65
—¿Buscamos un hotel? —dijo Jim—. Yo puedo dormir en otra habitación, pero ahorraríamos dinero. No ronco. Creo. Lo cierto es que no tengo muchas pruebas.
Sonrió tímidamente. Su tenue humor parecía parte de la sensación de embarazo que se había apoderado de él tras la breve aparición de Kumi. Thomas no estaba seguro de Jim, pero al menos en eso parecía sincero, y además sentía una cierta lástima por él. No hay nada peor que ser el tercero en discordia, pensó, aunque me imagino que los sacerdotes se sienten muchas veces así.
«Darning his socks in the night when there’s nobody there…»
—Claro —dijo Thomas—. No me vendría mal ahorrar un poco de dinero. Solo Dios sabe cómo voy a pagar todas las facturas que me vengan de la tarjeta de crédito.
—De acuerdo —asintió Jim. Sonrió, aparentemente a modo de agradecimiento, y a continuación comenzó a mirar a su alrededor—. ¿Conoce algún sitio a un precio razonable?
—¿En Tokio? Buena suerte. Pero no pasa nada. No vamos a quedarnos aquí.
—¿No?
—Iremos al oeste, a las montañas de Yamanashi —dijo Thomas—. Hay algo allí que necesito ver.
—Pero ¿qué hay de…?
—Aquí no hay nada para mí —dijo Thomas. Miró deliberadamente a su alrededor en busca de una boca de metro o un taxi, evitando la mirada de Jim, y de repente se topó con los titulares de un kiosco de prensa. Sus ojos se deslizaron por el impenetrable kanji, de forma que las pocas palabras que pudo entender resaltaron sobre el fondo cual luces de león. Dio un par de pasos a toda prisa y cogió un ejemplar de la edición en inglés del Daily Yomiuri. En la foto de la portada había dos hombres sonrientes estrechándose la mano. Uno de ellos era japonés y el otro blanco.
¿Qué demonios?
Era Devlin.