4

El piloto de escolta que acababa de aterrizar tampoco comprendía qué había sucedido y estaba tratando de explicárselo al coordinador, que no hablaba alemán. Jonnie preguntó al alemán si había grabado la acción, y éste dijo que sí. Jonnie explicó a ambos —en inglés al coordinador y en psiclo al piloto— que se trataba de un ingenio en la nariz de aquella nave patrullera escondida allá. Y que lo mejor que podían hacer era reunir a esa gente y llevarla a un recinto de estas ruinas y explicarles y pasarles los discos, de modo que no fueran a pensar que el lugar estaba lleno de demonios. Tranquilizarlos. Más tarde podrían ofrecerle la recepción.

La gente seguía al coordinador a un interior cercano. Jonnie se acercó al tolnepa.

La criatura ya estaba consciente. Sus ojos, sin la máscara, parecían los de un ciego. Veían en una banda luminosa distinta y necesitaban filtros correctores. Jonnie miró a su alrededor, encontró la máscara medio rota y, manteniéndose alejado de los dientes de la criatura, la dejó caer sobre sus ojos. Trató de morderlo.

Jonnie se puso en cuclillas y dijo:

—Ahora empezarás con tu relato: la larga y triste historia de tu juventud, de cómo las circunstancias te llevaron al crimen y cómo ese camino te condujo a este lamentable final.

—¡Se burla de mí! —ladró el tolnepa.

—¡Ah! —repuso Jonnie—. Hablamos psiclo. Muy bien. Continúa con tu historia.

—¡No le diré nada!

Jonnie miró a su alrededor. Desde la parte superior del inmenso palacio al valle, había una buena distancia. Eligió cuidadosamente el sitio y lo señaló.

—Vamos a llevarte allá arriba y a dejarte caer. ¿Ves aquel lugar, justo al final de aquel gablete?

El tolnepa rió:

—¡Ni siquiera me rasguñaría!

Jonnie se quedó un rato pensativo.

—Bueno: en realidad no somos enemigos tuyos, de modo que volveré a conectar los cables de tu nave, pondré dentro un pequeño control remoto que tengo y te enviaré de regreso a la nave guerrera Vulcor.

El tolnepa se quedó callado. Era un silencio más bien sobresaltado.

—De modo que será mejor que me ponga a trabajar con el control remoto… —Y Jonnie se puso en pie como para ir hacia su avión.

—Espere —dijo el tolnepa—. Realmente no haría eso, ¿no es verdad? ¿Devolverme a mi nave?

—Por supuesto. ¡Es la única cosa civilizada que podemos hacer!

—¡Podridos psiclos inmundos! —gritó el tolnepa—. ¡Harían ustedes cualquier cosa! ¡Cualquier cosa! ¡No hay límites para su asqueroso sadismo!

—¿Por qué? ¿Qué le harían?

—Me fusilarían y usted lo sabe. Y me quemaría en la fricción del aire.

—Pero ¿por qué no iban a quererte? —preguntó Jonnie.

—¡No juegue conmigo! —advirtió el tolnepa, furioso—. ¿Cree que soy estúpido? ¿Cree que ellos son estúpidos? Observo que no menciona la posibilidad de rociarme con polvo de virus para infectar a la tripulación. ¡Es usted un demonio! Tosiendo hasta destrozarme los pulmones durante el camino hacia allí, retorciéndome en agonía mientras caigo, quemándome lentamente milla tras milla con el aumento del calor de la fricción. ¡Váyase al infierno!

Jonnie se encogió de hombros.

—Es lo más civilizado —dijo, y volvió a caminar en dirección al avión.

—¡Espere! ¡Espere, le digo! ¿Qué desea saber?

De modo que Jonnie se enteró de los trabajos de este doble-insignia Slitheter Pliss y su medio-capitán Rogodeter Snowl, y de lo estúpido que era no dejar ganar en el juego a un superior en el mando. Se enteró de otras muchas cosas irrelevantes, y después el doble-insignia dijo:

—Por supuesto que Snowl no se lo ha dicho a la tripulación, porque se atribuirá el mérito, pero se rumorea que hay una recompensa de cien millones de créditos para el que encuentre a ése.

¿Qué ese? —preguntó Jonnie.

Pero el doble-insignia Slitheter Pliss no tenía nada más que agregar sobre eso. Explicó que estaban esperando para asegurarse, pero que de cualquier manera la fuerza combinada atacaría en masa. Los comandantes de las naves observaban las pantallas visoras para repartir el botín y pensaba que Rogodeter Snowl ya había obtenido la gente del planeta, aunque Snowl mentía tan a menudo que no se podía estar seguro. Pero lo que sí era seguro era que necesitarían transportes y que tal vez tendrían que ir a casa a buscarlo. ¿Su casa? ¿Había observado alguna vez una estrella brillante…, en realidad una estrella doble? Desde aquí debía verse muy brillante. Desde este ángulo, la constelación que estaba encima parecía una caja cuadrada. Bueno: ésa era su casa. El noveno planeta de los anillos. Los tolnepas tenían sólo un planeta. Hacían incursiones a otros planetas. Esclavos.

Parecía ser todo por el momento, de modo que Jonnie le dijo que no lo enviarían de regreso a su nave. Al menos, no por el momento. Jonnie había leído que una vez que un tolnepa mordía, necesitaba seis días para volver a acumular veneno. De modo que consiguió una botella para muestras de minería, cogió una alfombrilla del avión y ordenó al tolnepa que la mordiera varias veces. Resignado, el tolnepa obedeció. Jonnie puso la alfombrilla en la botella, tapándola con cuidado. Mac Kendrick conocía antídotos contra la mordedura de las serpientes. Tal vez pudiera inventar uno contra las mordeduras tolnepas.

Había aterrizado otro avión escolta. Llevaba copiloto. Al pie de la montaña había una mina, ya destruida, pero que debía conservar un transporte de metal. Ellos tenían combustible sobrante, de modo que Jonnie los mandó a revisar y traer el transporte. Iba a llevarse de regreso a ese tolnepa y la nave patrullera. También les pidió que revisaran qué podía ofrecer la mina en forma de transportes de pasajeros.

Jonnie miró el cielo vespertino. No veía nada en órbita, pero cuatrocientas millas de distancia y la luz del día ocultarían necesariamente cualquier cosa. Un día complicado.

El coordinador y el piloto alemán habían mostrado las imágenes y habían llevado a la gente a ver la nave, para explicarles cómo funcionaba el cañón. Ahora ya se apartaban. Regresando hacia Jonnie que estaba de pie junto al avión, se encontraban al alcance.

De pronto, como si se hubiera dado una señal, cayeron de rodillas e inclinaron la cabeza hacia el suelo. Y se quedaron allí.

Jonnie ya había visto la suficiente cantidad de gente derrumbada en el mismo día.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó al coordinador.

—Están profundamente avergonzados. Planeaban un gran recibimiento para usted y todo salió mal. Pero además —señaló el coordinador— le han tomado mucho respeto. Ya lo tenían, pero ahora…

—Bueno; dígales que se levanten —ordenó Jonnie, algo impaciente. La adulación era algo que no deseaba.

—Les ha salvado la vida o tal vez más —explicó el coordinador.

—Tonterías —dijo Jonnie—. Simplemente tuve suerte de haber estado usando un casco con orejeras. ¡Y ahora dígales que se pongan en pie!

El piloto alemán estaba cerca. Parecía que era el día de las situaciones incómodas. Estaba explicando a Jonnie una vez más que no se había atrevido a disparar: los cañones del Mark 32 habrían podido volar la mitad de ese palacio, haciéndolo derrumbarse sobre la gente y sobre Jonnie. Éste era un cuenco cerrado y el retroceso del cañón… Jonnie meneó la cabeza y lo despidió con un gesto de la mano.

El coordinador le estaba presentando jefes. Se adelantó un hombre pequeño de sonriente cara mongol, que llevaba un sombrero de pieles. Jonnie le estrechó la mano. El coordinador dijo que era Norgay, jefe de lo que quedaba de los sherpas. Eran famosos montañeros y solían conducir caravanas de sal a través de los Himalayas, llevándolas a Nepal, encima de la India. Solían ser muy numerosos, tal vez unos ochenta mil, pero ahora había sólo cien o doscientos; se habían escondido muy alto, en lugares inaccesibles. Había muy poca comida; aun cuando eran muy buenos cazadores, los animales eran escasos en las grandes altitudes.

Y éste era el jefe monje Ananda. El hombre llevaba una túnica amarillo rojiza. Era grande y tenía un rostro muy apacible. Era un tibetano y tenían un monasterio en las cuevas. Todos los tibetanos que quedaban en el país lo consideraban su jefe. Verá: incluso antes de la invasión psiclo los chinos habían echado a los tibetanos de su país y ellos se habían ido a otras tierras. Los chinos habían suprimido el budismo —Ananda era budista—, pero las cuevas eran muy difíciles de alcanzar, porque estaban en lo alto de un barranco, en una cumbre, y los psiclos nunca habían podido sacarlos de allí. Los tibetanos estaban muy hambrientos. No podían ir a lugares llanos y cultivar alimentos e incluso el verano último no habían podido cultivar mucho porque les faltaban semillas.

Y este hombre era el jefe Chong-won, jefe de los chinos que quedaban. ¿Sabía Jonnie que antes había seis u ochocientos millones de chinos? ¡Imagínese! Había otra tribu en el norte de China que se había refugiado en una antigua base defensiva de las montañas. ¿La base? Los chinos nunca la habían terminado. No era mucho. Sólo había cien o doscientos hombres en el norte de China. Pero el jefe Chong-won tenía trescientas cincuenta personas. Estaban en un valle que probablemente había sido minado y los psiclos nunca se les acercaban, pero apenas había comida. No había muchas cosas que se desarrollaran a esa altura. Terriblemente frío. No, no tenemos ningún problema para hablar con los chinos. Habían conservado muchos de sus registros de universidad y eran bastante instruidos. Hablaban mandarín, una vieja lengua cortesana.

Jonnie estrechó manos. ¡Ellos preferían inclinarse! De modo que él también se inclinó y esto gustó enormemente a los chinos.

—Hablando de lenguas —intervino el coordinador—, tienen un pequeño espectáculo para usted. Están todos aquí, de modo que ¿querría verlo?

Jonnie miró al cielo, algo inquieto. Allá arriba había una escolta, muy alerta. Él mismo no estaba demasiado lejos de su avión. Envió al alemán a quedarse junto al suyo. Sí, vería el espectáculo. Se sentía mal. Todas sus banderas estaban por el suelo y sus instrumentos musicales diseminados por el césped.

Ahora había unas ochenta personas con túnicas amarillo rojizas, colocadas en hileras prolijas. Eran parte de la gente del jefe monje Ananda. Al aproximarse, Jonnie vio que sus edades oscilaban entre los ocho y los cincuenta años. Todos llevaban las cabezas afeitadas. Eran niños, niñas, hombres y mujeres. Estaban tratando de mostrarse muy solemnes, sentados con las piernas dobladas debajo, pero en sus ojos había un resplandor de malicia. Frente a ellos había un viejo monje con un largo pergamino en la mano.

—La primavera pasada tuvimos problemas —refirió el coordinador—. Nadie, absolutamente nadie podía hablar con esa gente. Ni en la India ni en Ceilán —es una isla— ni en ninguna otra parte pudimos encontrar trazas de la lengua tibetana o de esta otra. Realmente miramos, pero lo hemos resuelto. ¡Escuche! —E hizo una señal al viejo monje.

El budista leyó una línea del pergamino. Todo el grupo cantó, como si se tratara de una sola voz, una canción, pero sin repetirla. ¡Era psiclo!

El viejo monje leyó otra línea. El grupo cantó la traducción en psiclo.

Jonnie no podía creerlo. El espectáculo siguió, siempre cantado.

—Está leyendo en una lengua que se llamaba «pali» —susurró el coordinador—. Es la lengua original en la que fueron escritos los cánones del budismo. Por alguna razón, el monasterio poseía una inmensa biblioteca de todos los dichos y palabras del Buda Siddharta Gautama, el hombre que inició esta religión hace unos tres mil seiscientos años. Están instruidos en esa lengua, pero es una lengua extinta. Conseguimos una máquina…

—… de instrucción chinko —terminó Jonnie— y les enseñamos psiclo.

—¡Y ellos lo han transferido al pali! Esa mina psiclo de allá abajo está medio destruida, pero tenía un diccionario y otros libros a prueba de fuego, y desde entonces han avanzado muchísimo. De modo que podemos hablar con ellos.

La cantinela proseguía. ¡Hablaban con acento chinko, como Jonnie y los pilotos!

—¿Le gusta esto, lord Jonnie? —preguntó en psiclo el jefe monje Ananda—. No sólo lo cantan, sino que también lo hablan realmente.

Jonnie los aplaudió con entusiasmo y ellos lo ovacionaron. Ya sabía qué iba a proponer aquí.

—¿Éstos son todos? —preguntó Jonnie.

No, había unos cuarenta más, pero bajar desde el monasterio era muy duro. Se necesitaban cuerdas, habilidad de montañeros y ayuda de los sherpas.

La idea de las palabras de paz de un maestro religioso, como las que había escuchado, traducidas al psiclo, que desconocía esos sentimientos, le parecía a Jonnie maravillosa.

Algunos músicos habían recuperado sus instrumentos y empezaron a tocar en unos cuernos, grandes y pequeños, y a batir tambores. Algunas mujeres habían encendido fuegos y calentaban sus escasos alimentos.

Los pilotos volvieron de la mina con un transporte de minerales. Jonnie consiguió ayuda y metieron la nave patrullera dentro del enorme avión y pusieron también adentro al tolnepa, bien maniatado.

—Hay muchos aviones allá —observó el copiloto de Jonnie—. Los escoceses que atacaron deben haber producido una explosión en el complejo. Deben de haber volado el gas respiratorio… Las cúpulas están hechas pedazos y diseminadas en cinco acres a la redonda. No se molestaron en volar las municiones y los depósitos de combustible. Los hangares están en un nivel más bajo. Hay entre ochenta y noventa aviones de combate. Algunos están chamuscados, pero parecen bien. Hay muchos tanques y maquinaria. Y hay alrededor de cincuenta de estos transportes de mineral, sólo Dios sabe por qué. Un grupo de talleres y material de almacenaje. Parece que embarcaban mucha bauxita desde aquí. No hay psiclos vivos.

Jonnie tomó una resolución. Fue hasta su avión y puso la radio en la banda planetaria. Llamó a Dunneldeen a la base americana.

Jonnie recordaba el chiste de Dunneldeen.

—No sabías que tenía quince hijas. Su matrimonio es un asunto urgente.

—Comprendido —dijo Dunneldeen y cortó la comunicación.

Jonnie sabía que tendría quince pilotos —aunque no todos estuvieran precisamente graduados— en las diez o doce horas siguientes. Dunneldeen sabía dónde estaba.

La recepción se había puesto en marcha. La gente había superado el shock. Servían comida y sonreían cuando él pasaba. Más reverencias.

En el aire había dos aviones escolta. El avión de Jonnie y el otro estaban listos para partir.

Había llegado el crepúsculo y habían encontrado madera suficiente para encender una hoguera. Pero la aparición de un posible enemigo sería detectada en una pantalla visora de allá arriba.

Hicieron discursos. Estaban muy agradecidos a Jonnie y era un huésped bien venido. Después le tocó el turno a Jonnie.

Estaba flanqueado por dos coordinadores que sabían chino y un monje que también hablaba el sherpa. Jonnie tenía que hablar en inglés para el coordinador que sabía chino y en psiclo para el monje, y éste a su vez tenía que traducir al sherpa o tibetano o lo que fuera, de modo que había que esperar bastante, aunque no demasiado.

Después de algunas respuestas simpáticas a sus discursos, Jonnie fue derecho al grano.

—No puedo dejarlos aquí —advirtió señalando al cielo—. Y ustedes no pueden abandonar a quien sea que hayan dejado en casa.

¡Oh, estaban muy de acuerdo con eso!

Jonnie contempló sus rostros iluminados por el fuego.

—Hace frío en estas montañas —(estaban de acuerdo, en especial los chinos)—. Aparentemente, no hay mucha comida —(oh, cuánta razón tenía. Lord Jonnie era muy perceptivo y veía lo delgados que estaban los niños)—. Hay maneras en las que pueden ayudar. Ayudar a derrotar a los psiclos, tal vez para siempre, caso de que regresen. Maneras de ayudar a derrotar a los extraños que hay en el cielo.

Hubiera podido escucharse la caída de un copo de nieve. ¡Tanto silencio había! Pensó que no le habían entendido. Abrió la boca para repetirlo, pero la ordenada multitud se desató de pronto. Habían olvidado sus modales. Se echaron hacia adelante, acercándose tanto a él que tuvo que ponerse de pie.

Ahora le dirigían una sola pregunta en por lo menos tres lenguas:

—¿Cómo? ¿Cómo podemos ayudar?

Esta gente derrotada, estos restos harapientos y hambrientos de lo que habían sido grandes naciones, nunca habían creído que pudieran ser valiosos. Que pudieran ayudar. Que pudieran tener un papel a desempeñar, aparte de esconderse y morir de hambre. Era una idea conmovedora: ayudar.

De alguna manera los coordinadores y jefes se las arreglaron para hacerlos retroceder a sus lugares alrededor del fuego, pero no podían sentarse. Estaban demasiado excitados.

Cuando Jonnie pudo hablar otra vez, la calidad del silencio era distinta. Pero de pronto comprendió que podía tener más público del que había deseado. ¿Podrían escuchar esto los visitantes de las alturas? Probablemente. Mantuvo una apresurada conversación en susurros con un jefe de coordinadores. Sí, dijo el hombre. Había una inmensa sala bajo el palacio. Estaba limpia.

Jonnie habló al monje Ananda. Con los ojos desorbitados a causa de la exaltación, los budistas entraron en la sala. Jonnie sacó una lámpara de minero de un avión. Cerró la puerta. Ésta era una atmósfera que amaba.

Jonnie les habló en voz muy tranquila. Hablaban psiclo, hablaban pali, una lengua muerta. Hablaban también una lengua conocida como tibetano. ¡Sí!, dijeron en un susurro. Jonnie les dijo que se ocuparía de que llevaran su biblioteca a un lugar seguro. Podían disponer para ella de un sector profundo de la base rusa, y también para su templo. ¿Tenían miedo a las alturas? Rieron. Era una pregunta tonta para hacerla a montañeros. ¿Les importaba estar diseminados por todo el mundo y vivir con otras tribus? No, no, eso era estupendo. Que vivieran en un monasterio no quería decir que se hubieran retirado del mundo. Tenían que vivir en las cuevas a causa del peligro.

Les explicó lo que era un comunicador. Si la gente les daba un mensaje en psiclo, podían ponerlo en la radio en pali y el budista que estuviera en el otro extremo podía volver a traducirlo al psiclo. De ese modo, los enemigos nunca comprenderían. Les pareció maravilloso. Una red en lengua pali del tamaño del mundo. ¡Sí, sí, sí! Pero luego se les ocurrió una idea sensata. En algún momento uno de ellos podía ser capturado y obligado a transmitir mensajes. En ese caso, transmitirían el mensaje en tibetano, y ése sería el secreto. Era peligroso.

Toda vida era peligrosa. Aceptaron hombres, mujeres y niños, y aceptaron incluso en nombre de los que estaban en casa. Jonnie trató de decirles que les pagarían un crédito diario, que para la mayor parte de las tribus era una paga justa, pero no pudo. Irían y eso era todo. Sabían que era un secreto y no se lo dirían a nadie. Salieron incluso andando de puntillas.

Los siguientes fueron los sherpas. Había mucha caza, había incluso algunas cumbres para escalar. En Rusia tenían grandes planicies llenas de ovejas y ganado. Había que secar y conservar increíbles cantidades de carne. ¿Podrían todos ellos ir a Rusia y ayudar a llenar la base de comida? Ellos mismos pasaban hambre. Sí, claro, cazarían y llenarían la base de comida.

Después entró el jefe Chong-won, llevando consigo a su gente. Para ellos el secreto era la esencia de la vida. Jonnie empezó por decirles que había un lugar no demasiado saludable, donde existía una mosca que provocaba una enfermedad, pero que las redes y otras precauciones adecuadas podían resolver el problema. También había bestias salvajes, pero habría guardias armados y ellos podían aprender a disparar. ¿Insectos? ¿Bestias? ¡No les importaba! ¿Dónde estaba ese lugar? ¿Qué deseaba él que hicieran? Saldrían para allá en seguida. ¿Era una caminata larga?

Jonnie les dijo que irían en avión. Pero había otra cosa. Aunque el lugar tenía una milla de altura, podía hacer mucho calor.

¿Calor? ¿Un lugar donde hacía calor? ¡Qué maravilla! ¡Qué absoluta maravilla! ¿A quién le importaba el calor?

Jonnie les preguntó si eran capaces de construir cosas. Orgullosamente respondieron que habían estudiado. Algunos de ellos eran ingenieros. Podían construir cualquier cosa.

Ahora bien, esto era muy secreto, dijo Jonnie, pero había un lugar cerca de una gran central eléctrica que debía limpiarse por dentro y por fuera, cavando en las colinas y construyendo refugios subterráneos. Tendrían ayuda técnica. Tendrían incluso máquinas y operarios y ellos mismos podían…

¡En ese mismo momento tenían en América ocho aprendices que estaban estudiando las máquinas! ¿Por qué perdían tiempo hablando? ¿Dónde estaba ese lugar?

Jonnie les dijo que ganarían un crédito diario y primas por cada tarea completa. Y que después podrían adquirir tierras.

El jefe Chong-won preguntó a la gente si estaban de acuerdo, y ellos pensaron que así sólo se retrasaban las cosas. ¡Por supuesto que estaban de acuerdo!

Jonnie regresó a la fiesta, que ya no lo era. Había pequeños grupos que, con las cabezas juntas, discutían el asunto, aunque en susurros y empleando lenguas incomprensibles. Jonnie les dio las buenas noches y todos lo saludaron e hicieron una reverencia. Él respondió.

En su camino hacia el avión, donde pensaba pasar la noche por si había algún imprevisto, se detuvo junto al transporte de material donde estaba el tolnepa. Tuvo el impulso de llamar al medio-capitán Rogodeter Snowl para fastidiarlo. Pero no lo hizo. Que esperara. Ésa era una batalla futura.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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