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El nombre de su pasaporte era Harvey Erickson, y este lo identificaba como ciego. Llevaba unas gafas de sol grandes con cristales muy oscuros, un abrigo enorme y abundante vello facial. Sus dientes eran de un blanco reluciente y sus manos llevaban unos guantes de cuero color beis que solo soltaban el bastón blanco con la punta roja cuando estaba sentado.

Había pasado el vuelo y el posterior viaje en tren en una calma casi total, haciendo caso omiso de los tripulantes de cabina como si no estuvieran allí, hablando apenas una docena de palabras en las últimas veinticuatro horas, presentando los billetes y la identificación cuando así se lo solicitaban. Percibía que la gente lo evitaba, incluso con la mirada, pero a él le gustaba esa soledad.

No le gustaba Japón, con sus extraños olores y ruidos, pero caminó por la acera, escuchando la forma en que los pasos de cebra cantaban sus alegres sonidos electrónicos basados en antiguas melodías, hasta que encontró un hotel barato en un rincón de la ciudad lleno de bares, billares y restaurantes de madera donde vendían yakitori. Por la noche las calles estaban tranquilas, salvo cuando alguna mujer de dudosa reputación intentaba atraer a ejecutivos de bajo rango con el rostro colorado de la borrachera ofreciéndoles placeres que nunca antes habían experimentado.

Tampoco le importaba. Tenía otras fuentes de entretenimiento.

Se colocó delante del espejo del baño sin el abrigo y los guantes y se quitó las pesadas gafas con sus largos y pálidos dedos. El iris se le contrajo ante la tenue aunque repentina luz. No le había costado mucho hacerse pasar por ciego y, además de garantizarle cierto anonimato, también le proporcionaba la oscuridad que tanto le gustaba. Se quitó la peluca de su cráneo calvo así como la barba, y conforme lo hacía sus rasgos volvieron a tomar forma de nuevo. El tajo que le recorría el cuerpo cabelludo ya había cerrado y la cicatriz se había tornado en una leve sombra.

Por último hizo una mueca al espejo. Sus labios retrocedieron ante el avance de sus dientes como si de un perro se tratara, y se quitó las fundas, descubriendo las puntas afiladas de sus verdaderos dientes bajo ellas. Chasqueó la lengua, rosada y húmeda, y siseó con placer al ver su reflejo.

Hambre estaba de vuelta.