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A pocos pasos de la puerta de la sala de conferencias, Jonnie empezó a enfurecerse.

¡La guerra! ¡Cualquiera de esos lores que había allí dentro, o sus gobiernos, sólo tenían que decir una palabra para que sus flotas se dispusieran a aplastarle la cabeza a alguien!

Y cuando hubieran terminado, partirían tan contentos, sin pensar en lo que habían hecho con las vidas y hogares de la gente, y tal vez regresarían otro día para aplastarlos un poquito más.

Jonnie dio un paseo por el anfiteatro de la explanada, era un mediodía soleado y la entrada de la mina y los ventiladores producían una suave brisa.

Los niños estaban echados en las trincheras, cubiertos con trozos de tela. Lo seguían con los ojos. Los perros, sujetos a sus correas, lo olían y, reconociéndolo como a un amigo, agitaban la cola, los niños mayores estaban sentados, con las piernas cruzadas, comiendo, después de haber alimentado a los pequeños. Le sonreían al pasar.

¿Por qué no iban esos niños a tener una oportunidad?, pensó Jonnie. ¿Por qué no podían tener un futuro feliz y seguro?

¡Guerra! ¿Qué derecho tenían esas naciones frías e impersonales a asesinar y pillar, a aplastar y destrozar y destruir a sus prójimos más indefensos?

Se llamara «política nacional», «necesidad de estado» o lo que fuera, seguía siendo el acto de un loco.

¡Psiclo! ¿Qué derecho tenía Psiclo a atacar a este planeta? ¿No hubieran podido comprar lo que deseaban? ¿No podían haber venido y dicho «necesitamos metal; les cambiaremos esta o aquella tecnología por metal»? No, les venía mejor asesinar y robar como ladrones.

Pensó en la época anterior a la llegada de los visitantes, cuando se habían encontrado libres de los tiranos opresores. La gente había tratado de salir adelante, de ser feliz; trabajaban con un objetivo. Y después llegaron los visitantes y con ellos el banco.

Tal vez la organización fuera necesaria, pero no le daba a nadie el derecho a crear un gobierno que fuera una bestia inhumana, sin alma.

Pensó en Brown Limper y las idioteces que hacía en nombre del «estado». Y, sin embargo, Brown Limper era casi razonable comparado con esos lores.

Jonnie miró a los niños y tomó una decisión. Pasara lo que pasase, no habría más guerra. En ninguna parte.

Estaba tan absorto en sus pensamientos, que el jefe Chong-won tuvo que sacudirlo para llamarle la atención.

El jefe saltaba y hacía señas a Jonnie de que lo siguiera y finalmente terminó por empujarlo hacia la sala de operaciones.

¡Tinny estaba radiante! De sus auriculares surgía una charla en pali. Dijo algo en su micrófono y se volvió hacia Jonnie.

—¡Es el oficial escocés a cargo del rescate en Rusia! —indicó Tinny—. Vieron un humo verde que salía a bocanadas de los ventiladores. Alguien, desde adentro, había sacado el blindaje de los conductos. ¡En este momento tienen equipo minero funcionando para sacar a la gente!

Los informes llegaban uno tras otro. Después Tinny se volvió hacia Jonnie:

—¡Es el coronel Iván! ¡Es para usted! Dice: «Dígale al mariscal Jonnie que el valiente ejército rojo sigue estando a sus órdenes».

Jonnie quería contestar, pero le resultaba difícil hablar. Entonces Tinny dijo:

—Éste es otro, también para Jonnie. ¡Quiere oír su voz! —Y ofreció los auriculares a Jonnie.

Con seguridad o sin ella, la voz contestó:

—¿Jonnie? ¡Soy Tom Smiley Townsen!

Jonnie no podía hablar.

—Jonnie, la gente de la aldea está bien. Todos están bien, Jonnie. Jonnie, ¿estás ahí?

—Gracias a Dios —se obligó a decir Jonnie—. Diles eso de mi parte, Tom. Díselo a todos. ¡Gracias a Dios!

Se dejó caer en una silla y lloró. No había comprendido hasta ese momento lo preocupado que había estado por ellos. Lo había reprimido con su voluntad de hierro, para poder trabajar.

Los informes seguían llegando y después de un rato se puso a trabajar. Ellos querían saber dónde debían ir y él, a su vez, tenía para ellos la buena noticia de la partida del enemigo y los términos del acuerdo y empezaron a llegar gritos y vítores, colándose a través de la voz del comunicador.

Tenían cinco pilotos heridos y un montón de casos de quemaduras y deseaban ayuda de Escocia. Supo que el viejo hospital subterráneo de Aberdeen había sido dispuesto e hizo que llevaran a los malheridos allí, solicitando a una enfermera de Aberdeen que volara de regreso a Tashkent para cuidar a los que tenían heridas menores y golpes.

Estaba tan ocupado con estos problemas, que se había olvidado por completo de sir Roberto, hasta que Dries Gloton pidió a Chong-won que se lo recordara.

Jonnie había estado esquivándolo un poco. En Castle Rock todavía no habían tenido éxito y sabía que tratar de que sir Roberto volviera era empresa difícil. Se había preguntado incluso si no sería posible conseguir que Fowlojpan pospusiera la firma por un día. Sir Roberto se mostraría realmente difícil.

Aun así, hizo la llamada y arregló para que los prisioneros fueran llevados al castillo de Balmoral, a unas cincuenta millas al oeste de Aberdeen, fácilmente localizable desde el aire a causa de los tres notables picos cercanos, el río y también porque era una ruina muy llamativa. Estaba a sólo unas cincuenta millas de Aberdeen, por un camino que estaba en buenas condiciones, y Thor dijo que podía coger a cualquiera en un avión de combate y llevarlo al hospital de Aberdeen, si era necesario. Jonnie le dio algunos consejos, salió y habló con el emisario hawvin, que parecía estar en contacto con la flota en órbita, dándole un mapa para que pudiera transmitirlo al comandante hawvin. Dijeron que podían hacerlo esa misma tarde, sin esperar a las firmas finales. Nadie sabía cuántos prisioneros había, pero los llevarían en diferentes aparatos. Jonnie se lo dejó a ellos y a Thor, en Escocia.

Al hacer todo esto había tenido la impresión bien definida de que las cosas estaban muy agitadas en Edimburgo y se sintió menos inclinado aún a llamar a sir Roberto.

Una vez más, Dries Gloton hizo que Chong-won lo presionara. ¡Buen Dios, qué ansiosos estaban esos hombres grises por tener allí a sir Roberto!

Finalmente, convenció a los comunicadores de Escocia de que buscaran a sir Roberto, y, cuando finalmente lo tuvo en la radio, quedaron justificadas sus inquietudes.

—¡Ir allá! —había gruñido sir Roberto mediante los comunicadores. ¡Y mandó a Jonnie al demonio, según indicaban las traducciones!

¿Acaso no sabía Jonnie que en los antiguos refugios debajo del peñón había dos mil cien personas…, si es que vivían aún? ¿Que las pesadas bombas habían aplastado todas las entradas posibles? Habían metido mangas atmosféricas aquí y allá, pero ¿quién podía hablar por allí? Los costados del peñón habían sido pulverizados y sacudidos, de modo que cada vez que se intentaba hacer una perforación, se producían deslizamientos.

¡Sí, Dwight estaba allí! Sí, Dwight había conseguido encofrados de túnel en Cornwall y estaba tratando de meterlos. ¿Acaso Jonnie creía que estaban allí parados sin hacer nada?

Para Jonnie estaba bien sentarse por allí con todos esos lores charlatanes, bebiendo té. Adelante, beba té, pero deje que la gente siga con esto, este…

A Jonnie le tomó media hora hacer comprender a sir Roberto que sin su firma el asunto de los «visitantes» no terminaría.

Finalmente, con considerables maldiciones que el comunicador no pudo transmitir bien en pali, sir Roberto dijo que conseguiría un piloto y volaría hasta allí.

Jonnie se echó hacia atrás en la silla, exhausto. No le gustaba discutir con sir Roberto. Y comprendía su posición. Su tía Ellen estaba en esos refugios. ¡Y Chrissie! Y todo lo que él podía hacer era estar allí sentado, ocupándose de estás cosas, cuando sentía que su lugar estaba allá, cavando con las manos si fuera necesario.

El hombrecito gris pareció muy complacido cuando Chong-won le dijo que llegaba sir Roberto.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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