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El enorme avión de combate marino aterrizó durante la noche cerca de la mina subsidiaria. Seguía desierta. La lluvia seguía cayendo, pero se escuchaban ruidos de animales sobre el lugar donde se había librado la escaramuza. Los gruñidos y rugidos de los furiosos leopardos, los ladridos de alguna otra bestia, la risa escalofriante de algún otro predador. Peleaban por los cuerpos de los muertos.
El remolque con la plataforma volante y el mortero estaban donde los habían dejado, junto al lado interior de la puerta del hangar. No había señales de que el otro remolque hubiera regresado en retirada. Debía seguir todavía al convoy.
Jonnie volvió a recorrer el complejo desierto. Las luces seguían encendidas. Las lejanas bombas de la mina seguían funcionando. A menos que la perturbara alguna fuerza exterior, toda esa maquinaria continuaría funcionando tal vez durante décadas.
La imprenta de tráfico planetario seguía escupiendo papel que registraba el tráfico normal. Jonnie lo miró. «Mac Ivor, ¿por favor, puedes traer combustible adicional de Moscú?». «¿Éste es el controlador de tráfico de Johannesburgo? ¿Hay aviones de camino hacia aquí? Si no, puedo irme a dormir». «Isaac, ven, por favor. Escucha, Isaac, ¿quedaban cargueros de metal disponibles en la mina de Grozny? ¿Se los puede modificar para llevar pasajeros? Por favor, contéstame por la mañana. Nos faltan transportes». «Lundy, cancelamos tu vuelo al Tibet. Necesitamos que tú y tu copiloto volváis para ayudar con el puente aéreo. Por favor, contesta, chico». La mayor parte de estos mensajes se transmitían en la jerga de aviación psiclo.
Jonnie advirtió que esta sucesión de mensajes daría a un atacante una idea bastante buena de las zonas en que estaban realmente operando. Era casi un catálogo de blancos para los Mark 32. Si el convoy conseguía pasar y estos psiclos organizaban un ataque total, podrían recuperar el planeta.
Se preguntó si no debía hacer una llamada general y ordenar un silencio radial de setenta y dos horas. Pero no, el daño estaba hecho. Los mismos mensajes debían estar saliendo también de la impresora de la mina del lago Victoria. Y cualquier transmisión que intentara aquí sería registrada por el convoy, alertándolo. Bueno, sencillamente tendría que tener éxito en el ataque al convoy, eso era todo.
Regresó atravesando las plantas vacías, llenas de ecos. Observó que en su mayor parte los psiclo habían vaciado el lugar de armas. No dejaban detrás revólveres explosivos o armas portátiles para que cayeran en manos de los brigantes. Afortunadamente, en su prisa habían olvidado los morteros.
Ahora el remolque estaba fuera del hangar, esperando en el patio oscuro. Jonnie cerró las puertas del complejo…, no tenía sentido dejar entrar leopardos, elefantes y serpientes.
Regresó al avión grande e hizo una revisión rápida de las acciones que estaban a punto de producirse. Les dijo que volaran muy bajo, casi tocando el suelo, hacia el este y que salieran detrás del punto de emboscada. No deseaba que ese avión apareciera en las pantallas de los tanques. Después que se desplegaran a lo largo de este borde…, ese que flanqueaba el camino…, y cuando el convoy estuviera bien adentrado en el barranco, lanzarles fuego de flanco. ¿Y qué pasaría si daban la vuelta y retrocedían? Bueno: él estaría allí con un mortero, sobre la plataforma volante, para evitar que se retiraran.
¿Qué?, preguntaba Roberto el Zorro con incredulidad. ¿Un mortero contra los tanques? Eso es imposible. El convoy tendría que poder meterse en la selva, y entonces nunca podríamos sacarlos de allí. ¡Ah, usted quiere que este avión despegue y ayude a bloquearlos! Bueno: eso está bien. £5 un avión de combate.
—Traten simplemente de derribar los tanques y camiones sin hacerlos estallar —dijo Jonnie—. No usen balas radiactivas. Simplemente armas explosivas normales. Mantengan las armas en «explosión amplia», «sin llama» y «aturdir». No queremos matarlos.
Tan pronto como se hayan puesto en fila a lo largo del barranco, bloqueen el camino desde el punto de la emboscada. Yo lo bloquearé por la retaguardia. El resto flanquéelo desde el borde. Si se ponen a correr y retroceden en dirección a la selva, este avión servirá de ayuda. ¿Correcto?
—Correcto, correcto, correcto.
Un coordinador trataba sin éxito de reemplazar al coordinador ruso, que estaba ahora con Iván, y después dijo:
—Cuando nos reunamos con los otros, me aseguraré de que el coordinador ruso se lo explica… ¡Oh, lo he comprendido bien! Puedo decírselo después.
—Recuerden —dijo Jonnie— que hay una remota posibilidad de que Allison esté en ese convoy, de modo que vigilen y, si se escapa durante la lucha, no le disparen.
—Correcto, correcto, correcto.
Se lo explicarían a los rusos cuando encontraran a Iván.
—Todo tranquilo —dijo Roberto el Zorro—. ¡Oh, qué tranquilo está todo! No es posible explicarle nada al grueso de nuestra fuerza, porque el traductor está en otra parte. ¡Qué estupendo planeamiento y coordinación! Os deseo suerte. La necesitaremos.
—Pero excedemos a los psiclos —dijo Jonnie.
—¿Qué? —exclamó Roberto el Zorro—. Hay más de cien y sólo somos unos cincuenta.
—Eso es lo que quiero decir —dijo Jonnie—. ¡Los excedemos en la mitad por uno!
Lo comprendieron y algunos rusos cuyo inglés era más avanzado explicaron el chiste a los otros. Todos rieron. La lluvia los había deprimido. Ahora se sentían mejor.
Jonnie se dirigía hacia el remolque donde lo esperaban un escocés y cuatro rusos, uno de ellos conductor, cuando un movimiento en el avión le llamó la atención. Era Bittie Mac Leod, preparado para irse con él, rodeado por el equipo.
Jonnie no deseaba esto. La batalla que se avecinaba no era muy a propósito para llevar al muchacho. Pero había un problema: el orgullo del chico. Jonnie pensó rápido. ¡Esto era casi más difícil de resolver que las tácticas de combate!
El mundo de Bittie estaba poblado de romances de dos mil años de antigüedad, cuando la caballería estaba en su apogeo, con dragones que exhalaban fuego por las narices, caballeros puros y bellas damiselas secuestradas. Eso no tenía nada de malo. Era un muchachito muy dulce y su mayor ambición era crecer y transformarse en un hombre como Dunneldeen o él mismo. Eso tampoco tenía nada de malo. Pero se arriesgaba a que sus sueños colisionaran con las brutales realidades de este mundo en el cual luchaban, un mundo con su propia marca de dragones. Si no se le protegía, no viviría para ser como el «príncipe» Dunneldeen o como «sir» Jonnie. Pero estaba el problema de su orgullo. Y ahora se notaba cuando vio detenerse a Jonnie, cuando vio en sus fríos ojos azules que buscaba una excusa para decir no.
A toda prisa, Jonnie sacó de un asiento una radio de minero y la depositó en las manos del muchacho. Jonnie señaló la que tenía en su cinturón. Se acercó mucho a la oreja de Bittie y susurró:
—Necesito en este avión un contacto fiable que, una vez iniciada la batalla, pueda decirme si algo va mal. No la uses hasta que se dispare el primer tiro. Pero si después de eso hay algo que no funciona, me lo dices de prisa —y se llevó un dedo a los labios.
Instantáneamente, Bittie resplandeció, con aire de conspirador. Asintió.
—¡Oh, sí, sir Jonnie! —y volvió a ocultarse en el avión.
Jonnie cojeó por el camino empapado en dirección al remolque. Estaba allí con sus luces penetrando las cortinas de lluvia. Revisó su tripulación, entró e hizo un gesto al conductor.
El remolque, con su plataforma volante y el mortero, rugió, apagando con su ruido la pelea de las fieras en la selva.
Salían con un camión para combatir con tanques.