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En aquellas dos horas últimas, alguien más había estado ocupado. Sonaba otro tipo de música. Muy noble y majestuosa. A Jonnie le resultaba vagamente familiar y recordó que un cadete había encontrado una pila de lo que llamaba «discos», unas cosas grandes. Si se colocaba la espina de una rosa en una caja de papel en torno a una ranura infinita y circular y se ponía la oreja cerca, se escuchaba lo que parecían veinte o treinta instrumentos tocando; la antigua etiqueta que había en el disco, casi borrada, decía que el nombre de la pieza era «The Cleveland Symphony Orchestra. Lohengrin». Esta música se parecía bastante a esto, pero era más profunda, más llena, más impresionante. Jonnie sospechaba que el hombrecito gris había participado en aquello. ¿Algo proveniente de su nave? Por supuesto, era música para tocar a la llegada de los delegados.

Y algo más que debía provenir de la nave del hombrecito gris: había una pantalla, colocada de modo que se podía ver de través, que rodeaba la plataforma de disparo y el doctor Allen estaba dando los últimos toques a su colocación.

—Control de enfermedad —dijo crípticamente al pasar Jonnie.

Los sudorosos ingenieros chinos salieron arrastrándose del agujero de un conducto, con caras alegres. Ahora ya tenían el aire circulando, de entrada y salida. El humo ya se había disipado. Eso era bueno, pensó Jonnie. En el momento de la coincidencia de espacios y sobre todo durante el retroceso, un montón de atmósferas distintas atravesarían la plataforma.

Y también había cambiado la multitud de refugiados chinos de la aldea. Tal vez hubieran perdido su aldea, pero habían salvado sus posesiones y las habían diseminado por allí. Ahora aquel informe alud había desaparecido. Los niños y los perros estaban muy quietos en los agujeros producidos por la artillería, y los padres y otros que no tenían nada urgente que hacer estaban de pie por los alrededores. Llevaban puestas lo que debían de ser sus mejores ropas.

Una guardia de honor salió de un refugio y terminó de arreglarse con un tironcito por aquí y una hebilla por allá. Eran seis, de diferentes nacionalidades y todos llevaban sus mejores uniformes. No tenían armas, sino los mástiles de unos pendones: Un caballero chino de edad…, no, era un comunicador budista vestido para parecer chino, con una túnica de seda con dibujos y una gorra pequeña…, tomaba posición a la cabeza de la guardia de honor. Por supuesto, era alguien que hablaba psiclo para saludar a los visitantes, pero parecía un dignatario.

Faltaban tres o cuatro minutos para que apareciera el primero, y Jonnie fue hacia la sala de operaciones. No entró. El chico, Quong, salió corriendo hacia alguna parte y sir Roberto se asomó por la puerta y gritó:

—¡Y dile a Stormalong que traiga también aquel otro libro de reconocimiento!

El niño apenas interrumpió su carrera, asintiendo mientras corría.

Detrás de sir Roberto la sala de operaciones hervía de sonidos y movimiento, mientras la gente trabajaba.

Jonnie abrió la boca para preguntar cómo iban las cosas, pero sir Roberto le contestó antes de que pudiera hablar, sacudiendo la cabeza con desesperación:

—Están usando un nuevo tipo de bomba. A veces los cañones no pueden hacerlas estallar. ¡Y los imbéciles están incendiando ciudades desiertas! Nuestros vuelos de reconocimiento siguen funcionando. ¿Por qué querrían incendiar un lugar vacío llamado «San Francisco»? La última fotografía de vuelo de reconocimiento que obtuvimos mostraba a dos osos caminando por la calle. ¡Nos enfrentamos con imbéciles completos!

Jonnie hizo un gesto como para entrar, pero sir Roberto volvió a mover la cabeza.

—No puede hacer más de lo que estamos haciendo nosotros. ¿Ha pensado lo que vamos a decir a esos emisarios?

—No tengo ni idea —repuso Jonnie—. ¿No deberíamos traer al jefe del clan Fearghus?

—No, no —dijo sir Roberto—. No tenemos la menor posibilidad. Edimburgo está envuelta en llamas.

Jonnie sintió que se le contraía el corazón.

—¿Alguna noticia de Chrissie?

—Están abajo, en los refugios. Dunneldeen les está dando toda la cobertura aérea que puede.

Stormalong entró corriendo con un libro. Sir Roberto lanzó una mirada a Jonnie.

—Vaya a limpiarse un poco. ¡Y piense en algo para decirles! —empujó a Jonnie hacia su habitación y desapareció en la sala de operaciones. Cerró la puerta tras de sí de modo que los sonidos no llegaran a la zona de la plataforma.

Jonnie fue hacia su habitación. Cuando estaba a punto de internarse por el pasaje, el zumbido de los alambres, que se había estado escuchando por debajo de la música, se fue debilitando hasta desaparecer. Hubo una pausa y después un ligero retroceso.

El emisario hocknero estaba en la plataforma. Sin nariz, sosteniendo un monóculo sujeto a una varita, iba vestido con ropas resplandecientes. Junto a él había una canasta dorada.

Silbó una campana que había en la pantalla. El borde superior de la pantalla se iluminó con un resplandor púrpura. El hocknero cogió la canasta, miró en torno a través de su monóculo y bajó de la plataforma. La guardia de honor saludó e hizo flamear los gallardetes.

Se detuvo bien alejado de la cerca de control sanitario. Un mensajero cogió su canasta. El budista vestido de chino hizo una reverencia. En un tono altanero, el emisario hocknero dijo, en psiclo:

—¡Soy Blan Jetso, ministro plenipotenciario extraordinario del emperador de los hockneros, que su reinado sea largo! Tengo poderes para negociar y concluir enmiendas definitivas a acuerdos p tratados en todos los campos políticos o militares. Mi persona es inviolable y el hecho de que se me moleste elimina cualquier acuerdo. Cualquier intento de retenerme como rehén será inútil y mi gobierno no me rescatará. Ante la amenaza de tortura o extorsión, se les advierte que me suicidaré inmediatamente por medios que os son desconocidos. No soy portador de ninguna enfermedad ni de ningún arma. ¡Larga vida al imperio hocknero! ¿Y cómo están ustedes?

El comunicador vestido con ropas chinas hizo una reverencia y, en un breve y rápido discurso de bienvenida, le dijo que la conferencia empezaría tres horas después y lo condujo a un apartamento privado donde podía descansar o refrescarse.

Jonnie tenía la sensación de que estas llegadas serían más o menos iguales, sólo distintas en cuanto a las razas, personas y ropas.

Estaba tratando de pensar algo para decir a los emisarios. Era algo molesto que sir Roberto infiriera que era cosa suya. Cuando aquel canoso veterano se quedaba sin ideas…, pero debía de estar terriblemente angustiado por lo de Edimburgo. Jonnie también lo estaba.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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