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Glencannon había pensado en esto durante días. Sus horas de sueño estaban invadidas por pesadillas.

Escuchaba todavía la voz de su amigo suizo: «¡Sigue, sigue! ¡Los bajaré! ¡Sigue!». Y después su alarido cuando lo alcanzaron antes de salir disparado del avión. Y detrás de sus ojos, Glencannon podía ver todavía, por la pantalla visora, el cuerpo de su amigo hecho pedazos en el aire.

Tenía sus propias tomas de la nave que expulsaba aquellos aviones. Y tenía las instantáneas tomadas de este monstruo que había sobre sus cabezas.

Era la nave capital Capture, de clase Terror, expulsora de aviones de combate. No había dudas sobre ello. Ésa era la nave que había eliminado a su amigo.

Sentía que debía haber regresado, fueran cuales fuesen sus órdenes. Estaba convencido de que entre los dos hubieran acabado con el avión de combate tolnepa. Pero en lugar de eso había obedecido las órdenes.

Había reprimido el impulso de subir y destruir esa nave y sentía que si no lo hacía ahora el resto de su vida serla una pesadilla.

Por el canal de comando local escuchó la voz de Stormalong, en psiclo: «¡Glencannon! ¡Debes regresar! ¡Te ordeno aterrizar!». Glencannon apagó el transmisor.

El aparato en el que volaba era el Mark 32 de Stormalong. Había estado en «reserva para caso de emergencia». Había sido adaptado para volar a gran altura, con puertas y portillos herméticos. Tenía un inmenso poder de fuego e incluso bombas laterales que podían destruir media ciudad. Estaba blindado como para soportar un ataque feroz. Y si bien sus cañones podían o no ser capaces de penetrar la piel de la nave capital, había otros caminos.

No podían seguirlo desde tierra. En el lago Victoria había otros Mark 32 y aquí usaban sólo interceptores. No, no podían seguirlo. No a esas alturas.

Subió hacia el cielo, más y más alto. Arregló su máscara para quedara bien ajustada, porque iba a salir de la atmósfera. El Capture se balanceaba en una lenta e impresionante elipse a tres mil cincuenta millas por encima de Kariba. Estaba a cincuenta millas por encima del término de la atmósfera terrestre. Operaba con motores a reacción y ya no se limitaba a navegar en órbita.

Los aviones salían de allí, se lanzaban hacia abajo, hacia los blancos y después regresaban para rearmarse. Uno de ellos lo localizó y se lanzó sobre él. Casi despreciativamente, Glencannon lo centró en sus miras y apretó el botón de disparo. El Mark 32 retrocedió por el efecto del disparo.

El tolnepa se incendió y cayó hacia la tierra como un cometa, esto alertó al Capture con respecto a su presencia, y cuando se acercó los portillos de los cañones pestañearon y largas cintas de fuego atravesaron el cielo a su alrededor. Una tocó el costado del Mark 32, calentando la cubierta de vuelo.

Glencannon se retiró fuera de su alcance. Veía los portillos de la nave arrojando fuego y se anticipaba a su curso. Ajustó sus pantallas visoras y empezó a vigilar. Las estrellas eran brillantes en la oscuridad que tenía encima, pero no tenía tiempo de mirarlas. Debajo de él, la tierra exhibía sus curvas, pero tampoco las vio.

Su única atención, concentrada, obsesiva, estaba puesta en el Capture, estudiándolo.

Después de una pausa, la nave volvió a iniciar las operaciones, pensando que su misión debía ser la vigilancia, no el ataque. La arrogancia de una nave como ésa era evidente. No creía que pudiese ser herida. Estaba otra vez lanzando y recibiendo aviones.

Glencannon vio que antes de abrir las inmensas puertas delanteras de la cubierta del hangar, una pequeña luz exterior guiñaba, probablemente para advertir a los aviones que se aproximaban que debían mantenerse apartados y no colocarse frente a la nave, porque estaban a punto de abrir la puerta para dejar salir aviones.

Cada vez que se abría la puerta, estudiaba la imagen del interior, magnificada por la pantalla visora. El hangar estaba atestado de aviones. Los tolnepas, en trajes presurizados, corrían por todas partes, metiendo combustible en las naves y cargando bombas. Ahora ponían bombas mucho más grandes.

Dejaban abierto el depósito interno. El hangar estaba lleno de barriles de combustible, probablemente gases líquidos. Los tolnepas eran descuidados y excesivamente confiados, pero ¿qué podía esperarse de un traficante en esclavos?

Glencannon desvió su atención al puente en forma de diamante, que se encontraba en la parte trasera. Allí había dos figuras que se paseaban. Una de ellas no llevaba uniforme. Probablemente un civil. El que llevaba la gorra naval parecía prestarle su atención exclusiva. No, no estaban vigilantes.

Volvió otra vez su atención a la luz exterior y la puerta del hangar. Tomó el tiempo y calculó su posición.

En su cerebro escuchaba de vez en cuando la voz de su amigo: «¡Sigue, sigue! ¡Yo los bajaré! ¡Sigue!».

Eso era exactamente lo que Glencannon iba a hacer: ¡bajarlos! Por primera vez en bastante tiempo se sentía tranquilo, distendido, confiado. Y totalmente decidido. Estaba haciendo precisamente lo que debía hacer. La próxima vez… ¡La luz se encendió!

Sus manos tocaron el panel de instrumentos. El Mark 32 se lanzó hacia adelante. La aceleración estuvo a punto de aplastarlo contra el respaldo del asiento. En el Capture dispararon los cañones. Bolas de resplandor naranja golpearon contra el Mark 32. Se deslizó justo a través de la barrera.

Al entrar por la puerta abierta del hangar, la mano de Glencannon apretó todos los cañones y bombas.

¡La explosión que se produjo era capaz de hacer estallar un sol!

Jonnie y Stormalong la vieron, de pie en la parte exterior del cono, detrás de la pantalla visora de un cañón. Vieron el avión entrando por la puerta del hangar con todos los cañones disparando.

Ver el resplandor no requería pantalla. La luz abrupta reavivó la muriente luz del día en cincuenta millas a la redonda. Dolía en los ojos.

En el vacío que había por encima de la Tierra no se debió oír. Pero sí debió notarse algún movimiento.

La nave gigantesca empezó a caer. Un arco llameante empezó a delinear su camino descendente, muy lentamente al principio, pero tomando velocidad a medida que caía.

Después golpeó la atmósfera y empezó a arder con mayor furia.

Descendió cada vez más; más y más abajo.

—¡Dios mío! —exclamó Stormalong—. ¡Va a caer en el lago!

Descendió más y más rápido, como un inmenso cometa pintando el cielo.

Caía escorada.

Los músculos de Stormalong se tensaron como si con sólo su voluntad pudiera empujarla hacia las colinas, lejos del agua que cubría la central.

Descendía a gran velocidad: una bola incandescente.

El calor y la velocidad de su paso produjeron un rugido en el aire. Después se produjo el choque.

Cayó en el lago, cinco millas arriba de la central.

El vapor y el agua se levantaron a mil pies de altura.

Hubo un relámpago submarino al explotar algún resto de combustible.

El choque se adelantó a la ola, como una marea.

La aldea china desierta desapareció como si nunca hubiera existido.

La ola del choque golpeó la parte trasera de la central.

La ola inundó la estructura, aplastando tableros, volando por el aire en una poderosa cascada frente a la central.

El suelo tembló.

Sin aliento, se sujetaron y miraron. ¿Se derrumbaría la central?

Las olas disminuyeron. La central seguía allí, pero ningún sonido salía de ella.

Las luces seguían encendidas, los generadores funcionaban.

Los guardias que habían estado dentro salieron tropezando.

El agua rugía río abajo al alejarse, destrozando las riberas e inundando islas.

Los ingenieros salieron corriendo del cono.

La mayor parte de la maquinaria estacionada cerca del lago había sido barrida. Corrían tratando de encontrar una plataforma volante.

Encontraron una encajada en la ribera, medio cubierta de lodo, La soltaron, le quitaron el lodo y la pusieron en movimiento. Los ingenieros y un operario recorrieron volando la parte superior de la central.

Jonnie y Stormalong estaban preparados junto a un avión, esperando a ver si los ingenieros necesitaban ayuda. Sus voces, hablando chino, llegaban por una radio minera, El blindaje atmosférico por encima del cono seguía chisporroteando en el estadio tres. Los guardias volvieron a la central eléctrica, desconectaron el cable de protección por encima del depósito y redujeron el blindaje del cono al estadio uno.

Aunque la presa tenía ciento veinte millas de largo, parecía haber perdido agua.

Jonnie y Stormalong estaban a punto de despegar para ver qué habían encontrado los ingenieros, cuando éstos regresaron. Aterrizaron e informaron a Chong-won. Había mucha charla excitada y Jonnie se acercó.

—Dicen que la presa no se rompió —dijo Chong-won—. Los tableros se han roto en la parte superior y también han desaparecido parte del muro de cemento y la cerca de los guardias. Pero eso no es nada. No se ven grietas. Sin embargo, en el extremo más alejado del contrafuerte de la presa, allá, del otro lado, ésta parece haberse desprendido de la ribera y hay un escape de agua. Dicen que el agua erosiona y que podría crecer. Podría incluso bajar aún más el nivel del lago hasta el punto de que las turbinas dejen de funcionar.

—¿Cuántas horas? —preguntó Jonnie.

Chong-won les dijo que sólo podían hacerse suposiciones. Cuatro, tal vez cinco horas. Harían todo lo que pudieran por detener el agua y taponar la grieta. No tenían mucha lechada para rellenarla. El extremo más alejado de la presa parecía haberse desprendido de la ribera. Querían regresar y hacer lo que pudieran.

Angus salió corriendo por el pasaje, buscando a Jonnie.

—¡Ahora podemos disparar! No hay disparos.

—Tal vez puedas disparar el equipo —balbució Stormalong, espantado por el sacrificio de Glencannon—, pero ¿por cuánto tiempo?

—Al menos, nos compró eso —dijo Jonnie, entristecido.

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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