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En el crepúsculo selvático de la media mañana, se reunieron con el otro remolque. Era el comienzo de la sucesión de contratiempos que los perseguiría ese día.
Rodando en la oscuridad, el otro remolque había llegado junto a un río, uno de los muchos que atravesaban esta selva con un derrotero más o menos occidental. La dirección de su viaje había sido hacia el sudeste. El conductor, posiblemente agotado, no había disminuido la velocidad. Estos vehículos de superficie podían correr sobre el agua si era razonablemente tranquila, porque los sensores que tenían debajo percibían tanto el agua como el suelo. Un motor de teletransporte no colocaba el peso del vehículo en la superficie, sino que lo mantenía suspendido. Pero el conductor debía haber golpeado un montículo de la orilla y cuando tocó el agua el vehículo estaba desequilibrado, de modo que ahí estaba, con la nariz sumergida en el agua, inservible.
Ahora la tripulación estaba sentada en la plataforma volante, debajo de los árboles. La habían hecho despegar, sacando el mortero, y se habían colocado en postura defensiva. Estaban muy contentos de ver a Jonnie. Los cocodrilos cubrían toda la orilla, frente a ellos, y un anillo de bestias rodeaba la plataforma volante. Nadie se había atrevido a disparar por miedo a llamar la atención del convoy.
Jonnie hizo lugar en su remolque para la segunda plataforma y cubrieron volando esa corta distancia. El rugido de los motores y el bramido y rugido de los cocodrilos eran ensordecedores, y Jonnie temía estar lo bastante cerca de la cola del convoy como para atraer su atención.
Dejaron el remolque semisumergido donde estaba y, sobrecargados con dos plataformas y dos morteros, cruzaron el río y continuaron la persecución.
Poco después el camino mejoró, debido posiblemente a un cambio en la composición del suelo. Cogieron velocidad. Entre la cola del convoy y ellos había habido una distancia de doce a quince horas de viaje. Pero un convoy tiende a ser más lento que un vehículo solo, especialmente en un terreno tan malo.
A comienzos de la tarde viajaban a tanta velocidad, que no vieron que más adelante se aclaraba la vegetación. Abruptamente, salieron de la selva y se encontraron en una ancha sabana.
¡Tres millas más adelante estaba la cola del convoy!
Rogando que no los hubieran visto, hicieron una vuelta en U y regresaron bajo los árboles.
Jonnie los dirigió hacia el este siguiendo el delgado borde de la selva, sobre terreno muy escarpado. Allí se detuvieron.
La sabana que tenían delante estaba cubierta de hierbas y algunos arbustos. Aquí y allá unas plantas semejantes a cardos punteaban el ancho espacio.
Jonnie se subió al techo del coche para ver mejor. ¡Ajá! El desfiladero donde habían preparado la emboscada estaba frente al convoy. Ahora entraba en él el tanque guía. Ese barranco parecía un corte a través de la estribación sur de una cadena de montañas.
¡Montañas! Hacia el nordeste, con sus coronas por encima de las nubes, se levantaban dos picos enormemente altos. ¿Era aquello nieve y hielo?
Había otra cosa extraña. De pronto Jonnie lo comprendió. ¡No llovía! Había nubes, estaba muy caluroso y húmedo, no había demasiado sol, pero no llovía.
Los rusos murmuraban mirando él convoy. Era impresionante. Más de cincuenta vehículos, la mayor parte de ellos remolques cargados hasta el máximo de su capacidad con municiones, combustible y gas respiratorio. Avanzaban como una enorme serpiente negra. ¡Tres tanques…, no, cinco! El que iba delante era un Basher. «Abrámonos camino hacia la gloria». Un vehículo blindado casi invulnerable. Había otro tanque en el centro y tres en la retaguardia. Ahora que habían apagado su motor, el rugido de ese convoy a la distancia era como el trueno.
Si la emboscada estaba preparada, el baile se iniciaría cuando todo el convoy hubiera entrado en el desfiladero y el mortero que tenían delante les cerrara el camino.
Jonnie se volvió hacia el oficial ruso que había llevado consigo. El hombre apenas hablaba algo de inglés, pero, mediante gestos y un pequeño mapa dibujado en el suelo, Jonnie consiguió hacerle comprender lo que quería de él. El lado sur del desfiladero terminaba en un promontorio. El lado derecho era una colina empinada, un acantilado en realidad. Si una de las plataformas volantes conseguía colocarse detrás de ese promontorio y esperaba a que todos los vehículos estuvieran en el barranco, podría disparar bombas hacia el extremo del acantilado e iniciar una avalancha que cerraría la salida trasera.
El ruso lo entendió. Él y su gente partieron en la plataforma volante, volaron por el borde interior de los árboles y desaparecieron.
Jonnie observó atentamente el convoy. Se estaba metiendo dificultosamente en el barranco. Ésta era una batalla «campal», del tipo de las que había leído en los libros de los hombres. Cuando todo el convoy estuviera en el desfiladero, los emboscados cerrarían el camino al frente y el mortero que acababa de enviar lo cerraría por detrás. Tendrían una pendiente pronunciada a su derecha y un acantilado a su izquierda. No podrían girar. Y sólo tenían que volar por encima de ellos y pedirles que se rindieran y todo habría terminado. Era tan sencillo como todo eso. Pero las batallas campales rara vez salían tal como se habían planeado, como descubriría poco después.
Esperaron a que el convoy hubiera entrado. Hubo una visión momentánea de la plataforma que habían enviado, cuando ésta tomó posición. Perfecto. Ahora todo lo que tenían que hacer era esperar a que entrara el último tanque. Ahora la cabeza del convoy ya no se veía. Estaba casi por completo dentro del barranco.
Y entonces, ¡blam! El mortero emboscado disparó: ¡blam, blam, blam! Pero los tres últimos tanques todavía no habían entrado.
Jonnie se arrojó sobre el cuadro de mandos de la plataforma volante. Su tripulación de cuatro hombres se preparó para ayudarlo.
La plataforma volante se levantó en el aire y los dedos de Jonnie danzaban sobre el tablero rudimentario. La levantó a unos mil pies, al sur del camino y cerca de la linde de la selva.
Ahora veía la cabeza del convoy. Una avalancha rugiente caía sobre el camino, atravesándose frente al tanque Basher. Podía ver algunos rusos en un grupo de reserva, detrás del punto de la emboscada. Distinguió otros tres a lo largo de la cresta, a la derecha del convoy, a cientos de pies por encima de los vehículos.
El Basher procuró escalar la barrera, pero sus cañones no se elevaban lo bastante. Retrocedió y cargó contra el montón de rocas del que se levantaba el polvo como un geiser. La nariz del tanque se levantó y empezó a disparar.
Del tanque salió explosión tras explosión. ¡Debían de estar disparando bombas explosivas! Se elevaban en una curva brillante y caían en la zona en la que debía estar el puesto de mando de la emboscada. Pero el mortero seguía disparando.
Los tres últimos tanques del convoy retrocedían. ¡No había manera de cerrar este extremo!
Jonnie llevó la plataforma volante a medio camino entre la cola del convoy y los árboles. Ahora los tanques de retaguardia daban la vuelta. Sueltos por esa sabana serían muy difíciles de manejar, incluso con aviones. Sí, también eran Basher. No, un avión no podría con ellos.
A la cabeza del convoy el tanque volvió a embestir la barrera de rocas, probablemente para elevar las bocas de los cañones. El tanque que había en el centro del convoy disparaba hacia el punto donde se había preparado la emboscada, pero no podía disparar hasta la cresta, a causa de la excesiva pendiente.
—¡Empiecen a tirar árboles que se atraviesen en su camino! —aulló Jonnie a un escocés.
El escocés lo escuchó y movió el mortero. Los rusos, agarrados a la plataforma delgada e inclinada, empezaron a arrojar bombas mortales en el cañón rechoncho.
Dispararon una junto a un árbol gigantesco que había junto al camino, dentro de la selva, y el árbol empezó a derrumbarse.
En el borde de la selva caían bomba tras bomba de mortero. Empezaron a caer árboles en medio de altas columnas de polvo. Jonnie apuntaba el mortero haciendo inclinarse la plataforma.
Los tres tanques vieron cómo se cerraba frente a ellos el camino de salida. Sabían que no podían atravesarlo para meterse en la selva. Empezaron a abrirse en abanico por la sabana.
Sus cañones comenzaron a disparar, tratando de darle a la plataforma.
Jonnie movía el vehículo hacia todos lados. No era blindado. No era más que una simple plancha. Apenas había de dónde agarrarse.
Dunneldeen descendió como un rayo con el avión de combate. Debía haber estado a tres mil pies y fuera de la vista.
Gotas de fuego y mugre empezaron a caer alrededor de los tres tanques Basher.
De pronto, el convoy que estaba en el barranco empezó a juntarse más. Pensando evidentemente que volvía a estar en movimiento, los tres tanques giraron y fueron de prisa hacia la cola, descuidando su deber de protegerlo. Se metieron exactamente en la huella. Entonces se detuvieron también. Estaban tratando de disparar hacia arriba, al punto de la emboscada. No podían elevarse para alcanzar la cresta de la pendiente que tenían a la izquierda.
La otra plataforma volante abrió fuego.
Bombas de mortero explosivas chocaron en el acantilado, detrás del último tanque. Las rocas y el polvo saltaron por el aire. Se produjo una rugiente avalancha que cerró la salida de retaguardia.
El Basher que iba delante intentó otra carga contra las rocas que impedían su avance. En el preciso instante en que su nariz se levantaba, un mortero lo golpeó por debajo.
El Basher se levantó, rodó en un salto mortal hacia atrás y quedó cabeza abajo en el camino, indefenso.
Jonnie hizo una profunda inspiración. Estaba a punto de decirle a Dunneldeen que conectara el altavoz y exigiera la rendición, y buscaba su radio minera para hacerlo, cuando su suerte cambió.