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¡Desastre!
Mezclada con la charla de los psiclos del convoy, pero clara a causa del tono alto, la voz aflautada de Bittie decía: «¡Aquí no hay nadie que hable ruso! ¡Sir Jonnie! ¡No hay nadie para decirles nada a los rusos!».
—¿Qué ha pasado? —ladró Jonnie.
—Sir Jonnie, los disparos del tanque han barrido el puesto de mando. Sir Roberto, el coronel Iván y los coordinadores están sin sentido. Yo estaba debajo de un montón de lonas. Se lo hubiera dicho antes, pero… —y gimió— no podía encontrar mi radio.
Después, estática y una confusión de voces psiclo en la misma longitud de onda.
Jonnie hizo moverse la plataforma volante hacia el norte del barranco y detrás, utilizándolo para protegerse.
Debajo, en el barranco, el convoy obturaba el camino. No podía girar. No podía escapar, Pero tampoco podían ellos disparar sobre toda esa munición, combustible y gas respiratorio, sin nacer volar todo a una milla de altura.
Los soldados rusos que estaban arriba sólo disparaban unos pocos tiros. Sólo había tres en la cresta. Los psiclos debían haber pensado que allí no había nadie.
Por la radio minera surgía un alud de órdenes.
De pronto los psiclos bajaron de sus vehículos, cogiendo rifles explosivos. Se alinearon a lo largo del pie del barranco, con sus máscaras respiratorias puestas.
Más órdenes psiclo.
La línea de enormes cuerpos se adelantó. Hasta la cresta había cuatrocientas yardas o más, de terreno muy empinado. ¡Iban a lanzarse sobre la cresta!
Pero todavía no se había producido un verdadero desastre. Dunneldeen ocupaba su lugar en el cielo. Era evidente que todo lo que tenía que hacer era esperar a que esos psiclos estuvieran a mitad de camino de la pendiente para apuntar sus cañones y aturdidos.
Volvió a escucharse la voz de Bittie: «¡Los rusos no entienden! ¡Se lanzan sobre la cresta!».
Jonnie levantó un poco más la plataforma para ver. El propio Bittie parecía confundido. No tenía nada de malo que los rusos dominaran la larga cumbre del lado izquierdo del barranco. En realidad, sería mejor que lo hicieran.
Sí, el grupo de reserva de unos treinta rusos corría por detrás de la cresta con sus rifles de asalto preparados. La hilera de psiclos que se acercaba estaba a unas cien yardas camino arriba y todavía le quedaban por escalar unas trescientas yardas de pendiente muy empinada.
En pocos minutos más, cuando aquellos psiclos estuvieran lo bastante lejos de sus vehículos, Dunneldeen podría pasar con sus cañones y dejarlos inconscientes.
La voz de Bittie: «¡Estos rusos están furiosos por lo del coronel Iván! ¡Creen que está muerto! ¡No quieren escuchar!».
Jonnie hizo bajar la plataforma detrás de los rusos y saltó. Empezó a caminar hacia el acantilado. Los rusos ya habían llegado y varios disparaban contra los psiclos.
—¡Dejen eso! —les gritó Jonnie—. ¡Aquel avión se ocupará de ellos!
Ni un solo ruso se volvió en su dirección. Miró desesperado a su alrededor buscando a uno de sus oficiales. Pero el hombre gritaba a los psiclos y disparaba una pistola.
El oficial rugió algo a sus hombres. Éstos se pusieron en pie. ¡Buen Dios! ¡Iban a atacar!
Antes de que Dunneldeen pudiera hacer su vuelo, la pendiente estaba atestada de rusos que atacaban gritando. ¡Estaban enojados, furiosos! ¡Se detenían, disparaban, corrían, se detenían, disparaban!
¡La pendiente era una sábana de llamas que subían y bajaban!
Los psiclos trataban de detener esta feroz avalancha. Los rifles de asalto martilleaban y flameaban. Los revólveres rugían.
Dunneldeen, imposibilitado de disparar sin matar rusos, se quedó quieto, indefenso, desesperado. Un paso y dejaría inconscientes a esos psiclos. ¡Los rusos estaban entre los psiclos, disparando sin cesar!
Los psiclos restantes trataron de regresar a sus vehículos, pero los rusos los acosaban.
Los inmensos cuerpos se derrumbaron pendiente abajo. Los grupos aislados trataban de defender su terreno. Los rifles de asalto disparaban formando ensordecedoras cortinas de ruido. Después, un último psiclo estuvo a punto de conseguir meterse en la cabina de su camión. Un ruso se arrodilló, apuntó y lo partió en dos.
Los rusos lanzaron vítores.
La pendiente quedó en silencio.
Jonnie examinó la ruina.
Más de cien cadáveres psiclo. Tres rusos muertos.
El humo se levantaba de las ropas que ardían todavía.
¡Desastre! ¡Estaban allí para capturar psiclos!
Jonnie descendió la pendiente. Encontró allí al oficial ruso, que tenía la evidente intención de disparar a cualquier psiclo que se moviera.
—¡Encuentre alguno vivo! —le gritó Jonnie—. No liquide a los heridos. ¡Encuentre alguno vivo!
El ruso lo miró con ojos enturbiados por el furor de la batalla. Viendo que era Jonnie, empezó a tranquilizarse algo. Trató de decir algo en inglés.
—¡Esto enseñará psiclo! ¡Ellos matan, coronel!
Finalmente, Jonnie consiguió hacerle comprender que deseaba encontrar alguno vivo. Ni los oficiales ni el resto de los rusos pensaron que esto fuera razonable. Por fin lo entendieron. Se pusieron a buscar entre los psiclos yacentes, dispuestos a encontrar alguno que respirara todavía, algo que podía determinarse por un ligero soplido en la válvula de la máscara respiratoria.
Finalmente encontraron cuatro que estaban heridos, pero vivos.
No podían mover demasiado los cuerpos de mil libras de peso, pero los incorporaron.
Apareció Mac Kendrick a medias caminando y a medias deslizándose por la pendiente. Miró a los cuatro y meneó la cabeza.
—Tal vez. No sé mucho de anatomía psiclo, pero puedo hacer que esa sangre verde deje de manar.
Uno de ellos tenía una túnica distinta de las otras. ¿Un ingeniero?
—¡Haga cuanto pueda! —dijo Jonnie a Mac Kendrick y cojeó pendiente arriba, hacia el punto de emboscada.
Bittie lo llamaba desde lo alto de una roca. Después bajó y desapareció detrás.
Jonnie se acercó y estudió la escena. El puesto de mando elegido era un hueco en las rocas y estaba destruido. El tanque Basher había acertado un disparo justo encima.
El equipo estaba destrozado. La radio hecha pedazos.
Bittie estaba arrodillado junto a sir Roberto, levantando su cabeza. Los ojos del viejo veterano pestañeaban. Estaba volviendo en sí.
Estaban aturdidos por el impacto. De sus oídos y narices salía un poco de sangre. Jonnie se acercó. Probablemente algunos dedos rotos, montones de contusiones. Nada serio.
Mojando un pañuelo con agua de una cantimplora, se puso al trabajo de hacer que reaccionaran Roberto el Zorro, el coronel Iván, dos coordinadores y un radiotelegrafista escocés.
Jonnie trepó a una roca y miró abajo, al desfiladero. El convoy estaba allí. Nada había estallado, de modo que los rusos debían de haber estado usando balas normales, no radiactivas. Pero no habían ido tras el material, sino tras los psiclos.
Tres rusos y Angus se ocupaban de abrir el tanque Basher, lo cual resultaba difícil porque estaba vuelto al revés, con lo cual los pestillos quedaban cerrados. Angus consiguió abrir un portillo lateral con una linterna. Los rusos miraron dentro. Jonnie formó una bocina con sus manos.
—¿Alguien vivo allí adentro?
Angus lo vio allá arriba, miró dentro del tanque y otra vez a Jonnie, sacudiendo la cabeza.
—¡Aplastado y ahogado! —gritó.
Sir Roberto se acercó a Jonnie, muy tembloroso y con la cara muy blanca. Jonnie lo miró.
Sir Roberto empezó a hablar y Jonnie le hizo coro.
—¡La incursión mejor planeada de la historia!