Prólogo
La cólera de Dios

Tendría que regresar pronto a la aldea. Llevaba nadando casi una hora y, a pesar de que había hecho poco más que flotar en el agua, estaba comenzando a cansarse. La luna ya se había puesto y si bien se había acostumbrado a la oscuridad del cielo y el mar, no podía evitar estremecerse de vez en cuando, aunque no por culpa de las oscuras aguas. El mar estaba extraordinariamente calmo, las olas regresaban a la orilla con tal suavidad que apenas si las oía por encima de su propia respiración y de sus lentas brazadas. Tendría que regresar a la aldea y al día siguiente tendría que regresar a casa. Fuera lo que fuese lo que había estado buscando en aquellas islas tropicales, no lo había encontrado.

Aunque aquello no era del todo cierto. No había encontrado lo que había estado buscando, pero quizá sí hubiera encontrado algo más en la silenciosa tranquilidad del mar aquellas tres últimas noches. Iba a tener que abandonar su investigación, su búsqueda, sobre la que tenía sentimientos encontrados, pero quizá su estancia en la isla lo hiciese un poco más sencillo, quizá pudiera aplacar el persistente y azotador ímpetu de regresar allí o de marchar a algún otro lugar.

Pero ¿adónde iba a ir? Si no estaba allí, quizá no estuviera en ninguna parte.

Era un pensamiento que no se había permitido albergar hasta ese momento, y sonrió para sí, se giró boca arriba y contempló las estrellas, millones de estrellas apiñadas en formas que jamás podría contemplar en Estados Unidos. Con algo de tiempo, pensó, probablemente podría contarlas…

Dejó que la corriente lo arrastrara y sintió el frío del agua bajo su cuerpo mientras la playa se alejaba rápidamente. El agua lo golpeó de repente y lo empujó hacia la roca, que se estrechaba a la altura del mar como si de la cola de algún enorme lagarto se tratara. Recordó la esperanza —no, la convicción— que lo había embargado la primera vez que vio aquel montículo de piedra recortado: sin duda estaría allí.

Pero no había hallado nada, y sus exiguos recursos hacía tiempo ya que se habían agotado.

Normalmente el muelle habría estado salpicado de faroles de humildes barcos pesqueros, pero aquella noche estaba solo, al igual que lo había estado las dos noches anteriores, convertido en el rey del mar por obra y gracia de una mezcla de sentido común y superstición por parte de los habitantes del lugar. Podría continuar nadando otra semana más y tener el horizonte para él solo. Pero ¿qué sentido tendría aquello…?

Sintió que las aguas se movían debajo de él, como si poseyera un sexto sentido. Durante un segundo pensó que algo lo había rozado, pero no había sido así. Algo se había deslizado cerca de él. Algo grande.

El desasosiego que le producía la oscuridad, las historias de tiburones y extrañas criaturas que había oído en relatos a medio traducir de los aldeanos… todo se agolpó en su cabeza en un instante. Trató de enderezarse en las aguas, manteniéndose a flote enérgicamente, e intentó orientarse para ver de qué manera llegaría antes a tierra firme. Se dirigió hacia las rocas.

Hubo de nadar unos cuantos metros hasta que el pánico inicial amainó. No podía ver nada en las aguas que lo rodeaban, no había indicio de ningún movimiento, ni de que lo hubiera habido. Tomó aire, ya calmado, y rompió a reír, alzando la cabeza hacia la oscuridad que se cernía sobre él. Su imaginación, siempre hiperactiva, como a sus superiores les gustaba observar, le estaba jugando una mala pasada. Se dio la vuelta y dio dos suaves brazadas hacia la playa, preguntándose distraídamente a cuánta profundidad estaría. Estiró los pies, contuvo la respiración, cerró los ojos y se sumergió todo lo que pudo con los brazos por encima de la cabeza.

Tocó algo a poco más de medio metro debajo de él, pero no era una roca, ni tampoco arena. Ese algo cambió de posición cuando lo tocó, pero solo levemente. Era grande y duro, y se hallaba suspendido, casi inmóvil, bajo él en las oscuras aguas.

¿Tiburones?

No. Los tiburones nadan. Se mueven constantemente. Tienen que hacerlo o se ahogan. Eso… lo que quiera que fuera, pendía bajo el agua, como si estuviera encadenado al fondo.

Le entró de nuevo pánico, y subió deprisa a la superficie, tomando aire como si llevara varios minutos sumergido. Tan pronto como hubo salido a la superficie comenzó a nadar, con más rapidez que nunca, en dirección a la playa y a la aldea.

Nadó todo lo rápido que pudo, apartando el agua con las manos con tanta fuerza que con cada brazada elevaba el pecho y los hombros fuera del agua.

Quizá debería haber ido hacia las rocas. La playa estaba más lejos y no hubiese tenido que nadar tan rápido para llegar a tierra firme. Ahora tendría que nadar hasta allí y después avanzar a trompicones durante varios metros con una lentitud agonizante por aguas que le llegaban a la cintura…

Siguió nadando, consciente de que estaba perdiendo energía, consciente de que probablemente no podría mantener ese ritmo hasta la orilla, consciente de que si había algo que estuviera nadando a su lado sería más rápido de lo que él nunca podría ser. Pero como los segundos transcurrían y no había fauces que lo arrastraran bajo el agua, tomó aire de nuevo y siguió nadando.

La luna iluminaba la playa de un tenue blanco azulado; una playa que en ese momento parecía lejana e irreal, conforme aquella idílica escena tropical iba adquiriendo un curioso tinte de pesadilla. Parecía increíblemente lejana, pero lo que fuera que hubiese tocado no lo atacaba, no lo mordía, no parecía ir tras él, así que siguió avanzando, agitando los brazos a ciegas, sus brazadas ya desprovistas de cualquier atisbo de gracilidad. Había abandonado su compostura en alta mar, y ahora solo le quedaban el pánico y la voluntad desesperada de seguir con vida…

Se le antojaron minutos, aunque puede que solo hubieran transcurrido segundos cuando sus pies tocaron la arena del fondo. Intentó correr, pero el agua le llegaba hasta el pecho y, presa de algo muy similar a la desesperación, volvió a nadar, casi gritando de la frustración. A continuación su rodilla se topó con el fondo del mar y se incorporó. Comenzó a avanzar con torpes zancadas, esperando en todo momento que ese algo se abalanzara sobre él. Finalmente sintió la arena, el aire de la noche golpeándole el cuerpo, y se encontró fuera del agua, tambaleándose en dirección hacia la pálida playa. Se echó a reír al pensar en su huida, permitiéndose al fin pensar que no había nada allí, que todo había sido fruto de su imaginación. Su cerebro estaba rebosante de posibilidades: una palmera, el casco hundido de un barco, una boya inutilizada…

Fue entonces cuando se volvió. No estaba seguro de por qué lo había hecho, pero no le gustaba sentir el mar a sus espaldas.

Pronto descubrió el motivo.

Durante un segundo solo pudo mirar, incapaz de creer lo que sus ojos estaban viendo, y, entonces, movido por una mezcla de terror embotado y una extraña euforia, comenzó a correr hacia los tejados de paja de la aldea.

Tenía razón. Todo ese tiempo había estado en lo cierto.

Comenzó a gritar. El miedo y la agitación afloraron de su interior mientras corría desde la playa, gritando a las luces de las luciérnagas que iluminaban la aldea.

Ahora podría contárselo. A todos ellos. Ahora podrían verlo y el mundo cambiaría.

Estaba pensando en ello sin cesar de correr, movido por su extasiado terror, cuando alcanzó la primera choza de bambú, y seguía en su cabeza cuando aquella choza, y todas las demás de la aldea, se vieron de repente succionadas por un gran destello cegador que también los elevó a él y a toda alma durmiente por los aires para a continuación hacerlos pedazos con atroz violencia. El sonido tuvo lugar medio segundo después, como un disparo de cañón que sacudió el aire, tornándolo en un rugido leve y continuado.

Cuando finalmente remitió, cuando las olas que golpeaban la orilla dejaron de bullir, cuando el silencio descendió una vez más sobre la ennegrecida playa y la otrora fértil tierra que se alzaba sobre ella, la aldea y todo lo que había en ella habían dejado de existir.