7
Llegó el momento decisivo de la reunión bancaria.
Habían pasado cinco días.
Jonnie estaba sentado solo en la pequeña sala de reuniones que habían preparado y esperaba a los otros.
No dudaba ni por un momento que ésta sería la mayor batalla que hubiera librado nunca.
Siendo como era, Jonnie había sido incapaz de permanecer ocioso mientras Mac Adam y el barón Von Roth se preparaban.
Habían estado muy ocupados. Durante cinco días con sus noches, el zumbido del equipo de teletransporte se oyó en la explanada. Habían llegado y partido cosas desde la plataforma, oculta por las lonas.
Pero no conversaban por temor a que los oyeran y las únicas palabras que se escuchaban eran: «¡Apagar motores!», «¡No se aproximan aviones!», «¡Preparados!» y «¡Fuego!». En todos los casos en que alguien, sobre todo si eran emisarios o el hombrecito gris, se había acercado a las lonas o al corredor cubierto que conducía al refugio, habían sido rechazados perentoriamente por severos guardias bancarios. Todo lo que Jonnie consiguió sacar a Mac Adam fue:
—¡Más tarde, más tarde!
Ni siquiera Angus hablaba.
Tenía la idea de que esto llevaría varios días. El señor Tsung había dicho a Jonnie que las negociaciones financieras y bancarias eran cosas muy especializadas. Y había agregado una frase que quedó grabada en el cerebro de Jonnie: «El poder que sobre el alma de los hombres ejerce el dinero, sobrepasa todo lo imaginable».
El día después de la llegada de Mac Adam, antes del amanecer, Jonnie estaba volando. Había oído hablar de una universidad en las afueras de las ruinas de una vieja ciudad llamada Salisbury, a unas ciento setenta y cinco millas al sudeste de Kariba. Había tratado que sir Roberto lo acompañara, pero el viejo escocés estaba colgado de la radio, en la sala de operaciones, haciendo lo que podía por Edimburgo. En lugar de eso, Jonnie se había llevado un par de soldados chinos para espantar a los leones y elefantes cuando trataban de interrumpir sus estudios.
La universidad era una ruina, pero era posible distinguir la biblioteca entre el polvo y los desechos, porque su tejado y sus paredes habían resistido. Haciendo campamento entre las ruinas, Jonnie había estudiado paquetes congelados de tarjetas de catálogo y había encontrado con bastante aproximación lo que buscaba. Alguna vez había sido una biblioteca muy bien provista. Incluía montones de textos de economía, probablemente porque la nación relativamente nueva había tenido terribles problemas económicos. Los textos estaban en inglés y abarcaban la historia de la economía y la banca bastante bien.
¡El señor Tsung tenía toda la razón! Era una materia muy especializada. Y cuando alguien se equivocaba, como un chiflado llamado Keynes, con el cual todos se habían enfurecido, las cosas se complicaban muchísimo. Lo que Jonnie sacó de todo ello fue que el estado era para el pueblo. Había sospechado que era así como debía ser. Los individuos trabajaban, hacían cosas y las intercambiaban por otras cosas. Esto era más fácil de hacer con dinero. Pero el dinero en sí mismo podía manipularse. Los chinko habían sido grandes maestros, pacientes, y Jonnie sabía estudiar. Además, con un cerebro como el suyo, captaba las cosas a la velocidad de un relámpago.
Cuatro de aquellos cinco días los pasó con la cara metida en los libros y la nariz llena de polvo, mientras los guardias chinos espantaban mambas negras y búfalos americanos.
Sentado allí en la sala de reuniones, esperando a que llegaran los otros, tuvo la satisfacción de saber que, si bien no era un experto, tendría al menos idea del tema sobre el cual se libraría la batalla.
Entró sir Roberto, gruñendo y de mal humor, y se sentó junto a Jonnie. Aun cuando el hombrecito gris había indicado que la cosa iba entre sir Roberto y ellos, el jefe de guerra de Escocia sabía que esta batalla no la ganarían los claymore ni las hachas, y en lo que a él concernía era un asunto para expertos. Fundamentalmente, estaba preocupado por Edimburgo. Habían conseguido introducir comida y agua en los diversos refugios, utilizando mangas delgadas, pero sus esfuerzos por abrir túneles seguían provocando derrumbes. Ahora hacía días que habían estado perforando inmensos encofrados y la única esperanza era que esta vez no se derrumbaran.
Entraron Dries Gloton y lord Voraz. En el centro de la habitación habían preparado una mesa para cuatro y cogieron dos lugares a uno de los lados. Iban muy bien vestidos con sus trajes grises. Tenían los brazos llenos de papeles y carteras de ejecutivo, que dejaron sobre la mesa. Tenían todo el aspecto de tiburones hambrientos.
Ni Jonnie ni sir Roberto habían dado muestras de advertir su llegada.
—No parecen muy complacidos esta mañana —empezó lord Voraz.
—Somos gente de espada —repuso sir Roberto—. No tenemos nada que ver con los mercaderes del templo.
El súbito cambio al inglés de sir Roberto obligó a los hombrecitos grises a recurrir a sus vocalizadores.
—Al venir —explicó Dries Gloton— observé que había medio centenar de soldados con túnicas blancas y pantalones rojos alrededor de las trincheras.
—Una guardia de honor —dijo sir Roberto.
—Tenían un surtido de armas —advirtió Dries—. Y había un tipo inmenso que ciertamente parecía más un delincuente que un oficial a cargo de una guardia de honor.
—Yo que usted no permitiría que el coronel Iván me oyera —indicó sir Roberto.
—¿Comprenden ustedes —preguntó Dries Gloton— que si mataran a los emisarios y a nosotros, quedarían fuera de la ley? Saben dónde estamos. Tendrían aquí una docena de flotas que los harían pedazos.
—Es preferible luchar con flotillas que ser cortado con trozos de papel —murmuró sir Roberto, señalando las pilas de papeles que habían llevado—. Los rusos no serán una amenaza si ustedes dicen la verdad y se portan bien. Libraremos una batalla de ingenio y testarudez, pero es de todos modos una batalla y de las más sangrientas.
Lord Voraz se volvió hacia Jonnie:
—¿Por qué nos mira usted con tanta hostilidad, sir lord Jonnie? Le aseguro que personalmente abrigamos por usted los sentimientos más amistosos. Lo admiramos mucho. Debe creernos.
Parecía sincero y probablemente lo fuera.
—Pero la banca es la banca —recitó Jonnie— y el negocio es el negocio. ¿No es así?
—¡Por supuesto! —afirmó lord Voraz—. Sin embargo, el aprecio personal a veces toma parte en los negocios. Y en su caso sucede así. En los últimos días he tratado varias veces de encontrarlo. Es lamentable que no hayamos podido conversar antes de esta reunión. De hecho, somos sus amigos personales.
—¿En qué sentido? —preguntó fríamente Jonnie.
Un oso gris o un elefante hubieran retrocedido si Jonnie les hubiera hablado así, pero no lord Voraz.
—¿Comprende que cuando se vende un planeta, se venden con él a su gente y su tecnología? ¿No leyó el folleto? Usted y sus socios inmediatos quedan exceptuados en la venta, lo mismo que cualquier cosa que hayan inventado.
—¡Qué generoso! —masculló Jonnie, con frío sarcasmo.
—Como no hemos tenido oportunidad de hablar y los otros parecen retrasarse, podemos hablar ahora —indicó lord Voraz—. Hemos elaborado una oferta. Crearemos un departamento técnico en el Banco Galáctico y lo pondremos al frente de él. Construiremos una bonita factoría en Snautch… Es la capital del sistema, ¿sabe? Le daremos todo lo que necesite y un contrato vitalicio. Si la cifra que ya le he ofrecido le parece baja, podemos negociarlo. No le faltará dinero.
—Y el dinero lo es todo —murmuró Jonnie, mordaz.
Ambos banqueros quedaron escandalizados por su tono.
—¡Lo es! —exclamó lord Voraz—. ¡Todo tiene un precio! Cualquier cosa puede comprarse.
—Cosas como la lealtad y la decencia no pueden comprarse —recordó Jonnie.
—Joven —advirtió lord Voraz—, tiene usted mucho talento y otras muchas cualidades, no me cabe duda, pero en su educación se han omitido cosas de fundamental importancia.
—Yo no le hablaría en ese tono —le sugirió sir Roberto.
—¡Oh, lo siento! —rectificó lord Voraz—. Perdóneme. En mi esfuerzo por ayudar, me he dejado arrastrar.
—Eso está mejor —ladró sir Roberto, sacando la mano de la empuñadura del claymore.
—Verá —repuso lord Voraz—: Se supone que los científicos son alquilados por una compañía. Lo que el científico consigue pertenece a la compañía. Es desastroso para él tratar de andar solo y manejar sus inventos y sus asuntos. Todas las compañías, bancos y, por supuesto, gobiernos están totalmente de acuerdo con esto. Se cree que un científico retira tranquilamente su salario, entrega sus patentes a la compañía y sigue trabajando. Todo se ha arreglado de esa manera. Si tratara de hacer las cosas de otra forma, se pasaría la vida en los tribunales. Hasta ese punto están organizadas las cosas.
—De modo que lo que hace un zapatero le pertenece —dijo Jonnie—, pero los descubrimientos de un científico pertenecen a la compañía o al estado. Ya veo. Está muy claro.
Lord Voraz dejó pasar el sarcasmo o no lo advirtió.
—Me alegra tanto que lo comprenda. El dinero lo es todo, y todas las cosas y el talento están a la venta. Y ésa es la esencia, de la banca, el núcleo de los negocios. Un principio fundamental.
—Pensé que hacer dinero lo era —ironizó Jonnie.
—¡Ah, pero eso también, eso también! —dijo lord Voraz—. En la medida en que sea un beneficio honesto. Pero créame, la esencia…
—Me alegra tanto saber —siguió Jonnie— que la banca y el negocio tienen una esencia. Hasta ahora no había logrado detectarla.
—¡Ay, caramba! —exclamó lord Voraz—. Ahora es usted sarcástico.
—Cualquier cosa que destruya a la gente decente carece de esencia —dijo Jonnie—. Y en esto incluyo a la banca, al negocio y al gobierno. Todas estas preocupaciones pueden existir si se relacionan con la gente. ¡Si sirven a los deseos y necesidades del ser ordinario!
Lord Voraz lo miró inquisitivamente. Pensó un rato. Había algo en lo que decía sir Jonnie… Se dio por vencido. Él era un banquero.
—Verdaderamente es usted un joven peculiar —añadió lord Voraz—. Tal vez cuando haya madurado lo bastante como para comprender las cosas del mundo…
El nerviosismo de sir Roberto terminó con la llegada de Mac Adam y el barón Von Roth.
—¿Quién es un joven peculiar? —preguntó el barón—. ¿Jonnie? Claro que sí. ¡Gracias a Dios! Veo que ustedes dos han llegado temprano —dijo a Dries y a lord Voraz—. ¡Jamás vi a nadie tan ansioso por recoger su libra de carne! ¿Empezamos?