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Jonnie estaba arrojando rocas por el acantilado, hacia el lago. Este vasto lago, un mar interior realmente, se estiraba hasta el horizonte nubloso. Ahora se formaba allí una tormenta, cosa bastante habitual en esta inmensa extensión de agua.
Este acantilado estaba casi cortado a pico, a doscientos pies por encima del lago. La erosión o algún cataclismo volcánico proveniente de los picos cubiertos de nubes del nordeste habían cubierto su parte superior con rocas del tamaño del puño de un hombre. Estaban como hechas a propósito para ser arrojadas.
Había adquirido el hábito de ir allí diariamente desde la mina, a pocas millas de distancia. Allí, en el ecuador, el clima era caluroso y húmedo, pero la caminata le sentaba bien. No tenía miedo de los distintos animales que había por allí, por feroces que fueran, porque jamás iba desarmado y las bestias rara vez atacaban, a menos que se las molestara. Había una especie de sendero y era probable que los psiclos acostumbraran ir allí desde la mina, tal vez para nadar, porque el sendero atravesaba el acantilado y bajaba a la playa que había del otro lado. No, para nadar, no. A los psiclos no es gustaba nadar. ¿Tal vez para ir en barca?
Una vez había leído que esta zona del lago había sido una dé las más pobladas del continente. Habían vivido allí varios millones de personas. Aparentemente, los psiclos se habrían cuidado de ellos hacía mucho, mucho tiempo, porque no había siquiera huella de campos o cabañas, y menos de gente.
Se preguntaba por qué los psiclos cazaban sobre todo personas. El doctor Mac Kendrick había dicho que probablemente fuera un problema de vibración animal similar; tal vez los animales no sufrieran lo bastante como para contribuir al gozo de los monstruos, o quizá fuera simplemente que el esquema nervioso del hombre, en un cuerpo con dos brazos, dos piernas y erguido, fuera paralelo al de ellos. Incluso su gas nervioso se especializaba en seres sensibles y era mucho menos eficaz en las criaturas de cuatro patas y los reptiles. Había un texto psiclo sobre su uso que decía más o menos eso. Algo sobre que estaba pensado para «sistemas nerviosos centrales más altamente desarrollados». Pero fueran cuales fueran las razones, estos psiclos de la mina no habían hecho demasiado daño a la caza. Y ésta, al olerlos, no huía. Comprendió súbitamente que su olor no se parecía ni siquiera vagamente al de un psiclo.
La tormenta estaba fraguándose. Lanzó una mirada hacia la lejana mina para ver si era necesario apresurarse a volver para escapar de la tormenta.
Un diminuto coche de tres ruedas, apenas visible a la distancia, acababa de salir de la mina. Venía alguien. ¿Para verlo? ¿O era sencillamente alguien que iba a dar un paseo?
Jonnie volvió a arrojar piedras. El actual estado de cosas era algo desalentador. Uno de los psiclos había muerto; los otros tres resistían. Habían descubierto que alrededor de un tercio de los cuerpos tenían dos objetos en la cabeza y el doctor Mac Kendrick practicaba con los cadáveres para descubrir cómo hacer para sacar los objetos sin matar a un psiclo…, para el caso de que uno de los tres sobreviviera. Todavía tenían dos con dos objetos en la cabeza. ¡Incluso podía ser un alivio para ellos verse libres de esas cosas espantosas!
Pero a Jonnie no le gustaba mucho este negocio de cadáveres y se puso a pensar en algo más alegre.
Durante la batalla había hecho un descubrimiento interesante. Había estado utilizando las dos manos para conducir esa plataforma. No lo había recordado hasta después de transcurrida una semana. Mac Kendrick había dicho que era otra parte de su cerebro que se hacía cargo de las funciones perdidas. Supuso que en una situación de tensión esas funciones y nervios «perdidos» curaban a causa de la batalla. Pero Jonnie no creía eso.
La teoría de Jonnie era que él manejaba los nervios. ¡Y estaba funcionando! Había empezado deseando simplemente que su brazo y su pierna hicieran lo que deseaba. Día tras día había ido mejorando. Y ahora podía trotar. Sin bastón. Y además, podía arrojar cosas.
Para ser un cazador entrenado, la imposibilidad de arrojar una maza lo hacía sentirse indefenso. Y aquí estaba, arrojando rocas.
Arrojó una. Describió una curva en el aire, descendiendo, y produjo en el lago una pequeña conmoción. Un momento después, escuchó el pequeño chasquido. ¡Bastante bien!, se dijo.
La tormenta subía un poco más, de un color negro grisáceo, feo. Miró hacia la mina y descubrió que el coche casi estaba allí. Se detuvo.
Por un momento Jonnie no reconoció al conductor y se acercó más a él, inquisitivo. Entonces vio que era el tercer «duplicado» de sí mismo, un hombre a quien llamaban Stormalong. Su nombre verdadero era Stam Stavenger y era miembro de un grupo noruego que había emigrado a Escocia hacía mucho tiempo y había preservado sus nombres y linajes, aunque no sus costumbres. Parecían escoceses y actuaban como tales.
Tenía la misma altura y constitución de Jonnie y sus ojos también se parecían, pero su cabello era ligeramente más oscuro y su piel más tostada. Desde los días del filón no se había molestado en cultivar su semejanza y se había cortado la barba cuadrada.
Stormalong se había quedado en la Academia. Como era un hábil piloto, gozaba enseñando a volar a los cadetes. Había encontrado una antigua chaqueta de piloto, una bufanda blanca y un inmenso par de anteojeras, y las usaba. Le daban un aspecto osado. Se golpearon mutuamente las espaldas y se sonrieron.
—Me dijeron que te encontraría aquí tirando piedras a los cocodrilos —explicó Stormalong—. ¿Cómo va el brazo?
—Deberías haber visto la última que tiré —repuso Jonnie—. Tal vez no hubiera podido desmayar a un elefante, pero estoy cerca.
Lo guió hasta una enorme roca cortada a pico desde la cual se veía el lago y se sentaron. La tormenta avanzaba, pero era sencillo volver.
Stormalong no era por lo general muy hablador, pero en ese momento traía novedades. Descubrir dónde estaba Jonnie había requerido investigaciones exhaustivas. En América nadie lo sabía, de modo que había ido a buscarlo a Escocia o al menos a saber dónde estaba.
Chrissie le enviaba su amor. Ya había dado el mismo mensaje a Bittie de parte de Pattie. El jefe del clan Fearghus le enviaba sus respetos. Atención: no recuerdos, sino respetos. Su tía Ellen enviaba su cariño. Ahora se había casado con el pastor y estaba en Escocia.
Había conseguido encontrar a Jonnie gracias a los dos coordinadores que habían regresado a Escocia, los que habían enviado a buscar a una tribu… ¿Los brigadas?…, no, brigantes. ¡Oh, esa gente estaba ahora en Denver! Gente horrible; había visto a algunos. De cualquier manera, habían llevado a casa el cadáver de Allison para enterrarlo y Escocia estaba furiosa a causa de su asesinato.
Pero eso no era lo que deseaba decirle a Jonnie. Durante su vuelo había sucedido una cosa delirante.
—¿Sabes cuando dijiste que podían volver a invadirnos? —dijo Stormalong—. Bueno; parece posible.
Viajaba hacia Escocia por encima del Círculo Máximo del norte, volando en un avión de combate ordinario, haciendo tiempo y, justo cuando llegaba al extremo norte de Escocia, había visto en su pantalla y con sus propios ojos una nave gigantesca. Durante un instante, pensó que iba a chocar con ella. ¡Allí estaba, en sus pantallas y del otro lado del parabrisas! Y entonces, ¡bang! Golpeó contra ella, pero no estaba allí.
—¿Que no estaba allí? —preguntó Jonnie.
Bueno; eso era exactamente. Había chocado con un objeto sólido que no estaba allí. Y en pleno cielo, ¿eh? Tan grande como el firmamento, y no estaba. Tenía las fotografías de pantalla consigo.
Jonnie la miró. Era una esfera rodeada por una anilla. No se parecía a ninguna nave de la que hubiera oído hablar. Y parecía inmensa. De hecho, en el rincón se veían las islas Orkney. Parecía extenderse desde la mitad de Escocia hasta las Orkney. La siguiente fotografía consecutiva la mostraba envolviendo al avión que chocaba y en la tercera había desaparecido.
—La nave que no estaba allí —dijo Stormalong.
—Luz —dijo Jonnie de pronto, recordando algunas teorías humanas—. Es posible que esta cosa se desplazara a mayor velocidad que la luz. Dejó su imagen detrás. Es una hipótesis, sabes, pero leí que pensaban que las cosas que iban a más velocidad que la luz podían parecer tan grandes como todo el universo. Está en algunos textos sobre física nuclear que tenemos. No entendí prácticamente nada.
—Bueno; podría ser —aceptó Stormalong—. ¡Porque la anciana dijo que no era tan grande!
¿Qué anciana?
Bueno; es así. Cuando se hubo recuperado de su miedo, buscó las huellas haciendo retroceder los registros de pantalla. Al aproximarse a Escocia no lo había observado…, ya sabes cómo es, uno está atontado en un viaje largo, no muy alerta, y últimamente había estado durmiendo poco, siendo los cadetes como eran, lentos para graduarse cuando los sobrecargados pilotos los necesitaban desesperadamente.
El retroceso en el registro de las pantallas mostraba esta pequeña huella que ascendía desde una granja al oeste de Kinlochbervie. Ya sabes; en la costa noroeste de Escocia… ¿Ese lugarejo?
Bueno; disminuyó la velocidad y fue hasta ese punto, esperando descubrir que el lugar había sido destruido o aniquilado.
Pero sólo había un punto chamuscado en las rocas (en esos lugares una granja cría más que nada rocas), y no vio ningún otro daño o fuerza hostil, de modo que aterrizó cerca de la casa.
Salió una vieja mujer, sofocada a causa de dos visitas consecutivas desde el cielo en un solo día, cuando por lo general no veía a nadie durante meses. Lo obligó a sentarse y tomar un poco de té de hierbas y le mostró esta nueva navaja resplandeciente.
—¿Una navaja? —preguntó Jonnie. Este noruego-escocés, por lo general tan tranquilo, se tomaba su tiempo para ir al grano.
Bueno; sí. Habían visto algunas en las ciudades destruidas, ¿lo recordaba? Se doblaban sobre sí mismas. Sólo que ésta era muy brillante. Sí, ya llego.
Según lo que le había dicho la vieja, allí estaba ella, peinando a su perro, que solía tener garrapatas, y se sobresaltó casi hasta el desmayo. De pie detrás de ella había un pequeño hombre gris. Y exactamente detrás de él había una gran esfera gris con un anillo a su alrededor, colocada en el lugar donde solía estar atada la vaca. Era como para volverse idiota de susto, dijo. No había habido ni un ruido. Tal vez sólo un poco de viento.
De modo que invitó al pequeño hombre gris a tomar una taza de té, como había hecho con él, sólo que él tenía los buenos modales de descender rugiendo y anunciarse.
Pero el pequeño hombre gris era muy agradable. Era un poco más pequeño que la mayor parte de los hombres. Su*piel, su cabello y su traje eran grises. Lo único que tenía de extraño era que llevaba, colgada del cuello, una caja que quedaba suspendida contra su pecho. Había dicho algo a esta caja y entonces, de inmediato, la caja se había puesto a hablar inglés. La voz del hombrecito gris era tranquila y tenía distintos matices, pero la de la caja tenía sólo uno, un monótono.
—Un vocalizador —dijo Jonnie—. Un aparato portátil de traducción. Hay un texto psiclo que los describe, pero los psiclos no los usan.
Bueno; muy bien. Pero de todos modos el hombrecito gris le había preguntado si tenía periódicos. Y no, porque por supuesto ella nunca había visto un periódico; pocas personas sabían qué era. Y después le preguntó si tenía libros de historia. Y a ella la desilusionó mucho tener que decirle que había oído hablar de uno, pero no poseía ninguno.
Bueno; aparentemente él había pensado que ella no entendía, de modo que el hombrecito gris hizo un montón de gestos para indicarle que lo que deseaba era algo impreso.
Entonces ella se puso muy colaboradora. Según parece, alguien le había comprado lana, dándole a cambio un par de esos nuevos créditos. Y explicó qué eran.
—¿Qué créditos?
—¡Ah! ¿No los has visto? —Y Stormalong buscó en sus bolsillos y encontró uno—. Ahora nos pagan. Con esto.
Era un billete de un crédito del nuevo Banco Planetario y Jonnie lo miró con interés puramente formal. Entonces su atención se fijó en el retrato. Un retrato suyo. Agitando un arma. No creía que el parecido fuera bueno y además lo turbaba un poco todo eso.
De modo que, continuó Stormalong, la vieja los había aceptado a causa del retrato. Y había puesto uno en la pared. Y se lo vendió al hombrecito gris por una navaja, porque tenía otro para reemplazarlo.
—Diría que pagó barata la navaja, si era tan bonita como dices —dijo Jonnie.
Bueno; eso era algo en lo que Stormalong no había pensado. Pero en todo caso el hombrecito gris había terminado su té y había guardado el billete de banco con todo cuidado entre dos piezas de metal, poniéndolas en un bolsillo interior. Después le había dado las gracias, había vuelto a la nave diciéndole algo a alguien que había adentro y subiendo. Avisó a la vieja mujer que no se acercara demasiado y cerró la puerta. Y entonces hubo una lengua de fuego y se elevó y luego, de pronto, se puso tan grande como el cielo y desapareció. Sí, como decía Jonnie, tal vez fuera un fenómeno de la luz. Pero no volaba como nuestras naves y tampoco teletransportada. No parecía ser psiclo, a causa de que el hombre era pequeño y gris.
Jonnie había quedado en silencio. ¿Otra raza? ¿Interesada en la Tierra ahora que los psiclos ya no estaban?
Miró del otro lado del lago, desconcertado. La tormenta iba ascendiendo cada vez más.
Bueno; fuera como fuera, continuó Stormalong, ésa no era la razón de que estuviera allí. Se puso a rebuscar en una bolsa que llevaba para los mapas.
—Es una carta de Ker —repuso Stormalong—. Y dijo que tenía que traértela personalmente y no permitir que saliera de mis manos. Le debo favores y dijo que si no la recibías todo se derrumbaría. Aquí está.