ligaduras de los tobillos y después enderezó el cuerpo de Jonnie, colocando su cabeza sobre sus rodillas, de modo de mantenerla más elevada. ¡Dobles demonios del infierno, cómo le temblaban los miembros!

Revisó mentalmente la situación. No había estado presente durante las últimas instrucciones; no sabía si había algo que debía saber en ese momento.

Amargamente, sir Roberto maldijo su propia estupidez. Como las cosas habían estado saliendo tan bien en el traslado de la Academia una noche había salido a caminar solo, como una tonta oveja hasta un montículo, para mirar hacia el complejo. No tenía realmente ninguna intención definida. Simplemente deseaba pasar revista a un campo donde pronto se libraría una batalla. Y los brigantes lo habían cogido. Debían haber estado acechándolo durante tiempo.

Lo habían maniatado y ocultado en una caverna. Habían tratado de interrogarlo y lo habían golpeado. Aun ahora tenía la nariz rota y llena de sangre seca. Pero él era un guerrero demasiado avezado como para hablar. No sabía qué deseaban de él hasta que lo llevaron al complejo y lo arrojaron allí.

No había pensado realmente en que fueran a llevarlo a Psiclo hasta que le pusieron la máscara de oxígeno. La idea lo había hecho sudar incluso a él. Tenía un ejemplo excelente de cómo interrogaban los psiclos: Allison.

Sir Roberto estaba dispuesto a soportarlo. Sabía del ataque, pero no creía que pudieran salvarlo. Se suponía que un lanzallamas limpiaría la superficie de la plataforma.

¡Y entonces este chico había tirado el lanzallamas y atacado! Parecía un esfuerzo tan desesperado…

A causa de sir Roberto, este muchacho había desperdiciado sus posibilidades. ¿Y tal vez su vida?

Sir Roberto volvió a tomarle el pulso. Buen Dios, ¿cuánto tiempo podía un pulso correr de esa manera sin matar a la persona?

Empezó a sentirse intranquilo a causa del silencio exterior. Se suponía que dentro del viejo complejo tenía que haber un equipo de rescate, esperando con remolques y aviones y con los doctores Allen y Mac Kendrick. Todos con sus trajes antirradiación y sus máscaras de oxígeno.

Estaba todo tan silencioso… ¿Se escuchaba un crujido?

Jonnie debía de haber tenido una radio minera. Sir Roberto tanteó el cinturón y después el suelo a su alrededor.

¡La tenía! De ella salía un crujido.

Funcionaba, pero no se escuchaban voces. ¿Estarían todos muertos allí fuera?

Apretó el botón transmisor: «Hola, hola». No era inteligente decir más. ¿Quién sabía lo que había allá fuera?

Silencio.

«¡Hola, hola!».

Y pensó que debía darles una localización. No era prudente, pero tenía que hacerlo.

—Panel de instrumentos hablando.

¿Se escuchó el chasquido de un interruptor transmisor?

Después, un susurro, como si hablaran desde muy lejos.

—¿Es usted, sir Roberto?

¡Era la voz de Thor! Sir Roberto estuvo a punto de ponerse a llorar de alivio.

—¿Thor?

—Sí, sir Roberto.

—Thor, Jonnie está aquí adentro. Lo hirieron con una flecha envenenada. ¡Tienen que sacarlo rápido!

Se oyó hablar al doctor Allen:

—Señor, ¿lleva un traje antirradiación?

—¡No, maldito sea! ¡No tengo traje! ¡Al demonio con eso! ¡Saquen al chico!

—Señor, ¿está entero el traje de él?

Sir Roberto recordó que le había roto la manga.

—No.

—Lo siento, señor —susurró el doctor Allen—, pero abrir esa cúpula podría matar a los dos. Tenga un poco de paciencia. Estamos tratando de ver qué podemos hacer.

—¡Al demonio con la paciencia! —rugió sir Roberto. En su urgencia, comenzaba a aflorar su dialecto—. ¡Saquen al chico!

No hubo respuesta. Sir Roberto estaba a punto de empezar a golpear el interior de la cúpula. ¿No comprendían que Jonnie estaba probablemente muñéndose?

Después apareció una voz pequeña, aflautada, susurrante:

—¿Sir Roberto?

Era uno de los jóvenes comunicadores budistas. Probablemente el más joven que tenían. ¡Le habían pasado la comunicación a un niño!

El jefe de guerra estaba a punto de maldecirlos a gritos cuando el niño susurró en psiclo:

—Sir Roberto, están haciendo todo lo que pueden, honorable señor. Aquí fuera está todo bastante malo.

—¿Dónde estás? —preguntó sir Roberto, pasando al psiclo.

—Estoy junto a la cúpula, honorable señor. Mi radio está dentro de mi máscara de oxígeno y bajo la pantalla antirradiactiva. Disculpe mis susurros. No queremos que los visitantes de allá arriba escuchen nada. No pueden oír esto y la radio minera no llega hasta ellos.

—¿Qué hacen los visitantes?

—No lo sé, sir Roberto. Las nubes de nieve se han vuelto a cerrar. Veo un comunicador piloto. Le preguntaré. Regreso en seguida.

Hubo una larga pausa. Después la voz pequeña y chillona dijo:

—¿Señor? El comunicador piloto dice que se han movido en la órbita y están encima de nosotros. Están vigilando este lugar. Pero nuestros aviones de combate están preparados. Dunneldeen está allá arriba. Quiere saber cómo estamos. ¿Cómo está lord Jonnie?

Sir Roberto sentía los miembros temblorosos descansando contra él. Pero sabía que allá arriba, en el cielo, la moral era un factor importante. No podía decirles que creía que Jonnie se estaba muriendo. Pero Jonnie estaba todavía vivo.

—Diles que no deberían preocuparse por ahora.

El chico desapareció por un rato.

Después volvió a escuchar la vocecita susurrante.

—El comunicador piloto ha pasado el mensaje.

—¿Qué están haciendo para sacarnos de aquí? —preguntó sir Roberto.

Qué infierno esto de estar allí sentado, en la oscuridad, esperando.

¡La respiración de Jonnie era demasiado rápida, excesivamente rápida!

—Aquí fuera está todo muy mal, sir Roberto. Muy mal. Si escucha crujidos, son los tendidos eléctricos. Están todos cortados y ardiendo en el suelo, despidiendo chispas.

—¿Ha habido bajas en el equipo?

—¡Oh no lo sabemos, sir Roberto! El equipo de rescate está usando máquinas de palas para desenterrar los ataúdes. Yo estoy de pie junto a un agujero donde solía haber una plataforma. Hay humo. ¿Hace calor allí dentro?

Sir Roberto no la había notado. Después comprendió, por el tacto, que la cúpula estaba caliente. Lo dijo.

—Me han dicho que le diga que no suelte la palanca selladora sobre los patines de la cúpula. Es milagroso que se hayan mantenido. De modo que no suelte la palanca. Van a mover la plataforma de metal entera.

Alguien más se oía por el canal.

—¿Dwight? ¿Puedes oírnos? ¿Dwight?

La vocecita del niño dijo:

—Acaban de encontrar su ataúd debajo del barranco. El borde se derrumbó encima. Han encontrado en el garaje una grúa que funciona y están levantando el ataúd. Estaban abriendo la tapa… Dwight parece atontado, pero está sentándose.

—¡Deberían estar trabajando con esta cúpula! —dijo sir Roberto, furioso.

—¡Oh, hay otro equipo completo haciéndolo, honorable señor! Están trayendo una grúa pequeña del nivel más bajo del complejo. Veo un hombre que coloca ganchos en la grúa grande. Está caída de costado y tienen que enderezarla.

Sir Roberto empezaba a darse cuenta de lo que sucedía fuera.

—Estábamos abajo, en el decimosexto nivel —dijo la vocecita—. La conmoción fue grande. Extrajo aire del lugar, pero no escuchamos nada.

—Bueno: ¿qué fue? ¿Qué sucedió? —preguntó sir Roberto.

—No lo sabemos, honorable señor.

—Tenían preparadas algunas armas nucleares. ¿Estallaron? Hubo una pausa. El chico se había ido a alguna parte. Regresó. —No, señor. Thor dice que están intactas y está muy aliviado. No estallaron.

—Entonces ¿qué pasó?

—Lo siento muchísimo, señor; no lo sabemos. ¡Oh! Aquí viene una máquina de palas para aflojar la plataforma, de modo que puedan levantarla. La primera estaba rota después que hubieron apagado el fuego. Me dicen que debe tener paciencia, señor. Estamos haciendo todo lo que podemos. —Y después—: Ya han sacado otros tres ataúdes. —Y hubo una pausa y luego, con voz apenada—: El que llaman Andrew ha muerto.

La plataforma dio un salto cuando una máquina pareció meterse por debajo. Sir Roberto escuchaba el rugido de un motor. Hubo un grito de alarma y luego un choque. Y después la vocecita aflautada:

—Uno de los postes ha caído en el cráter. Nadie está herido. Aquí llega su remolque, señor.

—¡Remolque! —ladró sir Roberto—. ¡Se supone que debe de ser un avión! ¡Se supone que nos sacarán de aquí por aire! Hubo una pausa. El comunicador budista se había ido a alguna parte. Regresó.

—Han encontrado un río hacia el sur. Es el Purgatorio. Nos lo han dicho los pilotos.

Sir Roberto tomó el pulso a Jonnie. ¡Iba a toda velocidad!

—¡No comprendo! —exclamó—. ¡En este caso, el tiempo lo es todo! ¡Necesito suero! ¿No se puede levantar esta cúpula y meter un poco de suero por debajo?

—Lo siento, sir Roberto. El Purgatorio está a ciento veinte millas al sur de aquí. Está en una antigua carretera. —Y siguió hablando de prisa para no ser interrumpido por sir Roberto—: Han sacado bombas extractoras mineras. Todo nuestro equipo y aviones están contaminados. Hay que bañarlos con mangas para quitarles la radiación. Cuando lo hayan hecho, podrán abrir la cúpula.

Sir Roberto apretó los puños. ¡Ciento veinte millas! ¿Cuánto tiempo llevaría eso?

El chico debía estar leyendo sus pensamientos.

—Me dicen que conducirán muy rápido… Pueden hacerlo a causa de la carretera. El propio Thor conducirá su remolque. Saben lo importante que es. Su remolque será el primero en salir. Ahora ya tienen la grúa levantada.

Hubo otro golpe de la máquina de palas. Algo pareció soltarse debajo de la plataforma.

—Ahora ya han encontrado quince ataúdes —dijo el niño—. Todos los escoceses estaban vivos, salvo uno. El ataúd voló por el aire y le aplastó el cráneo. El plomo de la parte de fuera está fundido. Quiero decir, las tapas. Están calientes y es difícil moverlos.

Hubo un gruñido y un chirrido cuando se tensó el gancho de la parte superior de la grúa. Estaban moviéndose con muchas precauciones como para no dejar caer la plataforma.

Los patines resistieron. Sir Roberto los sintió balanceándose en el aire. Después hubo un golpe sordo cuando golpearon la parte superior del remolque. Volvieron a levantarla para posarla más derecha.

El chico debía seguir parado en la plataforma colgante. La vocecita se escuchaba tranquila.

—Desde aquí veo mejor. No nieva. Veo unos cuerpos en la planicie, algo lejos. Debe de ser la tribu brigante. Y veo más ataúdes —le gritó algo a alguien y debía estar señalando—: Toda la parte superior del antiguo complejo ha volado. Ha quedado abierto al viento.

Sir Roberto tomaba el pulso a Jonnie. ¿Era más débil?

—Thor está pasando su trabajo a alguien. Ahora sube al camión. Dice que no se preocupe, que es un buen conductor. Irá tan rápido como pueda. Discúlpeme, pero se supone que debo meterme en la cabina y ponerme el cinturón de seguridad.

El remolque arrancó con un rugido. Saltó y golpeó encima del terreno desigual. Sir Roberto sostuvo la cabeza de Jonnie. ¿Respiraba todavía?

Llegaron a la antigua carretera. El motor producía un ruido alarmante.

Sir Roberto recordó, que Jonnie tenía un reloj. Trató de encontrar el botón de iluminación. Los números rodaban.

Conducían tan rápido, que sir Roberto escuchaba el gemido del viento fuera de la cúpula.

¡Tiempo, tiempo, tiempo! Cincuenta minutos; cincuenta y dos, cincuenta y nueve minutos.

De pronto, el remolque disminuyó la velocidad. Golpeó sobre suelo duro. Se detuvo y cayó a tierra.

Volvió a escucharse la vocecita aflautada:

—Estamos en la ribera. Hay mucha agua. Están montando una tubería minera. Debo alejarme de la cúpula mientras la lavan. Yo también tengo que lavarme y también los otros. Después harán una prueba con gas respiratorio.

De pronto empezó a oírse el ruido del agua golpeando contra la cúpula Dentro, rugía y reverberaba. El sonido lo recorría todo; después, aparentemente, el agua cubrió la cúpula.

Entonces hubo un silencio. Después se escucho la vocecita.

—¿Sir Roberto? El camión con la grúa pequeña ha llegado y lo han lavado. Yo también me he lavado. ¿Puede encontrar allí la palanca para abrir? La de afuera está torcida.

Hacía una hora que sir Roberto la había encontrado y había estado a punto de levantarla. La abrió de un tirón. Hubo un rugido y un golpe cuando acercaron y conectaron la grúa. ¡La cúpula se levantó!

Una sucia luz hirió sus ojos. Jonnie estaba echado allí. ¿Respiraba?

El poseedor de la vocecita estaba allí de pie, chorreando agua y sin visor ni máscara. Tenía unos trece años.

—Mi nombre es Quong. Gracias por ser tan paciente conmigo, sir Roberto. Estaba tan preocupado como usted.

El doctor Allen saltó al remolque. Tenía una jeringa en la mano y sujetaba el brazo de Jonnie. Se acercó una enfermera; sostenía la cabeza de Jonnie.

Sir Roberto se puso en pie, vacilante. Estaba empapado en sudor y el viento era frío.

Miró hacia el norte.

El cielo resplandecía.

—¿Qué es aquello? —preguntó.

Thor estaba allí. Otro miembro del equipo de rescate. Llegaban más camiones.

—Eso es Denver —dijo Thor.

Sir Roberto miró, sorprendido. Acababan de salir del infierno.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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