2

Jonnie arrojó el libro y apartó su almuerzo, sin haberlo tocado.

El guardia que había en la puerta miró a través del vidrio, súbitamente alerta. El coronel Iván profirió una respuesta automática, listo para el combate. Había sonado como una granada.

—No tiene sentido —se dijo Jonnie—. ¡No tiene sentido!

Los otros, viendo que no se trataba de una emergencia, se relajaron. El centinela regresó a su posición habitual y el coronel siguió limpiando los azulejos blancos.

Pero Chrissie siguió alarmada. La irritación era algo casi desconocido en Jonnie, y hacía varios días, desde que había comenzado a dedicarse exclusivamente a estudiar libros —parecían libros psiclo, aunque ella no sabía leer—, había ido empeorando.

El almuerzo intacto la preocupaba. Era estofado de venado con hierbas, guisado especialmente para él por la tía Ellen. Semanas atrás ésta se había precipitado sobre la base para darle una bienvenida alegre y aliviada y para decirle que, aunque los temores que le había inspirado habían estado a punto de hacerse realidad, allí estaba él, vivo. Se había quedado por allí, deleitada, hasta que de pronto vio lo que le daban de comer. La vieja aldea estaba a pocas millas del paso y la tía Ellen o un muchachito que montaba uno de los caballos dejados por Jonnie le llevaban rutinariamente sus platos favoritos, para que los calentaran y se los sirvieran en el hospital. Por lo general, el chico o la tía Ellen esperaban a que le devolvieran los utensilios, y cuando la tía Ellen viera que la comida no había sido tocada, se sentiría mal. Chrissie decidió hacer que el centinela comiera un poco e incluso tragar ella misma unos trozos. No sería cortés devolver un estofado de venado intacto.

Si hubiera podido caminar fácilmente, Jonnie se hubiera acercado al libro y lo hubiera pateado. Normalmente, sentía un inmenso respeto por los libros, pero no por éste. Había varios textos, todos sobre «matemáticas del teletransporte». Parecían incomprensibles. La aritmética psiclo ya era bastante mala. Jonnie suponía que como los psiclos tenían seis garras en su pata derecha y cinco en la izquierda, tenían que elegir como base el once. Todas sus matemáticas se estructuraban en torno al número once. A Jonnie le habían dicho que las matemáticas humanas empleaban un «sistema decimal», que implicaba al diez como base. No lo sabía. Sólo sabía matemáticas psiclo. Pero estas matemáticas del teletransporte estaban por encima de la aritmética psiclo normal. El libro que acababa de tirar había comenzado a producirle dolor de cabeza y en esos días casi no tenía dolores de cabeza. El libro se llamaba Principios elementales de ecuaciones de teletransporte integral. ¡Y si eso era elemental, que le dieran algo complicado! ¡En todo esto, nada coincidía con nada!

Empujó la mesilla con ruedas y se puso en pie, tembloroso, apoyándose en la cama con la mano izquierda.

—¡Voy a salir de aquí! —indicó con voz decidida—. ¡No tiene sentido esperar que el cielo caiga sobre nosotros! ¿Dónde está mi camisa?

Esto era algo nuevo. El coronel se acercó para ayudar a Jonnie y éste lo apartó. Podía valerse solo.

Chrissie empezó a dar vueltas, desconcertada, y abrió tres o cuatro cajones equivocados. El coronel cogió un puñado de bastones surtidos que había en el rincón y tiró la mitad al suelo. El centinela, a quien le habían ordenado informar de cualquier cosa no habitual a Roberto el Zorro, se puso al habla en seguida.

Jonnie cogió un bastón tipo «clava». Mac Kendrick lo había hecho practicar con un montón de bastones distintos. Era difícil, porque tanto su brazo como su pierna derechas estaban igualmente inútiles y llevar un bastón en la mano izquierda y saltar sobre la pierna izquierda no resultaba muy bien. La clava había sido traída como regalo por un jefe de África que no sabía que Jonnie estaba baldado. La madera negra estaba bellamente tallada; las usaban como armas arrojadizas y también como bastones. Tenía también un mango muy cómodo.

Jonnie fue cojeando hasta el escritorio, se sentó en él y se quitó la ropa del hospital militar. Chrissie había encontrado tres camisas de piel de ante y un sentimiento perverso hizo que Jonnie eligiera la más vieja y manchada. Se la puso por la cabeza y dejó que ella atara los lazos por delante. Se metió en unos pantalones de ante y Chrissie lo ayudó a ponerse un par de mocasines.

Luchó con un cajón y lo abrió. Uno de los zapateros le había hecho una pistolera para la mano izquierda y había colocado la vieja hebilla de cinturón de oro a un cinturón más ancho. Se puso todo eso encima de la camisa.

La pistolera tenía una Smith y Wesson con balas radiactivas; él la sacó y volvió a ponerla en el cajón, de donde sacó un pequeño revólver explosivo. Se aseguró de que estuviese cargado y lo colocó en la pistolera. Ante la mirada extrañada del coronel, Jonnie dijo:

—Hoy no voy a matar ningún psiclo.

Estaba ocupado metiendo su mano derecha dentro del cinturón para sacarla del camino (el brazo tenía tendencia a colgar) cuando se produjo un tumulto en el corredor.

Jonnie estaba preparando su salida, de modo que le prestó poca atención. Serían Roberto el Zorro o el pastor precipitándose sobre él para aturdirlo con los asuntos del Consejo.

Pero no era así. La puerta se abrió de golpe y el oficial de día, un enorme escocés de mediana edad con kilt y claymore, llamado capitán Mac Duff, entró a toda prisa.

—¡Señor Jonnie! —dijo Mac Duff.

Jonnie tenía la clara impresión de que objetaban que se fuera y estaba a punto de mostrarse descortés cuando el capitán barbotó el resto del mensaje.

—Señor Jonnie, ¿usted envió a buscar a un psiclo? Jonnie estaba buscando una gorra de piel. Para esas operaciones le habían afeitado la cabeza y sin gorra se sentía como un puma chamuscado. Después, lo sorprendió la magnitud del asunto. Cogió la clava y se adelantó inseguro, espiando por la puerta. ¡Allí estaba Ker!

Bajo las luces violentas de las lámparas de minero, parecía una criatura muy deteriorada. La pelambre de Ker estaba desordenada y mugrienta; sus colmillos, vistos a través de la máscara, estaban amarillos y manchados; la túnica estaba desgarrada de un lado, tenía sólo una bota y no llevaba gorra. Hasta sus huesos auditivos parecían desordenados.

Le habían puesto cuatro cadenas y había un soldado en cada uno de los extremos. Parecía excesivo para ponerle al psiclo enano.

—¡Pobre Ker! —exclamó Jonnie.

—¿Usted lo mandó a buscar, señor Jonnie? —preguntó el capitán Mac Duff.

—Tráiganlo —dijo Jonnie, apoyándose contra el escritorio. Sentía compasión mezclada con cierto regocijo.

—¿Le parece prudente? —inquirió Mac Duff, pero él hizo señas de que obedecieran.

Jonnie dijo a los soldados que soltaran las cadenas y se fueran. Había otros cuatro soldados que no había visto antes, que apuntaban a Ker con rifles de asalto. Les dijo a todos que se fueran. El coronel estaba sofocadísimo.

Chrissie frunció la nariz. ¡Qué hedor! ¡Tendría que limpiar y airear todo el lugar!

Nadie quería irse. Jonnie vio la mirada suplicante que le dirigía Ker a través de la máscara. Hizo señas de que salieran todos y cerraron la puerta con gran repugnancia.

—Tuve que mentir —dijo Ker—. Tenía que verte, Jonnie.

—Se ve que últimamente no te has peinado —notó Jonnie.

—Es que me han metido en un caldero del diablo —refirió Ker—. Estoy medio loco estos días. Caí desde ser su planetaridad a ser pura mierda, Jonnie. Sólo tengo un camarada y ése eres tú, Jonnie.

—No sé cómo o por qué te has introducido aquí, pero…

—¡Se trata de esto! —Y Ker metió una pata sucia dentro de su camisa rota, descartando el hecho de que si Jonnie hubiera estado más nervioso, le hubiese disparado.

Jonnie podía desenfundar con la mano izquierda, si bien con cierta lentitud. Pero Jonnie conocía a Ker.

Frente a los ojos de Jonnie había un billete de banco. Lo tomó con cierta curiosidad. Sólo los había visto a distancia en manos de psiclos que pagaban los salarios y jamás había tenido uno en la mano. Sabía que eran un símbolo básico de intercambio y tenían gran valor.

Tenía unas seis pulgadas de ancho y un pie de largo. El papel era algo áspero, pero parecía resplandecer. Uno de los lados era azul y el otro naranja. Tenía un dibujo de una nebulosa y un gran estallido estelar. Pero lo notable era que estaba escrito en lo que debían ser treinta lenguas distintas: treinta sistemas numéricos, treinta tipos distintos de rotulado… ¡Ah, uno de ellos era psiclo! Jonnie sabía leerlo.

Leyó: «El Banco Galáctico» y «Cien créditos galácticos» y «Orden de pago garantizada para toda transacción» y «Los falsificadores serán vaporizados» y también «Intercambiable previa presentación en el Banco Galáctico».

Del lado azul tenía el retrato de alguien o algo. Parecía un humanoide o tal vez fuera un tolnepa, aquello con lo cual habían confundido a Dunneldeen o quizá…, ¿quién sabe? La cara era muy digna, la imagen misma de la integridad. Del otro lado tenía un dibujo del mismo tamaño de un edificio imponente con innumerables arcadas.

Todo eso era muy interesante, pero Jonnie había decidido hacer otras cosas ese día. Se lo devolvió a Ker y empezó otra vez a buscar su gorra. La cabeza afeitada lo hacía sentirse algo incómodo. Ker pareció algo molesto.

—¡Son cien créditos! —dijo Ker—. No es un banco psiclo. Los psiclos y todos los demás usan estos billetes. ¡No es falsificado, yo puedo asegurarlo! ¿Ves cómo resplandece? Y estas pequeñas líneas delgadas aquí, en torno a la firma…

—¿Estás tratando de sobornarme o algo así? —dijo Jonnie, descartando la gorra que había encontrado y buscando en su lugar un pañuelo de color.

—¡Claro que no! —dijo Ker—. Mira, este dinero no me sirve ahora, Jonnie. ¡Mira!

Jonnie se acomodó mejor contra el borde del escritorio y obedeció.

Ker, con una mirada hacia la puerta para asegurarse de que le daba la espalda y que sólo podía verlo Jonnie, apartó dramáticamente sus solapas y abrió la rasgada túnica. Había una marca en su pecho.

—Las tres barras de la justicia —dijo Ker—. La marca de los criminales. Me parece que no es nuevo para ti el hecho de que yo fuera un criminal. Es una de las cosas con las que me amenazaba Terl. Por eso sentía que podía confiar en mí para andar por ahí y enseñarte. Si me hicieran regresar a Psiclo y se descubriera que tenía papeles falsos y un empleo falso, me vaporizarían. Si Psiclo recapturara este lugar, pensarían que los que hemos quedado vivos somos renegados, nos examinarían y encontrarían esto. Mis papeles son falsos. No te abrumaré con mi nombre verdadero; al no conocerlo, no te castigarán como cómplice. ¿Comprendes?

Jonnie no comprendía, sobre todo teniendo en cuenta que los psiclos lo matarían en cuanto lo vieran sin preocuparse por ninguna «complicidad». Asintió. Todo esto no llevaba a ninguna parte. ¿Dónde había puesto Chrissie los pañuelos que encontraron?

—¡Y si además me encontraran encima dos mil millones de créditos galácticos, habría una vaporización lenta! —dijo Ker.

—¿Dos mil millones?

Sí, bueno, según parecía, el viejo Numph había estado estafando a la compañía durante los treinta años de servicio allí. Son cosas que ni siquiera Terl descubrió, como comisiones de las mujeres de administración, como precios dobles para el kerbango; tal vez incluso vendió metal a extranjeros que los recogían en naves espaciales…, ¿quién sabe? Pero Numph dormía con cuatro colchones y a Ker le pareció curioso que crujieran tanto y a él le gustaba dormir con uno solo, de modo que desgarró uno y allí estaba.

—¿Dónde? —preguntó Jonnie.

—En el vestíbulo —dijo Ker.

El psiclo enano se cerró la chaqueta y Jonnie llamó al guardia que espiaba por el ventanuco de la puerta. Ker cruzó la puerta arrastrando las cadenas y alarmando a todos y regresó llevando una gran caja que dejó caer. Después salió de prisa y volvió con otra caja. Aunque era enano, apenas algo más alto que Jonnie, Ker era muy fuerte. Antes de que alguien pudiera detenerlo, y pese a las cadenas, pronto tuvo la habitación atestada de viejas cajas de kerbango, y cada una de ellas estaba llena hasta rebosar de créditos galácticos.

—Hay más en su cuenta numerada de Psiclo —dijo Ker—, pero eso no podemos conseguirlo. —Y se quedó allí jadeando y con una gran sonrisa, muy orgulloso de sí mismo—. ¡Ahora puedes pagar en efectivo a los renegados como los Chamco!

El capitán Mac Duff había estado tratando de decirle a Jonnie que habían revisado las cajas para asegurarse de que no habían explosivos, pero ¿qué era eso? Todo el tiempo había estado deseando saber cómo se las había arreglado Jonnie para enviar un mensaje al complejo sin que se enteraran los centinelas y si estaba bien que hubieran permitido a Ker traer esto. Estaba sofocado. Allí tenía a un psiclo corriendo y arrastrando cadenas y a Jonnie riendo.

—¿Y tú quieres…? —preguntó Jonnie a Ker.

—¡Yo quiero salir de esa prisión! —gimió Ker—. Me odian porque estaba por encima de ellos. Y de todos modos ya me odiaban, Jonnie. Conozco las máquinas. ¿Acaso no te enseñé a manejar todas las que hay? He oído decir que tienen una escuela en lo que llaman la Academia. Ellos no saben nada de esas máquinas. ¡No como tú y yo! ¡Déjame que los ayude a enseñar como hice contigo!

Se quedó allí de pie tan patético, tan suplicante, tan convencido de haber hecho lo correcto, que Jonnie rió y rió y pronto los huesos bucales de Ker esbozaron una sonrisa.

—Creo que es una gran idea, Ker —dijo Jonnie. En ese momento levantó los ojos y vio en la puerta a Roberto el Zorro, congelado. Jonnie pasó al inglés—. Sir Roberto, creo que tenemos un nuevo instructor para el maestro. Es verdad que es un gran operario de máquinas y las conoce todas. —Sonrió a Ker y dijo en psiclo—: Condiciones del empleo: un cuarto de kerbango al día, paga entera y primas, contrato habitual de la compañía, omitiendo sólo el entierro en psiclo. ¿Está bien?

Sabía muy bien que probablemente Ker habría escondido unos cientos de miles de créditos por su cuenta.

Ker empezó a asentir enfáticamente. Se había guardado unos pocos cientos de miles por si llegaban tiempos difíciles. Tendió una pata para estrechar la mano de Jonnie. Una vez hecho esto, estaba a punto de irse cuando giró y se acercó mucho a Jonnie, hablando en el equivalente psiclo a un susurro.

—Tengo algo más para ti, Jonnie. Ponen a Terl en una jaula. Vigila a Terl, Jonnie. ¡Está planeando algo!

Cuando el psiclo enano se hubo ido, Roberto el Zorro miró los fardos y fardos de dinero.

—¡El soborno laboral es alto en estos tiempos! —indicó Jonnie—. Entrégueselo al Consejo —y reía.

—Éste es dinero galáctico, ¿no es así? —preguntó Roberto el Zorro—. Voy a hacer contacto con un escocés llamado Mac Adam, de la Universidad de los Highlands. Él sabe de dinero.

Pero parecía extrañado al ver a Jonnie vestido. Estaba contento de que Jonnie se hubiera alegrado, pese a que opinaba que era temerario de su parte dejar que un psiclo se le acercara tanto. Un golpe de sus garras le costaría la mitad de la cara. Después comprendió que Jonnie cojeaba hacia la salida. Lo miró inquisitivamente.

—Es posible que no pueda sostener el cielo —dijo Jonnie—, pero tampoco tengo por qué esperar a que se caiga. Voy al complejo.

Tenía que hablar con los hermanos Chamco. Había oído decir que no hacían absolutamente ningún progreso en la reparación del área de transbordo y sin eso nunca sabrían la verdad con respecto a Psiclo.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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