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Brown Limper Staffor estaba sentado en su nueva suntuosa oficina y contemplaba el objeto ofensivo que había sobre el escritorio. Estaba asqueado.

Últimamente las cosas habían ido bien. El edificio gubernamental con cúpulas —algunos decían que había sido el Capitolio del estado— se había restaurado parcialmente e incluso habían pintado la cúpula de blanco. Habían reconstruido las salas. Se habían arreglado una cámara para las sesiones del Consejo; una cámara ideal, con una plataforma alta y un banco en un extremo y asientos de madera enfrente. Habían llevado inmensos escritorios tapizados de los ejecutivos psiclo para amueblar oficinas privadas para los miembros del Consejo (resultaban algo excesivos para sentarse, pero, si se ponía una silla humana detrás y una caja debajo, estaban bien). Se había abierto un hotel que proporcionaba habitaciones a los dignatarios y visitantes importantes y que bajo la tutela de un cocinero del Tibet servía comida aceptable en platos de verdad.

Lo que estaba aprendiendo con sólo quedarse de pie entre las sombras de un poste allá en el complejo, por la noche, era excelente. Datos invalorables sobre el gobierno. Terl apenas merecía las extremas condiciones de vida en una jaula. El psiclo se había arrepentido y estaba haciendo todo lo posible por ayudar. ¡Qué mal se interpretaba a los psiclos!

Los frutos de este aprendizaje comenzaban a notarse. Llevaba cierto tiempo y requería una cantidad considerable de destreza política, pero Terl había viajado por los universos como uno de los ejecutivos de confianza de la Minera Intergaláctica y las cosas que sabía sobre gobierno y política excedían lo que pudiera saber cualquier otro.

Tomemos por ejemplo el asunto de que el Consejo fuera muy numeroso. Los jefes tribales de todo el mundo se quejaban de tener que venir aquí y pasar interminables horas luchando en esa cámara; tenían sus propios asuntos tribales que atender. Además eran demasiado numerosos —había treinta— como para que se hiciera realmente nada. Y casi con alegría dividieron el mundo en cinco continentes con un representante para cada uno de ellos. Del abultado número de treinta el Consejo había quedado reducido a cinco, mucho más manejables. Y cuando se les explicó que el trabajo tribal era mucho más importante que este jaleo de papeles del Consejo, y que los hombres más competentes eran necesarios en casa, habían puesto alegremente a sus primos u otros parientes en los cinco puestos continentales.

Por supuesto, el Consejo de cinco hombres era todavía algo excesivo y ahora estaba en el proceso de nombrar un ejecutivo de dos hombres. Con un poco más de trabajo y la puesta en marcha de ciertas sugerencias invalorables de Terl, en algún momento de las próximas semanas Brown Limper se encontraría en el puesto de representante del Consejo, con autoridad para actuar independientemente en nombre de éste, asistido sólo por el secretario que, por supuesto, no necesitaba tener voto, sino que sólo pondría su firma. Sería todo mucho más sencillo.

Los escoceses habían planteado algunos problemas. Habían protestado ante la inclusión de Escocia en Europa, pero les demostraron que siempre había sido así. Esto hizo que su representante fuera un alemán de una tribu de los Alpes. Bueno: los votos mayoritarios del antiguo Consejo habían arreglado eso y ahora ya no estaban esos malditos escoceses discutiendo cada medida sensata propuesta por Brown Limper.

Las tribus estaban satisfechas. Les habían dado la propiedad de todas las tierras que los rodeaban, con derecho a utilizarlas como quisieran. Se les había dado a cada uno la propiedad exclusiva de las antiguas ciudades y lo que hubiera en ellas. Esto había hecho que Brown Limper fuera muy popular entre los jefes de la mayor parte de las tribus…, aunque no entre los escoceses, por supuesto. Nada podía complacer a los escoceses. Habían tenido la desfachatez de señalar que esta medida daba toda la propiedad y todo el continente americano a Brown Limper. Pero esto se solucionó indicando que ahora había cuatro tribus en América: la de Columbia Británica, donde habían encontrado dos personas; la de Sierra Nevada, con cuatro personas; el pequeño grupo de indios al sur y la de Brown Limper. ¡El hecho de que en ese momento vivieran todos en la aldea de Brown Limper no tenía nada que ver con el asunto!

La elección de una capital había constituido otra victoria. Por alguna razón, algunas tribus pensaban que la capital del mundo debía estar en su zona. Algunos pensaban incluso que debía rotar. Pero cuando se señaló a cuántos problemas y gastos habría que hacer frente para mantener una capital y se dijo que Brown Limper Staffor, por pura bondad y la filantropía como fin único, dejaría que su tribu pagara los gastos, ya no discutieron más. Se había decretado que la capital del mundo sería «Denver», aunque uno de estos días se cambiaría el nombre por «Staffor».

Lo que había iniciado el problema que lo preocupaba ahora era la resolución del antiguo Consejo, antes de quedar reducido a cinco miembros, de establecer un Banco Planetario.

Habían llamado a un escocés llamado Mac Adam y éste había señalado que en ese momento los créditos galácticos que poseían carecían de sentido para la gente de la Tierra. En lugar de ello, propuso que a él y a un alemán que ahora residía en Suiza —un alemán que tenía una increíble cantidad de vacas lecheras y fábricas de queso— se les concediera una carta oficial. Emitirían moneda dándole a una tribu según la cantidad de tierra que estuvieran cultivando y en cambio cobrarían un pequeño porcentaje. Era una buena idea, porque la manera de conseguir más dinero consistía en que la tribu trabajara más cantidad de tierra. Entonces la moneda quedaba respaldada por «las posesiones tribales de la Tierra». El banco se llamaría Banco Planetario Terrestre y la carta oficial garantizaba una concesión amplia y abarcadora.

Habían impreso moneda con sorprendente rapidez. El alemán había participado en el asunto porque tenía un hermano que había conservado el arte de hacer bloques de madera tallada que podían grabar papel. En una vieja ruina llamada Londres habían encontrado almacenes llenos de papel moneda intacto, y en otra ciudad llamada Zurich habían obtenido prensas manuales. Muy poco después estaban emitiendo moneda.

Los billetes sólo tenían una denominación: un crédito terrestre. Aparentemente, se había hecho una emisión de prueba que no había funcionado. La gente no sabía qué hacer con eso. Había estado practicando el trueque con caballos y cosas así y había que enseñarles qué era el dinero. De modo que se hizo una segunda emisión.

Era una muestra de esta segunda emisión la que tenía Brown Limper sobre el escritorio y le planteaba tantos problemas. Y no sólo problemas, sino un asco tan horrible que se sentía enfermo. El billete estaba muy bien impreso. Decía «Banco Planetario Terrestre». Tenía un número 1 en cada extremo. Ponía «un crédito» en todas las lenguas y caligrafías utilizadas por las tribus existentes. Ponía «De curso legal para toda deuda, privada o pública», también repetido en varias lenguas. Ponía también «Intercambiable por un crédito en las oficinas de Zurich y Londres o en cualquier sucursal del Banco Planetario Terrestre». Decía «Asegurado por las Posesiones comunes de las Tribus de la Tierra, como se da fe en producción». Ponía: «Por concesión del Consejo de la Tierra». Y tenía las firmas de los dos directores del banco. Todo eso estaba muy bien.

¡Pero en el centro, en un gran óvalo, había un retrato de Jonnie Goodboy Tyler!

Habían copiado una foto suya que alguien había tomado con un pictógrabador. Allí estaba, con su camisa de ante, sin sombrero, y con una mirada tonta que alguien debía de pensar que era noble o algo así. Y tenía en la mano un revólver explosivo.

¡Era aún peor! En lo alto del retrato estaba su nombre: «Jonnie Goodboy Tyler».

¡Y lo intolerable! En el pergamino que había bajo el retrato decía: «Conquistador de los psiclos».

Nauseabundo. Espantoso.

Pero ¿cómo podía el banco cometer semejante error?

No hacía quince minutos había finalizado una conversación con Mac Adam por radio. Mac Adam había explicado que la primera emisión no había sido popular, de modo que inmediatamente habían hecho esta segunda. Según parecía, la gente podía no saber qué era el dinero, pero sí comprendía a Jonnie Goodboy Tyler y en algunos lugares no lo usaban como dinero, sino que ponían los billetes en las paredes, llegando incluso a enmarcarlos. Sí, se le habían enviado montones a cada tribu. No, no podía pedir que los devolvieran porque esto perjudicaría el crédito del banco.

Brown Limper trató de explicar que esto iba totalmente en contra de las intenciones del Consejo al conceder sus derechos al banco. El Consejo había aprobado unánimemente que no debía haber más guerra. La resolución se había pensado como para significar «A partir de ahora quedan prohibidas las guerras entre tribus», pero Brown Limper se había arreglado para redactarla de modo que abarcara todas las guerras, incluyendo la interplanetaria.

Este billete de banco, había explicado con toda la coherencia de que fue capaz, era contrario a la resolución antiguerra. Tenían allí a este…, este… tipo, blandiendo un arma y estaban en realidad incitando a la guerra futura contra los psiclos o quien fuera.

Mac Adam lo había sentido mucho y también el alemán de Zurich, pero en realidad no sonaban apenados. Tenían su concesión, y si el Consejo quería arruinar su crédito, sería lamentable que América quedara sin fondos en el futuro, de modo que la garantía seguiría siendo válida y el banco debía hacer lo que le pareciera apropiado para llevar adelante su negocio. Y sería muy malo que cuando entrara en funciones la Corte Mundial, su primer caso fuera un juicio planteado por un miembro del banco contra el Consejo, por incumplimiento de promesa y gastos subsidiarios.

No, pensó melancólicamente Brown Limper. No parecían lamentarlo.

No consultaría más sobre esto a los miembros del Consejo. Bajaría y recibiría algunas sugerencias, de pie en las sombras del poste cercano a la caja. Pero no tenía verdadera esperanza.

«Jonnie Goodboy Tyler. Conquistador de los psiclos». Brown Limper escupió el billete.

De pronto lo cogió y lo rompió frenéticamente en pequeños trozos. Después tiró los papeles por todos lados, con gestos de cólera.

Luego volvió a reunirlos y los quemó, con una expresión dura y malévola en la cara.

Después pulverizó las cenizas de un puñetazo.

Pero alguien entró poco después y dijo con una sonrisa de deleite:

—¿Ha visto el nuevo billete de banco?

¡Y agitaba uno delante de sus narices!

Brown Limper salió a toda prisa de la habitación y encontró un lugar donde vomitar.

Después, más calmado, decidió que, aun cuando todos estuviesen en contra suya, continuaría haciendo todo lo que pudiera por la Tierra. Realmente, le pondría las manos encima a ese Tyler.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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