6

El coronel Iván yacía en la oscuridad. Un lanzallamas descansaba sobre los sacos terreros apilados frente a él. Estaba en el primer recodo de los pasajes subterráneos que descendían laberínticamente hacia las entrañas de la base. En cada esquina de las que quedaban detrás había más barricadas levantadas con sacos terreros, y detrás de cada una de ellas había un hombre.

Tenía la barba chamuscada y las manos llenas de ampollas.

A cincuenta pasos de distancia, frente a él, la puerta de entrada principal, de acero blindado, había empezado a iluminarse a causa del ataque que estaba soportando. De vez en cuando, era golpeada desde fuera por demoledores disparos explosivos.

Había hecho entrar sus aviones… ¿Cuándo había sido eso? Ayer. No tenían combustible ni municiones y ya no servían para nada en el aire. Los pilotos estaban dispersos, detrás de las barricadas.

Había sacado su antena de radio. ¿Había sido también ayer? Parecían haber pasado seis meses desde entonces.

Ya habían explotado todas las minas que habían puesto en el exterior. ¿Mil minas? Y pese a que el terreno estaba cubierto de extraños cuerpos desmembrados, el ataque no había cesado.

La puerta se calentaba cada vez más y en algunos puntos había pasado del rojo al azul. ¿Cuánto duraría? ¿Cuánto tiempo podría soportar aquel calor insoportable?

Se preguntó qué estaría haciendo el mariscal Jonnie.

El jefe del clan Fearghus yacía sobre su lado sano, mirando la ladera del peñón. No había retirada. Los túneles se habían derrumbado detrás de él.

Tenían un último cañón antiaéreo. Ya no estaban usándolo para disparar hacia arriba. Lo tenían dirigido hacia el lugar por donde probablemente atacaría el enemigo para romper la última barricada rocosa.

La enorme conflagración que había sido alguna vez Edimburgo rugía incesantemente por encima del estrépito de los disparos de armas pequeñas. ¿Cuánto tiempo podían arder esos antiguos edificios?

Hasta ese momento habían creído que el enemigo se había detenido. Muy arriba había una nueva nave. Acababa de llegar y estaba enviando avión tras avión con tropas.

Sólo Dunneldeen seguía volando. Allá venía, desde Cornwall, a donde había ido a repostar.

¿Por qué no habían escuchado a Mac Tyler, refugiándose todos en la vieja mina de Cornwall? Por amor a Edimburgo. Bueno: ¿qué era ahora Edimburgo, sino cenizas?

Las tropas enemigas están reagrupándose, preparándose para un asalto a esa otra entrada. Esperaba que Dunneldeen sobreviviera a todo esto. Los escoceses lo necesitarían, caso de que quedara alguno, claro. El jefe del clan Fearghus no creía que pudiera sobrevivir. De su costado manaba demasiada sangre.

Se preguntó qué estaba haciendo Mac Tyler.

—Disparen contra la primera oleada —ordenó al artillero—. Y sigan disparando mientras queden municiones. ¡Al menos podremos desaparecer en una gloriosa llamarada!

En Singapur, el oficial escocés se volvió hacia el chamuscado comunicador y bajó los binoculares de infrarrayo.

—No lo entiendo —dijo.

Los marines tolnepas habían estado utilizando artillería para practicar un agujero debajo del cable de blindaje atmosférico, hacia el norte. Les había salido muy caro. Hacerlo les había costado doce tanques. Pero un grupo de ellos había ido a toda prisa hacia aquel lejano cable antes de que pudieran detenerlos y había abierto un agujero por debajo, perdiendo cinco marines.

El oficial escocés había supuesto que en el ataque siguiente algunos de ellos llegarían a la central eléctrica, cortarían el fluido eléctrico y los dejarían indefensos.

Sin embargo, súbitamente se habían retirado. Durante los veinte minutos anteriores habían estado recogiendo heridos y equipo y abordando sus aparatos, continuamente acosados por los aviones de combate terrestres.

Ahora se elevaban para quedar fuera de su alcance. La flota tolnepa describía círculos. Unos minutos antes, el hombre de control antiaéreo había informado que todas las naves no tolnepas se habían retirado, una en dirección a Edimburgo y otra hacia Rusia. Y ahora había sólo tolnepas allá arriba.

—¡Se van! —gritó el oficial escocés.

Bueno: este punto en la mina de Singapur había servido como distracción que había deteriorado las fuerzas enemigas. Y con muy pocas pérdidas. Para el enemigo, el coste había sido grande.

Mientras miraba, llegaba el último de sus aviones. Ninguno de ellos estaba equipado con los sellos para puertas necesarios para salir de la atmósfera.

Sus aviones estaban aterrizando. Llegó el último. Cuando su motor se paró, el silencio fue ensordecedor después de todo el estrépito. Sólo se escuchaba el chisporroteo del cable blindado.

Hacia el sudeste de las antiguas ruinas de Singapur, seguía levantándose una gran humareda.

—¡Aquellas naves van hacia el oeste! —le informó el oficial de control antiaéreo—. Ligeramente sudoeste.

—¿Velocidad? —preguntó el oficial escocés.

—Siguen acelerando. Espere. Los estoy siguiendo. Por ese curso llegarán a la mina de Kariba. Deben de tener problemas con la energía solar, porque su velocidad es sólo de unas dos millas por segundo. Llegarían a Kariba dentro de… treinta y siete o treinta y ocho minutos.

—Advierta a la sala de operaciones de Kariba que van a tener compañía —dijo el oficial al comunicador.

El terreno humeante que los rodeaba mostraba el infierno que puede crear una flotilla. Sin el cable blindado ya hubieran muerto diez veces.

En alguna parte cantó un pájaro. Era gracioso que sucediera entre aquellas ruinas chamuscadas.

El oficial escocés se preguntó qué estaría haciendo Jonnie. Fuera lo que fuese, sería mejor que en Kariba se movieran. ¡Dios, estaba cansado! ¡Esos tolnepas jugaban duro! Si no se hubieran retirado de modo tan extraño, toda la fuerza en la mina de Singapur hubiera sido eliminada en veinte minutos, una vez que los dejaran sin electricidad. Sí, sería mejor que en Kariba estuvieran preparados.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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