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Desde su regreso a la mina africana, Jonnie tenía problemas para dormir por la noche. Daba vueltas y saltaba en la inmensa cama psiclo de la habitación subterránea que ahora usaba, incómodo en la oscuridad sofocante y húmeda, revisando una y otra vez los pasos y el planeamiento de los acontecimientos recientes, viendo en qué se había equivocado y dónde debería haber hecho otra cosa. La vida de un niño parecía un precio excesivo a pagar por la información que necesitaban.
Sir Roberto no estaba allí. Se quedó en Escocia organizando una defensa antiaérea del perímetro de Edimburgo. Mac Kendrick tampoco estaba. Había viajado a casa para ocuparse de la mudanza de su hospital subterráneo a un lugar más apropiado y para ver cómo se las arreglaba su ayudante. El coronel Iván estaba en Rusia.
A Stormalong lo habían hecho quedar porque temían que desearan vengarse de él por prestar sus ropas e identidad a la reciente empresa. Encontrándose desocupado, el noruego se había dedicado a inventariar el «equipo volante»…, nombre que había aprendido en alguna parte o inventado para designar a los aviones.
Gracias a los esfuerzos de Stormalong, Jonnie había empezado a adivinar la verdadera característica de su base africana. Como embarcaba poco volumen de metal (en ese lugar casi habían agotado el tungsteno), no tenía aquellos enormes transportes, lo que hacía necesario trasladar en camión el combustible y el gas respiratorio, desde el ramal de la selva Ituri. Pero esta central africana tenía una gran variedad de otro tipo de avión, lo que había llevado a Stormalong a pensar que la base tenía también una función defensiva. Según algunos viejos manuales psiclo que habían encontrado, parecía que en caso de ataque a la mina cercana a Denver, esta base africana tenía la función de realizar un contraataque para tomar por sorpresa al enemigo. Y eso era exactamente lo que estaban haciendo esos psiclos cuando los aniquilaron.
A Stormalong le intrigó muchísimo encontrar varios tipos de material volante que jamás había visto antes y que no estaban registrados en los manuales psiclo ordinarios. Sin embargo, no eran exactamente aviones de combate. Parecían máquinas de doble propósito traídas para realizar una tarea específica y que después, una vez realizada la tarea, habían sido trasladadas simplemente a la parte trasera del hangar y olvidadas…, lo que era bastante característico de la política de la compañía. Demasiado costoso o demasiado problemático llevarlas de regreso a Psiclo.
Según los cuadernos de bitácora encontrados en ellas, habían sido utilizadas para «agotar» una enorme cantidad de material que se había encontrado en órbita alrededor del planeta; circunstancia extraña en la experiencia psiclo. Algunos de los metales que había en esos objetos eran invalorables, a causa de su escasez en todas partes, y la compañía había dado el paso poco habitual de enviar algunas máquinas.
Si las puertas eran adecuadamente herméticas debido a los motores de teletransporte que no dependían del aire para elevarse, cualquier avión de combate normal podía volar hasta la Luna y regresar sin demasiados problemas. Pero no estaban equipados para extraer en el espacio. Mientras se volaba en un vacío, era imposible coger o arrojar objetos de un avión de combate. De modo que alguna fábrica de Psiclo, o de algún planeta dominado por Psiclo, había modificado unos aviones de combate de la marina muy pesados y blindados. Con esclusas de aire y pinzas manejadas a control remoto, podían volar junto a algún objeto del espacio, acercarse y cogerlo. En las asas de estas cosas quedaban todavía fragmentos de objetos recobrados, trozos que se habían desprendido, como matrículas. Una ponía «NASA» y Stormalong trató de buscarla en las listas planetarias y no pudo encontrarla. En consecuencia, llegó a la conclusión de que alguna vez había sido algo local.
Jonnie había contemplado estas viejas reliquias con cierta indiferencia. Los goznes de las puertas estaban deteriorados. No se podía esperar que un gozne durara mil cien años y siguiera siendo útil, señaló. Todas las articulaciones de grúas y puertas estaban demasiado rígidas para funcionar correctamente. Había incluso en ellas algunos nidos de arañas y las arañas habían cenado, durante generaciones, con otra especie de insecto que a su vez se había cenado los tapizados. Todo estaba hecho un lío. A Jonnie le había interesado más otro aparato que llevaba un cañón explosivo.
Pero Stormalong, que disfrutaba de cierto ocio, mecánicos recién entrenados y tres pilotos, además de talleres surtidos, había puesto en funciones estas reliquias. Había incluso pintado una antorcha encendida a cada lado de la nariz del aparato. Decía que eran un símbolo de libertad. Jonnie tuvo que admitir que Stormalong era bastante artista. Pero en su fuero interno esperaba que el símbolo no predijera que la cosa iba a caer envuelta en llamas.
Al no detectar el entusiasmo esperado, Stormalong había señalado:
—¿Tienes alguna otra cosa que pueda subir a visitar esas cosas que están en órbita a cuatrocientas millas de aquí?
Hacía ya algunos días que había cuatro brillantes objetos en órbita. Primero había habido uno, después dos y ahora cuatro.
—¡Visitarlos! —exclamó Jonnie, sobresaltado—. ¡Esta cosa ya no tiene siquiera cañones!
—Volvemos a ponerlos —sugirió Stormalong—. Y ahora funcionan todas las pantallas e instrumentos. Había de sobra.
—Será mejor que lo pruebes con una mochila propulsora al alcance de la mano —propuso Jonnie.
—Ya lo hice —dijo Stormalong—. Ayer. Los botones del cuadro de mandos son un poco anticuados, pero vuela muy bien.
—¡Bueno; no vueles hasta esos objetos! —dijo Jonnie.
—¡Oh, no lo hice! —contestó Stormalong—. Sólo tomé fotografías.
Las tenía. Uno era una nave grande con un diamante en forma de puente y un montón de bocas de cañones explosivos. Otro era un cilindro con una cubierta de control en el extremo chato. Otro era una cosa que parecía una estrella de cinco puntas con una especie de cañón en cada punta. Y el cuarto era una esfera Con un anillo alrededor.
—¡Eh! —exclamó Jonnie—. Ese último responde a la descripción de la nave del hombrecito gris, aquella con la cual chocaste sin chocar.
—Precisamente —dijo Stormalong—. Estamos bajo vigilancia.
Jonnie sabía que lo estaban. Ningún enemigo tenía el monopolio. Habían cambiado a Cornwall el esquema y control de los vuelos de reconocimiento y allí tenían repetidores. Doce vuelos, que circundaban lentamente el globo, pasaban cada pocas horas por la mina americana. También estaban grabando los objetos en órbita, aunque no tan bien porque los aviones de reconocimiento miraban más bien hacia abajo. No, un enemigo potencial no tenía el monopolio. Y las defensas de superficie también estaban alertadas. Pero era una defensa mínima y Jonnie lo sabía.
Esa noche no había dormido en absoluto. Dunneldeen tardaba en enviar las primeras grabaciones de las actividades de Terl y Jonnie no sabía siquiera si conseguirían grabaciones. Estaba prohibido hablar por radio sobre su proyecto. Se hallaba en la oscuridad.
Finalmente se levantó inquieto y se puso a dar vueltas. Después salió del complejo. Caluroso, bochornoso. Junto al lago rugía un león. El cielo estaba nublado. De pronto se sintió invadido por el deseo del aire fresco y de la contemplación de las estrellas.
A un lado había un par de aviones de combate listos para salir si era necesario, pero eran elementos de defensa. La antigua reliquia reparada por Stormalong estaba cerca: un verde lúgubre en el resplandor de las luces del complejo. Obedeciendo un impulso, deseando hacer algo que no fuera meditar, fue a buscar al oficial de servicio, le dijo adonde iba y se puso una máscara y un traje de vuelo.
Era verdad que los controles resultaban anticuados. Los botones de elevación equilibrada eran mayores y estaban en otro lugar. Los controles de los cañones habían sido cambiados de lugar para dejar espacio para los controles de grúa. ¿Y eso qué? Se puso una mochila propulsora ajustándola bien, cerró herméticamente las ventanas y levantó la vieja ruina hacia el cielo.
Atravesó el nublado y allí estaban las estrellas. A Jonnie siempre le producía estremecimientos volar. Desde aquel primer día fascinante no había perdido esa capacidad. El cielo negro y las estrellas brillantes, una media luna, algunos picos cubiertos de nieve que levantaban sus coronas por encima del nublado. Jonnie sintió disminuir parte de su tensión.
Sencillamente, lo disfrutaba. Hacía más frío.
Por puro hábito estudió las pantallas. ¡Algunas señales! Miró a través del parabrisas para hacer un control visual. Allí debía de haber cuatro objetos en órbita. No, había cinco. Había un nuevo objeto aproximándose a los otros cuatro. Todos eran más brillantes y más estables que las estrellas. Más o menos unas cuatrocientas millas.
Lo último que haría sería subir a «visitarlos». Allá había naves desconocidas; aquí estaba manejando una nave relativamente insegura. No tenía apoyo. Y aun cuando esta vieja reliquia pudiera volar hasta la Luna y volver, no necesitaba incidentes adicionales en ese momento, muchas gracias.
Pero tal vez pudiera obtener fotografías mejores. Las de Stormy, tomadas a la luz del día, no habían salido nítidas a causa del ultravioleta. Levantó el avión a doscientas millas, acercándose a los objetos, su atención puesta sobre todo en preparar los grabadores.
¿Qué era eso? ¿Un relámpago que salía de la quinta nave? Sí. ¿Otro? ¿Le estaban disparando?
Listo para tomar una acción evasiva, vio de pronto una confusa serie de relámpagos que salía de uno de los cuatro objetos y un estallido de luz en el quinto. ¡Eh! ¡La quinta nave estaba disparando a una de las cuatro originales y ésta respondía!
Rápidamente tocó los viejos controles y acortó la distancia a unas ciento cincuenta millas. Estaba tan ocupado en hacer funcionar los grabadores, que no advirtió que se lanzaba sobre esas naves a la velocidad supersónica máxima.
¡Sorprendente! La quinta nave y una de las cuatro originales estaban luchando realmente. Había estelas explosivas con nubes azul-verdosas y rojas entre medio. ¡Explosiones anaranjadas de los blancos!
De pronto vio que estaban aumentando enormemente de tamaño en sus pantallas. Un digital con números psiclo contaba la distancia en disminución. Setenta y cinco millas.
Un instante antes de que oprimiera el control de mandos para girar, los disparos entre las naves cesaron de pronto.
Jonnie puso su viejo aparato en caída vertical y se alejó de allí. Ésa no era su guerra; no sabía siquiera si sus cañones funcionaban.
A unas cien millas por encima de la superficie terrestre, disminuyó la velocidad. Al volver a equilibrarse estaba a una altura de unas cincuenta millas.
Miró hacia atrás. Ahora no disparaban. Estaban allí simplemente. El quinto objeto parecía haberse acercado a los otros.
Jonnie meneó la cabeza. Éste no era el momento de hacer cosas locas, inesperadas. Había estado a punto de hacer lo que había advertido a Stormy que no hiciera: una visita.
El viejo aparato en que volaba se había calentado a causa de la fricción del aire. Estaba construido como para soportarla, pero había subido para gozar de un poco de aire fresco y ahora la cabina estaba caliente. Si hubiera querido subir realmente debía haber cogido un avión de combate normal, asegurándose de que las puertas cerraran herméticamente, y también de que sus cañones estaban cargados y en buen estado de funcionamiento. ¡Sir Roberto no hubiera estado orgulloso de él!
Otra señal en las pantallas. Muy abajo, a cien mil pies de altura. ¿Algo que llegaba de Escocia? ¿De América, cruzando el polo?
Con cabina recalentada o sin ella, bajó para interceptar e identificar. Encendió el canal del comando local y en ese momento se escuchó una voz proveniente del avión cercano:
—¡No dispares! ¡Me casaré con tu hija!
Era Dunneldeen.
Jonnie rió. Era la primera vez que reía desde su regreso de América.
Hizo girar la vieja nave y voló detrás de Dunneldeen, mientras el escocés bajaba rugiendo en dirección a la mina.