6

En la explanada había mucha actividad. La tribu de chinos del jefe Chong-won había sido reemplazada en su mayor parte por los chinos del norte que Jonnie había hecho ir desde Rusia.

La gente que regresó estaba chamuscada y sucia. Algunos estaban en estado de agotamiento total, que ni siquiera el vuelo desde Edimburgo había podido paliar. Corrieron alegremente hacia sus niños, levantándolos, abrazándolos, haciendo preguntas a los mayores. Los perros tiraban de sus correas y ladraban alegremente. Fue una escena de gozoso reencuentro.

Jonnie se alegraba de haber podido hacer que los reemplazaran. Habían trabajado sin cesar y pronto no hubieran podido seguir. Sin embargo, habían trabajado casi hasta el agotamiento. Mirando a los padres en feliz conversación con sus hijos; contemplando a las madres verificar ansiosamente si se había hecho lo correcto con respecto a la alimentación y el descanso, Jonnie pensó en aquellos arrogantes y desdeñosos nobles y la desalmada altanería del gobierno. ¿Qué les importaba a ellos lo que le sucedía a gente como ésta? Sí, esos gobiernos podían hacer gestos de justicia e incluso tal vez de trabajo social, pero seguían siendo fuerzas frías, duras, que podían desarraigar y destrozar vidas sin conciencia, sin pensarlo dos veces.

El jefe Chong-won estaba organizándolos. Al pasar de prisa a su lado, le dijo a Jonnie que estaba trasladándolos a la vieja cúpula de mina que había sido limpiada. Tenía habitaciones subterráneas y el cable blindado funcionaba.

¡Bueno! Jonnie se había librado de la ceremonia de la firma. Dunneldeen podía reemplazarlo.

—¿Alguna noticia de Edimburgo que haya traído esta tribu? —preguntó a Dunneldeen en la sala de operaciones.

Éste sacudió la cabeza.

Jonnie cogió una máscara de oxígeno y una chaqueta de vuelo.

—¡Entonces me voy a buscar a Stormalong!

No fue más allá de la salida. Chocó de cabeza con el propio Stormalong.

—¿Dónde has estado? —exclamó Jonnie—. ¡He llamado y llamado y llamado!

Stormalong lo empujó a un refugio donde no pudieran oírlos.

—¡He estado peleando durante días!

Se le notaba. Estaba demacrado, su bufanda blanca estaba sucia y la chaqueta manchada de sudor y grasa. Tenía incluso una quemadura de bala en el hombro.

—¡Estás herido! —notó Jonnie.

—No, no, no es nada. Un oficial drawkin que no quería rendirse. ¡Tuve que perseguirlo con un avión de combate de marines! Imagínate: él huyendo a pie, subiendo la ladera de una montaña, y Ben Lomond y yo obligados a atontarlo, no a matarlo, sólo a atontarlo, cuidado, con un cañón explosivo. Y después, cuando aterricé y salí, resultó que sólo estaba fingiendo, me disparó y tuve que volver a aturdirlo con un revólver. ¡Oh, chico, han sido momentos terribles!

—¿Qué has estado haciendo? —exigió Jonnie, sin comprender nada.

—¡Cogiendo prisioneros! Dejaron marines y pilotos dispersos alrededor de Singapur; algunos heridos, otros no. En Rusia no se molestaron en coger sus heridos. Dunneldeen debe de haber derribado treinta aviones enemigos en Edimburgo y los pilotos que saltaron están dispersos por el oeste y en los Highlands. Recogerlos lleva trabajo, déjame decírtelo. Creen que vamos a torturarlos o a rociarlos con virus o a matarlos. ¡Y no se rinden fácilmente!

—¿Y todo eso tú solo?

—Con media docena de guardias del banco. Y son franceses, Jonnie. No son soldados. Tal vez puedan guardar una bóveda o transportar valores…

—¡Stormalong, tenían radios en esos lugares! Tú debes de haber tenido la tuya funcionando. ¡La gente tiene que haberte visto!

Nada de eso tenía sentido para Jonnie.

—Es Mac Adam, Jonnie. No me dejó contestar. Y a todo el que veíamos le decía que no debía comunicar por radio que nos había visto. Le dije que estarías preocupado, pero dijo que nada… ¡Silencio radial absoluto! Lo siento, Jonnie.

—Empieza por el principio —dijo Jonnie, estudiadamente paciente—. ¿Entregaste las copias de la charla que tuve con los hombrecitos grises?

Stormalong se dejó caer sobre una caja de municiones. Vigiló para asegurarse de que nadie los veía ni oía.

—Llegué hacia el amanecer y fui directamente al dormitorio de Mac Adam, y cuando se enteró de que iba de tu parte lo puso todo en un proyector. Después llamó al alemán, cogió seis guardias y una canasta llena de billetes del Banco Galáctico y dijo a una chica que había en su oficina que no diera ninguna información. Y allá nos fuimos. ¡Sencillamente, me secuestró! Hemos estado en todos los campos de batalla buscando oficiales. Tenía una lista de nacionalidades y quería varios de cada una. ¡Jonnie, esos guardias bancarios franceses no sirven para nada! Yo tuve que ocuparme de volar y pelear. Pero pude descansar un poco. Cada vez que conseguíamos algunos oficiales… ¿Sabías que tanto él como el alemán hablan un psiclo excelente? Quedé sorprendido de ver que habían estudiado tanto… Los interrogaban y yo conseguía una siesta de un par de horas. Después cargábamos con los prisioneros, bien atados… Los guardias se sentaban allí y los apuntaban… Y allá nos íbamos, a otra parte.

—¿Qué les preguntaba?

—¡Oh, no lo sé! No utilizaba la tortura. A veces les daba un puñado de billetes del Banco Galáctico. Hablaron.

Jonnie miró el avión, colocado fuera del refugio. Allí estaban los guardias, con uniformes grises. Pero no empujaban a prisioneros. Estaban descargando cajas y algunos chicos acercaban vagonetas y llevaban la carga a la explanada.

—No veo ningún prisionero —señaló Jonnie.

—¡Oh, bueno! —dijo Stormalong—. Regresamos a Luxemburgo, cogimos unas cajas y un par de guardias más, alemanes esta vez, y volamos hacia la mina de Victoria. Descansé muy bien allí porque pasó mucho tiempo hablando con los prisioneros que ya teníamos. Después descargamos los prisioneros, venimos y aquí estamos. Eso es todo.

Estaba muy lejos de ser todo, pensó Jonnie. Dijo a Stormalong que fuera a buscar algo de comer y descansara y salió a por el banquero.

Mac Adam, bajo y fornido y con su barba negra manchada de grasa, señalaba hacia uno y otro lado y hacía correr a la gente. Cuando vio a Jonnie, se detuvo de pronto y le estrechó vigorosamente la mano. Después se volvió y llamó a otro hombre.

—Me parece que no conoce al barón Von Roth —dijo Mac Adam—, el otro miembro del Banco Planetario Terrestre.

El alemán era un hombre inmenso, tan alto como Jonnie y más pesado. Era franco y cordial, y tenía la cara roja.

—¡Ach, estoy encantado! —exclamó y dio a Jonnie un fuerte abrazo.

Mac Adam se había dirigido a la explanada y el alemán cogió una caja pesada y corrió detrás de él.

Jonnie sabía algo de él. Aunque había hecho una fortuna con productos perecederos y otros alimentos, descendía de una familia que, se decía, había controlado la banca europea durante siglos antes de la invasión psiclo. Parecía un hombre recio, capaz.

Estaban llevando a la entrada la última parte del equipaje que venía en el avión de combate. Jonnie no conseguía imaginar qué estaban haciendo.

Dentro, un equipo de chinos y algunos guardias bancarios, bajo la supervisión de Chong-won, estaban colgando inmensas lonas alquitranadas en torno a los aleros de la pagoda para esconder completamente la plataforma de disparo. Otros chinos colocaban cables mineros y los cubrían con lonas para formar un pasaje cubierto que iba desde un refugio al panel de instrumentos. Estaban escondiendo por completo la plataforma y lo que pudiera hacerse en ella.

Mac Adam hablaba con Angus y, aunque le sonrieron cuando se les acercó, Mac Adam tenía mucha prisa y dijo:

—Después, después.

El equipaje había desaparecido en el refugio cubierto. Los niños chinos y los perros habían desaparecido. Algunas mujeres chinas limpiaban la explanada. Algunos emisarios vagaban por allí, miraban lo que sucedía con las lonas y después, mostrando poca curiosidad, se apartaban, comentando entre ellos fragmentos y puntos importantes del folleto.

Dunneldeen estaba trabajando en la sala de operaciones y dijo a Jonnie que había convencido a Stormalong de que se hiciera cortar la barba como «sir Francis Drake». No, no había noticias de Edimburgo, excepto que los chinos norteños que estaban ahora allí lo hacían muy bien. ¿Sabía Jonnie que eran hombres mucho más grandes? ¡Ah, sí, y Ker y dos guardias estaban apuntando a cincuenta prisioneros nuevos en Victoria!

Jonnie miró el cielo. Si llegaban a lo peor, tenía su manera de arreglarlo: era algo que podía conducir a un futuro fatal, pero que tal vez tuviera que hacerse.

Fue a su habitación a ponerse ropas menos espectaculares. Tenían pocos días, y los días tenían la costumbre de pasar terriblemente rápido cuando se los necesitaba.

La confrontación final, la última batalla, estaba demasiado cerca.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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