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Deborah Miller estaba sentada delante de su escritorio del Druid Hills Museum en Atlanta con el ceño fruncido. ¿Quién era ese Matsuhashi y por qué le había mandado por correo electrónico aquellas extrañas imágenes aéreas? Afirmaba, en un inglés muy formal y ligeramente forzado, que Thomas Knight le había pedido que se las enviara a ella, a pesar de que decía desconocer la razón. Volvió a verlas de nuevo: la aldea en la playa, las aguas rojas, el humo, y luego nada. Tenía que ver con su hermano, pero no tenía ni idea de qué se suponía que tenía que hacer con ellas.
La última vez que había hablado con Thomas, este no sabía dónde había muerto su hermano. Aquello parecía representar una nueva información entonces, aunque no acertaba a imaginar qué podría borrar de la faz de la tierra una aldea. Sacó un atlas de una de las estanterías y buscó las coordinadas, dando así con el archipiélago de Sulú en las Filipinas.
Realizó una serie de búsquedas en Internet relativas a historias recientes de la región, pero solo encontró advertencias gubernamentales acerca de viajar a lo que sin duda era una región peligrosa plagada de terrorismo. Un grupo pequeño pero violento estaba librando una guerra de secesión para crear una nación musulmana independiente para las islas de Mindanao y el archipiélago de Sulú. Como parte de la lucha antiterrorista, seiscientos cincuenta soldados estadounidenses, incluidos ciento cincuenta de las fuerzas especiales, habían sido desplegados en Basilan (la mayor isla del archipiélago) en 2002.
¿Era el humo de la playa el resultado de un ataque terrorista o la respuesta contra este? En cualquiera de los dos casos, el padre Ed pudo haberse encontrado en el medio, aunque tampoco acertaba a imaginar qué le había llevado hasta allí.
Llamaron a su puerta y esta se abrió. Tonya, la directora de comunicaciones del museo, entró.
—Acabo de hacer café si quieres tomarte una taza —dijo.
—Gracias —contestó Deborah—. Oye, échale un vistazo a esto, ¿quieres?
Ya le había referido a Tonya un relato detallado del extraño argumento secundario de su estancia en Paestum, así que no necesitó contarle demasiado para ponerla al tanto de las nuevas noticias.
—¿Por qué te mandaría esto? —preguntó Tonya.
—Creo que Thomas confía en mí —respondió Deborah—. Y no creo que confíe en mucha gente en este momento, y con motivos.
—Supongo que ser interrogados por el mismo asesinato une —afirmó Tonya.
—Bastante —dijo Deborah—. ¿Qué opinas?
—Nunca antes había oído hablar de este lugar —confesó Tonya—. Y si estás hablando de terroristas y ataques militares y demás, creo que no jugamos en esa liga.
—Entonces, ¿crees que no debería hacer nada? —le preguntó Deborah mientras se levantaba y ponía en pie.
—No, claro que no —dijo Tonya—. Pero creo que necesitas ponerte en contacto con el tipo de gente que se ocupa de este tipo de cosas.
—No quiero traicionar la confianza de Thomas o meterle en problemas.
—Creo que ya está en problemas —aseguró Tonya—. Y, además, podrías llamar a alguien con contactos que, por ti, sería discreto.
—¿Por mí? —dijo Deborah. Miró con desconcierto a Tonya. Pero esta esbozó una sonrisa de complicidad y Deborah lo captó.
Diez minutos después, con un café en la mano pero caminando por su despacho como haría un pájaro de orilla distraído, Deborah hizo la llamada. Solo tardó dos minutos en que la centralita pasara la llamada y respondiera una voz, una voz que la pilló con la guardia baja, aunque no tanto como ella iba a cogerle a él.
—¿Hola? —contestó—. Aquí Cerniga.
—Hola, Chris —le dijo que como si hubieran hablado un par de días antes—. Soy Deborah Miller.