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Ron Dalton, el oficial de servicio en la estación de la isla, leyó el mensaje dos veces antes de comenzar a gritar. El campamento de la selva era muy pequeño, apenas lo suficientemente largo para la pista de aterrizaje, y todo el equipo de control en tierra se hallaba en un tráiler de nueve metros. El avión teledirigido Predator no disponía de hangar y lo habían transportado desmontado, en cajas que el equipo llamaba «féretros». Dalton salió del tráiler y contempló la pista de aterrizaje donde el cuarto avión ya estaba rodando.
—¡Aborten la operación! —gritó al denso aire de la selva—. ¡Paren!
Un hombre se puso en pie y lo miró, pero no podía oírlo con el motor del Predator.
—¿Algún problema? —preguntó una voz a sus espaldas.
Dalton se volvió. Era Harris, el extraño chico que estaba todo el tiempo trasteando con los ordenadores y que nunca hablaba. Quizá era la persona que necesitaba.
—Tenemos que abortar la misión —explicó Dalton—. El sistema de selección de objetivos se ha visto comprometido.
—¿Sí? —dijo el chico con la mirada totalmente perdida. Entonces algo apareció en su rostro, cierta satisfacción que Dalton nunca antes había percibido en el chaval. No le gustaba—. No sabe quién soy, ¿verdad? —preguntó el chaval, todavía con aquella extraña sonrisa.
—¿De qué estás hablando? —dijo Dalton—. Esto es serio…
—He dicho que no sabe quién soy —repitió. Su sonrisa se tornó más rígida.
Dalton echó a andar. No tenía tiempo para juegos de adolescentes. Murmuró algo para sí mientras se dirigía de nuevo al tráiler. Su mente estaba funcionando a toda velocidad. Así que ni siquiera estaba pensando ya en Harris cuando un cuchillo le atravesó el omóplato y el corazón.
—¿Ve? —dijo el chico colocándose encima del cuerpo inerte de Dalton—. Soy Muerte.