5
Estaban con las cabezas inclinadas y juntas bajo el reflejo verdoso de los visores. Se encontraban en un pequeño almacén forrado de plomo, en el nivel más bajo de la mina africana. Jonnie estaba echando su primera mirada sobre los frutos del trabajo anterior.
Había diez días de grabaciones y los discos formaban una pila considerable. Dunneldeen había explicado que no había podido llegar antes: había montones de pilotos que debían graduarse y necesitaban hacer sus vuelos finales y hubiera resultado sospechoso abandonar América en un momento de tanto ajetreo. También había traído a África catorce pilotos nuevos y Jonnie y Stormalong podían vigilarlos mientras los entrenaban en el combate. Eran buenos muchachos, suecos y alemanes. Ker ocupaba todo su tiempo en entrenar operadores de máquinas; todas las tribus querían tener una máquina de palas y remolques para usar como autobuses. Brown Limper estaba vendiendo a las tribus equipo de las minas cercanas, y las tribus necesitaban operarios. Los transportes de metal cargaban maquinaria y la llevaban por todo el mundo, para lo cual se necesitaban pilotos. Angus había regresado con Dunneldeen porque le resultaba extremadamente difícil no disparar contra Lars Thorenson cada vez que lo veía.
También estaba el asunto de la página uno.
Jonnie repasó los inicios de la nueva ocupación de Terl. Ya era bastante saber que la hora crucial que les había dejado a Angus y Ker había dado buenos dividendos. Habían plantado treinta y dos micrófonos y hasta alimentadores y grabadores para despistar y allí estaba Terl, de tamaño natural, arrojándolos sobre su escritorio, convencido. Cuando vio que, según las apariencias, Terl estaba usando una radio minera para detectar los canales de alimentación de los grabadores, tuvo un sobresalto momentáneo, pero después recordó que el alimentador principal era de ondas de superficie.
¡Los gabinetes tenían doble fondo! No había sospechado eso, porque parecían simplemente blindados. Y aquel inmenso y grueso libro que sacaba… alrededor de tres pies de ancho y dos pies de alto y siete pulgadas de espesor, y del papel más delgado que había visto en su vida. ¡Eran miles de páginas!
Cada página estaba dividida en unas cuarenta columnas verticales. En el extremo izquierdo, la columna más ancha daba el nombre de un sistema, y debajo de éste, los nombres de los planetas que formaban parte de ese sistema. De izquierda a derecha, en las columnas, seguía cada movimiento del sistema, tal como, por ejemplo, su velocidad de desplazamiento y dirección, la precesión, el momento de torsión y el peso y la calidad del sol o soles, si eran dobles o triples.
En las columnas que había junto a cada planeta de ese sistema estaba anotado el peso del planeta, el período de rotación, la atmósfera, las temperaturas de superficie, las razas, las coordenadas de ciudades, la estimación relativa de minerales mediante símbolos y valores en créditos galácticos y la localización de las minas, si las había.
Todas las velocidades y las direcciones de traslación se basaban en el punto cero de ese universo y en las coordenadas de compás tridimensionales, utilizando el inevitable numeral psiclo, el once, y partes de once y potencias de once.
Terl se había quedado allí sentado día tras día, dando vuelta a las páginas una por una, pasando una garra por una columna particular. Había recorrido el libro entero. ¡Tenían todas las páginas!
—Excepto la página uno —repuso Dunneldeen—. No comprendo varios de estos símbolos, porque están muy abreviados. Mira qué diminutas son estas cifras. Lo revisamos y descubrimos que nos faltaba la página uno. Pensamos que sería el código simbólico y que Terl lo conoce tan bien que ni lo miró. Pero mira este último disco.
Jonnie estaba algo mareado. No había tenido idea de que hubiera tantos sistemas poblados y mucho menos planetas. Miles y miles y miles. ¡Se necesitaría un mes o dos sólo para contarlos! ¡Dieciséis universos! Y éstos eran sólo aquellos en los que se interesaban los psiclos. Debía haberles llevado milenios compilar semejante acumulación de conocimientos. Miró la escritura bien de cerca. Estaba dispuesto a jurar que era chinko. Se apartó un poco.
—No comprendo algunos de estos símbolo —advirtió.
—Es lo que estoy tratando de decirte. En parte fue también esto lo que produjo la tardanza. No quería tenerte sobre ascuas esperando la clave para desentrañar estos símbolos. De modo que esperamos. Mira el último disco.
Jonnie lo hizo. Terl había apoyado el libro, el ventilador había levantado accidentalmente la tapa, y allí estaba la página uno. La lista de todos los símbolos y lo que significaban.
—¡Tenemos todas las posiciones y coordenadas de disparo de los dieciséis universos! —exclamó Jonnie; y después, más tranquilo—: ¿Qué buscaba?
Terl había arrojado el libro con disgusto, eso estaba claro. Jonnie siguió pasando el disco. El sonido, que no resultaba demasiado útil, eran maldiciones psiclo muy pintorescas.
Durante esos dos días había habido sobre el escritorio una hoja de papel en blanco, intacta. Ahora Terl estuvo a punto de romper su pluma al colocar una cifra.
Jonnie regresó a un disco anterior, mirando más cuidadosamente qué columna era la que Terl señalaba con la garra. Por el símbolo que había en la parte superior, la columna era la correspondiente a «Tiempos de disparo de transbordo hacia/en Psiclo». Jonnie entendió. Terl estaba tratando de encontrar un período abierto en Psiclo, de modo que nada de lo que embarcara chocara con algo que estuviera enviando otro planeta. De sus días de entrenamiento con las máquinas, Jonnie recordaba que los psiclos no cambiaban estas tablas durante décadas. En vista de la cantidad de planetas que enviaban y recibían, la plataforma de Psiclo debía de estar en constante movimiento, día y noche. También había recibido la impresión de que un planeta no podía tener dos plataformas en operaciones, porque se interferían. Si había una segunda plataforma, debía estar a unas cincuenta mil millas de distancia, y como el diámetro de Psiclo era sólo de unas veinticinco mil millas, sólo tenían una plataforma.
De modo que si Terl no deseaba chocar con el metal de otros, que llegaba, o con el metal trabajado que salía, tenía que encontrar un período abierto.
Si se disparaba metal o maquinaria, era posible actuar rápido. Pero el personal vivo requería un período de tiempo mayor, porque, de lo contrario, no podía soportarlo. Terl no iba a arriesgar su cuello.
La cifra que tan a disgusto escribió, rompiendo casi la pluma, era «Día 92».
Se había visto obligado a escoger un día para el cual faltaban todavía más de cinco meses. Era evidente, por la cantidad de kerbango que estaba consumiendo, que la idea de pasar todo ese tiempo adicional en «este maldito planeta», como decía según la grabación, era perturbadora.
Había tenido que elegir la fecha del siguiente envío bianual de la Tierra. Al día siguiente ya se había reconciliado con la idea.
Esperando que los siguientes discos les mostrarían los inicios de los cálculos y circuitos del cuadro de instrumentos de transbordo, Jonnie quedó atónito al no encontrarlos.
Terl se había dirigido hacia otro gabinete y había abierto la parte trasera. Utilizando ambas patas, sacó un paquete. Parecía ser algo pesado.
Lo desenvolvió y sacó un enorme par de pinzas, lo bastante grandes como para levantar un inmenso canto rodado. Atornilló la abertura hasta un cuarto de pulgada y metió una pata en el paquete.
Al comienzo la imagen no mostraba qué era lo que levantaba. Después, se cayó al suelo. La maldición de Terl fue muy estridente. Se inclinó con las pinzas y levantó una cosa gris del tamaño aproximado de un guisante. Durante un momento, se vio el lugar donde había caído. Jonnie dejó la imagen fija. El metal del suelo estaba muy abollado.
Terl se las arregló para levantar el pequeño objeto con las pinzas. Fue un trabajo duro porque se había hundido en el suelo. Lo levantó y lo puso a un lado de la mesa. Jonnie hizo rápidos cálculos. Sabía el monto aproximado de la fuerza de Terl. La cantidad de esfuerzo, una vez sustraídas las enormes pinzas, hacía que el peso aproximado de esa pieza del tamaño de un guisante fuera de setenta y cinco libras más o menos.
Jonnie se puso a trabajar. Llamó a Angus y lo hizo montar el analizador de metales que transferiría las huellas del disco y las agrandaría. Fue a buscar los libros de códigos.
Durante las tres horas siguientes trató de encontrar esas huellas. ¡No estaban allí! Los psiclos no tenían registrada esa huella ni ningún compuesto en el que participara. Se enfrentaban con un metal que los psiclos tenían pero no registraban.
Mediante el peso, el volumen y las tablas periódicas, Jonnie trató de estimar el número atómico.
Las tablas de la Tierra no servían para nada. Esta cosa estaría mucho más abajo que cualquiera de los metales más bajos.
Estudió las tablas periódicas psiclo, tan distintas de las de la Tierra. Había muchos elementos que tendrían un número atómico tan alto como ésta, tal vez incluso más alto, pero si no sabían cómo se llamaba… De pronto Jonnie advirtió que si no estaba en los libros de análisis, tampoco estaría en la tabla psiclo.
—Desearía saber algo de esto —dijo Jonnie.
—Pero, chico —exclamó Dunneldeen—, yo creo que eres un mago. ¡Hace dos horas que he caído en el pozo de la mina y desde entonces no se ha oído hablar de mí!
—Éstos son números atómicos —continuó Jonnie—. Supuestamente, un átomo está compuesto por un núcleo que tiene partículas de energía, algunas de ellas de carga positiva y otras sin carga en absoluto. La cantidad de partículas cargadas positivamente es lo que se llama «número atómico», y estas partículas, junto con las neutras, forman el «peso atómico». Además, alrededor del núcleo hay partículas cargadas negativamente, que lo circundan en lo que se llaman «anillos» o «conchas», aunque no lo son; son más bien como sobres. De todos modos, el núcleo y las partículas cargadas negativamente nos dan los distintos elementos. Y eso es, muy simplificado, lo que tiene una tabla periódica. Pero los hombres del pasado, aquí, en la Tierra, construyeron sus tablas sobre la base del oxígeno y el carbono, creo, porque eran importantes para ellos. El hombre es una máquina carbono-oxigenada. Pero un psiclo tiene un metabolismo distinto y quema diferentes elementos energéticos, de modo que la tabla psiclo es distinta. Además, los psiclos tienen muchos más universos donde trabajar y poseen metales y gases de los cuales los científicos de la Tierra nunca oyeron hablar. Los antepasados de la Tierra omitieron también las distancias de espaciado entre el núcleo y el anillo y entre anillo y anillo, como variable. De modo que no comprendieron que un núcleo y un anillo en un espaciado podían ser algo muy distinto si el espacio cambiaba. ¿Comprendes?
—Chico —prosiguió Dunneldeen—, ese ruido sordo que acabas de oír era yo tocando el fondo del pozo.
—No estarás solo allí —repuso Jonnie—. Yo lo toco cada vez que me enredo con esto. Pero el asunto es, ¿en qué está él? ¡Éste no es un componente de montaje de transbordo!
Miraron otros discos. Terl consideraba el metal como un hombre consideraría el papel: era algo con lo cual resultaba fácil trabajar. Había convencido a Lars de que le consiguiera una plancha de una aleación de berilo y estuvo a punto de volverse loco cuando Lars dijo que no podía encontrarla en ningún sitio del complejo. Terl respondió que la… cosa era lo que usaban como metal de paneles de vehículos y que bajara a los… garajes, se metiera entre los… repuestos de Zzt y le consiguiera una… plancha de eso.
Lars regresó al poco rato, trotando y jadeando, lo que se oía con toda claridad en el disco. Le trajo una plancha de la aleación de berilo que retumbaba al ser arrastrada. Terl lo sacó de una patada y cerró la puerta.
Analizaron rápidamente el metal y hasta Dunneldeen encontró en seguida las huellas. Eran berilo, cobre y níquel, algo áspero porque estaba sin pulir.
Terl cogió una cizalla y empezó a cortar hábilmente. Después plegó algunos bordes. Recoció los bordes con pegamento molecular. Después encontró una tapa que le iba muy bien. Le puso un pequeño botón para levantarla. Después practicó un agujero en el fondo de la caja e hizo una placa de acceso que iba atornillada. Había comenzado a reír, de modo que adivinaban que se trataba de algo maligno.
Una vez terminada, resultó una bonita caja. La pulió y le dio brillo hasta que pareció una joya dorada. Preciosa. Era hexagonal, y cada uno de sus seis lados y ángulos era geométricamente perfecto. Toda una obra de arte. La tapa salía fácilmente. Dejó desatornillada la placa de acceso del fondo. Tenía un pie de ancho y unas cinco pulgadas de alto.
Al día siguiente se puso a trabajar en su interior. Hizo unas varillas con goznes muy precisas, muy intrincadas. Las colocó dentro de la caja y las probó. Había una varilla con goznes en cada uno de los seis ángulos. Iban ajustadas a la tapa. Cuando se levantaba ésta, estas varillas empujaban unos alvéolos, todavía vacíos, hacia el centro de la caja. Lo probó varias veces y cada vez reía más fuerte mientras miraba el mecanismo por el agujero de acceso del fondo. La cubierta salía muy bien; cada una de las varillas empujaba hacia el centro un alvéolo vacío.
Después mandó a Lars de un lado para otro buscando sustancias diferentes, comunes, y finalmente tuvo tres metales diferentes y tres no metales diferentes en una pila. Eran elementos comunes, dijo el analizador: hierro, silicona, sodio, magnesio, sulfuro y fósforo.
¿Por qué? ¿Con qué objeto?
Jonnie revisó algunos libros. El sodio, el magnesio, el sulfuro y el fósforo tenían una sola cosa en común. Se utilizaban, de una u otra manera, en la confección de explosivos. Conociendo a Terl, fue lo primero que Jonnie miró. Pero no creía que esta mezcla estallara, porque allí estaban, sobre la mesa, juntos, y no explotaban. ¿Y el hierro y la silicona? Parecían muy comunes en la composición de la corteza y el núcleo de la Tierra.
Miró un esquema posterior con cierta aprensión. ¿Qué pasaría si Terl construía algo y después lo escondía afuera y no conseguían encontrarlo? ¿Qué estaba naciendo este demonio? ¡Ah! Terl podía haber reunido los seis elementos, pero el extraño mineral del tamaño de un guisante había desaparecido. Jonnie hizo retroceder los discos.
Terl había cogido el pesado trozo de metal extraño, lo había medido y después lo había envuelto, volviendo a colocarlo en el doble fondo del gabinete. ¡El lugar donde había estado apoyado tenía ahora una abolladura!
Hizo una cesta con abrazaderas para colocar en su centro el guisante. Pero no lo metió allí porque ahora estaba en el gabinete. Después puso los seis elementos comunes, cada uno en una hendidura de las varillas.
Cuando se sacaba la tapa, las varillas los empujaban hacia el centro. Entrarían en contacto entre sí y con el guisante.
Jonnie sabía algo sobre radiación y los elementos, después de su primera batalla. Sabía que todo lo que había que hacer era estimular los átomos para conseguir una reacción en cadena.
Pero Terl no estaba trabajando con radiación de uranio. No podía hacerlo a causa de la sobreestimulación que la radiación producía en el gas respiratorio.
De modo que ese guisante debía de ser un orden más alto de estímulo.
Conociendo a Terl, sería letal. Estaba convencido de que cuando ese pesadísimo guisante estuviera en el centro y alguien levantara la tapa de la caja y esos metales se juntaran y tocaran el guisante, iba a suceder algo espantoso.
Terl guardó con llave la bonita caja, limpió todo y abrió un texto de matemáticas titulado Ecuaciones de fuerza, que no tenía nada que ver con el teletransporte. ¿Qué iba a hacer ahora?
Y hasta allí llegaban los discos.
Las agujas del reloj señalaban el mediodía y habían trabajado sin cesar, sin dormir, sin comer.
—Ahora sé quién hizo a Satanás —anunció Dunneldeen—. Su nombre era Terl.