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Cuando Thomas abrió los ojos cuatro horas después, le llevó más de un minuto recordar dónde se encontraba. Las cortinas tapaban la luz por completo, por lo que bien podría ser aún de noche, aunque su estómago le decía que era la hora de almorzar. Se dio una ducha, comió en el restaurante del hotel y se preguntó cómo pasaría la tarde. Su avión a Fráncfort no salía hasta las diez, una de las formas con las que ese tipo de aerolíneas mantenían bajos los costes. No tenía sentido esperar durante horas en el aeropuerto, donde podrían reconocerle fácilmente si la seguridad había sido alertada, y no quería tampoco perder el tiempo merodeando por el vestíbulo del hotel. Antes que nada, necesitaba cambiarse de ropa.

Pidió un servicio de transporte que lo trasladaría desde el hotel a la antigua ciudad, y dispuso que lo recogieran después de que tuviera tiempo de deambular por ella y cenar, tras lo que le llevarían al aeropuerto. La mujer de la recepción iba vestida como una azafata de vuelo, con los colores rojo y azul del hotel y gafas con montura de carey. Tenía un inglés excelente. Thomas le dio las gracias y ella le respondió como si nada fuera menos digno de atención. Thomas se preguntó si acaso la habría tratado con condescendencia. Se disculpó por no hablar italiano y ella pareció también hacer caso omiso de su disculpa. Apenas lo miró y solo sonrió cuando pagó la cuenta y llegó el conductor.

El conductor, que se presentó en italiano como Claudio, llevaba un traje y corbata negros y una inmaculada camisa blanca, por lo que Thomas no pudo evitar sentir que llamaba la atención con la ropa de Pietro. Claudio le condujo hasta uno de los monovolúmenes (también del color azul del hotel) con cristales tintados. Thomas se sentó en la parte trasera. Condujo por la carretera de la costa, flanqueada por palmeras y elegantes casas frente a la playa y el puerto deportivo.

—A la ciudad antigua, ¿no? —dijo Claudio.

—Sí.

—¿Castello?

Thomas ni siquiera sabía que hubiera un castillo. No había leído nada acerca de Bari.

—Sí —dijo.

—Lo recojo a las siete en punto. ¿Vabenne? ¿De acuerdo?

—Sí.

—¿No tiene equipaje?

—No —dijo Thomas—. Podemos ir directamente al aeropuerto.

—De acuerdo —dijo Claudio mientras se encogía de hombros ante tan excéntrico comportamiento—. ¿Va a ver la iglesia?

—Supongo que sí.

—Las calles son… —Quitó las manos del volante y las juntó para indicar que eran muy estrechas—. Pequeñas. Muy pequeñas. Difícil atacar allí. Cuando los sarracenos vinieron, no pudieron vencer. Calles pequeñas. La gente disparaba desde las ventanas. Disparaba…

—¿Flechas?

—Sí. Flechas.

—¿Hay mucho que ver en el castillo?

—No demasiado. Ahora se encuentra allí la comisaría. Pero tiene obras de arte y artesanía.

Thomas asintió para que viera que entendía lo que decía: albergaba un centro de arte de algún tipo.

El castillo era ciertamente imponente desde el exterior. Era ancho, amplio y bajo. Tenía unas enormes torres cuadradas en las esquinas de los muros exteriores y un puente de piedra sobre un foso vacío. En el interior se alzaban las torres del homenaje, de un tono ocre pálido con toques rosados.

—Tenga cuidado con los carteristas —dijo Claudio mientras detenía el monovolumen delante de un café que había en la calle de enfrente—, y llámeme cuando quiera irse.

Thomas cogió la tarjeta que le había extendido Claudio y le dio las gracias.

—¿Todavía tienes la señal? —preguntó Guerra.

—Sí —respondió Peste, aún vestida con el hábito de monja—. Está cerca del castillo. Aparca aquí y le interceptaremos.

—Creo que soy yo el que está al mando —dijo Guerra.

—De acuerdo —convino Peste mientras volvía a mirar el mapa que habían cogido cuando habían alquilado el coche—. Espera, la señal parpadea. Quizá se haya metido en algún lugar.

—Genial.

—No, ya vuelve —dijo—. Debe de haber interferencias. Si las calles son estrechas o hay edificios muy altos pueden interferir con las transmisiones del GPS. Así que, audaz líder, ¿cuál es el plan?

—Nos separaremos.

—Brillante —murmuró—. No es de extrañar que seas el general.

—¿Tengo que recordarte lo que ocurrió cuando lo tuviste…?

—No —interrumpió ella, mientras se tocaba el lado sonrosado del rostro donde el vapor volcánico la había abrasado.

—De acuerdo —dijo Guerra—. Yo me quedaré en el coche y bajaré hasta la carretera de la costa, entre el castillo y la ciudad antigua. Tú te encargas de esta zona.

—¿Qué hay de él?

Señaló con la cabeza al asiento trasero sin girarse. Nunca miraba a Hambre si podía evitarlo. Ahora estaba agazapado en el asiento, afilando su cuchillo con una correa de cuero.

—Vigila el GPS —dijo Guerra por encima de su hombro y los ojos fijos en el espejo retrovisor—. Si el objetivo entra en cualquier edificio, síguelo e intenta mantener contacto visual con él hasta que se te presente la oportunidad de matarlo. ¿Entendido?

Hambre hizo una mueca y enseñó sus dientes triangulares.

—Te he preguntado si lo has entendido —dijo Guerra.

—Sí —siseó Hambre.

—Es un maldito hándicap —murmuró Peste—. Especialmente ahora. Llama la atención y no estamos en condiciones de andar asustando a la gente por ahí. ¿Tienes un arma de verdad además de ese maldito cuchillo?

Como respuesta Hambre se inclinó hacia delante, asomando su pálida y calva cabeza por entre los asientos de modo que estaba casi mejilla con mejilla con Peste. Cuando esta giró la cara hacia la derecha, se encontró con el cañón de una automática negra que Hambre sostenía con la mano derecha. Ella la apartó y Hambre gruñó de placer, abriendo la boca y moviendo la lengua.

—Guárdatela para los putos turistas —dijo Peste mientras se daba la vuelta.

—Cuida tu lenguaje —le espetó Guerra.