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Cerniga había jugado todas sus cartas, pero la cuestión era que se trataba de un agente de campo de la oficina de Atlanta del FBI y tenía poca influencia en cuestiones antiterroristas internacionales, independientemente de su reputación personal. Ya había demasiada tensión entre el FBI y la CIA en los tiempos que corrían como para que él fuera a armar ese revuelo, le habían dicho, sobre todo si iba a lanzar acusaciones de incompetencia o de algo peor. Lo cierto era que habría desistido tras la primera llamada, pero Deborah Miller podía ser muy persuasiva y (tenía que admitirlo) la mayoría de las veces llevaba razón.

Así que realizó más llamadas, comprobó la seguridad de las líneas y habló a todo el que le quiso escuchar en la oficina central acerca de sus miedos. Llamó a la CIA y a las Fuerzas Aéreas también, pero no pudo evitar sentir que lo estaban rehuyendo. Cuando encontraba a alguien con el que podía hablar acerca del ataque acontecido el trece de marzo, este echaba un vistazo a los asuntos que requerían autorización de seguridad y poco menos que le colgaba. Fue Deborah quien dio con el ángulo que lograría abrir unos centímetros la puerta. Le escribió a lápiz en la parte trasera de un folleto del museo: «Diles que va a ocurrir de nuevo. En el mismo lugar».

Lo que había sido una investigación poco conveniente acerca de bochornosas actividades pasadas se había convertido en algo bastante distinto.

—Esto es lo que sé —dijo tras colgar—. El Predator tenía que ser lanzado por personal de tierra relativamente cercano a la zona de ataque.

—¿Cómo de cerca?

—No estoy seguro —contestó—. A pocos cientos de kilómetros, probablemente. Si el ataque sobre la aldea en el que el hermano de tu amigo murió fue deliberado, quienquiera que lo hiciera no tenía la autoridad de programar el lanzamiento. Su misión tenía que ser realizada por un vuelo reglamentario que ya estuviera programado. Puesto que el avión que permaneció en su trayectoria no llegó a disparar, el avión reglamentario sería de reconocimiento, aunque iría armado en caso de que se le presentara un objetivo mientras estaba en el aire.

—Entonces, para que ocurriera de nuevo —dijo Deborah—, necesitarían otra misión programada en las inmediaciones de la playa.

—Así es —confirmó Cerniga—. Y eso es lo raro. Tiene sentido que la CIA no preste demasiada atención a una posible amenaza, pero su tono cambió tan pronto como sugerí que podría volver a pasar y pronto. Miraron las coordinadas y cambiaron al modo «gracias por su interés».

—¿Crees que hay programado otro vuelo teledirigido en el archipiélago de Sulú?

—Por lo que sabemos —respondió Cerniga—, bien podrían estar ya en el aire.