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Thomas estaba tumbado boca arriba en la parte más alejada del montículo formado por la tierra de la excavación allí acumulada. Cuando las excavadoras habían cavado alrededor del montículo, habían ido creando un cono inclinado de piedras y tierra arenosa que era más alto que el propio túmulo. Desde donde estaba Thomas podía divisar todo el emplazamiento sin que lo vieran, a pesar de que sin luz había poco que se pudiera ver. La noche era tranquila, silenciosa, era demasiado pronto para que comenzara el zumbido de las cigarras.

Watanabe llegó media hora antes de que amaneciera. Aparcó en una zona apartada y entró en el lugar en silencio, con movimientos furtivos. Había llevado consigo una linterna del tamaño de un bolígrafo. Dedicó menos de cinco minutos a prepararse y a continuación desapareció por la parte trasera del túmulo. Thomas agudizó el oído, pero no pudo oír nada. Durante diez minutos pareció como si Watanabe se hubiera marchado.

—¿Dónde está? —susurró.

—Dentro —dijo Matsuhashi, que llevaba al menos dos horas sin moverse.

—¿Cómo ha entrado? La entrada está aquí.

—Debe de haber al otro lado otro agujero hecho por los tanuki que desconocíamos —dijo Matsuhashi—. Muy agudo. Debe darle acceso a la parte del túmulo que aún no ha sido excavada.

Otros cinco silenciosos minutos transcurrieron y entonces lo oyeron moverse ya fuera del túmulo. Thomas se aventuró a mirar. La oscuridad se iba tornando gris a gran velocidad y el arqueólogo había guardado la linterna. Estaba agachado y apenas si se movía, salvo sus manos, que frotaban un objeto pequeño cada vez, empleando lo que parecía un cepillo de dientes para niños, trabajando con infinito cuidado. Llevaba guantes y había colocado una especie de lona en el suelo, pero la meticulosidad de la escena quedaba deslucida por sus refunfuños febriles que iban en aumento conforme pasaba el tiempo. Estaba desesperado, presa del pánico.

Thomas apartó la vista y bajó con cuidado la pendiente, con cuidado de no desplazar siquiera una piedrecita.

—¿Cuánto tiempo dura el polen? —susurró.

—Decenas de miles de años —respondió Matsuhashi sin moverse—. La capa exterior es casi indestructible. Puede decirnos muchas cosas acerca de las condiciones de un objeto que haya sido enterrado.

—Si realmente está allí —adujo Thomas.

Matsuhashi no habló durante un rato y luego comentó:

—Va a volver a entrar. Ya casi es la hora.

Esperaron a que el sol estuviera casi sobre el horizonte y los coros de los pájaros amainaran para mover ficha. Era sencillo, trepar desde la parte superior del montón de tierra de la excavación y descender hasta el emplazamiento de la excavación propiamente dicha. No hablaron y se movieron con cautela, no estaban dispuestos a que los viera aún.

Watanabe al principio no los vio. Salió con aspecto distraído y sucio, y ya casi había recogido sus instrumentos y demás enseres cuando alzó la vista y vio a dos figuras en pie, esperando.

Se quedó quieto y entonces, como si su personalidad bastara para ayudarlo a salir de aquello, mostró su característica sonrisa. Sin las gafas parecía mayor, ojeroso.

—¿Trabajando desde temprano? —preguntó en japonés.

Matsuhashi no dijo nada. Tenía la espalda erguida y los ojos fijos en el suelo, como un soldado listo para que pasaran revista.

—Todo ha terminado —explicó Thomas. No se sintió triunfal, sino cansado. Deseaba que todo acabara. Pero había algo que necesitaba saber.

—Hábleme de Ed —dijo—. Mi hermano. ¿Por qué discutieron exactamente?

—No sé de qué me está hablando —indicó.

Thomas miró a Matsuhashi, pero el estudiante seguía ahí paralizado, incapaz de mirar a su profesor.

—Háblele acerca del polen —le animó Thomas.

—¿Qué polen? —dijo Watanabe encogiéndose de hombros de forma poco convincente. Iba a negarlo descaradamente, convencido de que su estudiante no le daría la espalda—. ¿Sabe algo de algún polen? —le preguntó a su estudiante, acercándose, cerniéndose sobre él.

—No, sensei —dijo Matsuhashi—. No sé nada de ningún polen.

Watanabe sonrió, esta vez de verdad. Palpó con las manos el bolsillo del pecho y encontró sus gafas de marca.

—Su hermano —añadió—, era un estúpido.

—¿Vino por la cruz? —insistió Thomas.

Watanabe miró a Matsuhashi, que parecía tan quieto e indefenso a su lado, y se permitió volver a sonreír de nuevo.

—Ha venido aquí para hacer unas acusaciones contra mí que no puede corroborar —señaló—. Su hermano hizo lo mismo. Vino lloriqueando para que se les diera un enterramiento digno a ciertos… restos humanos. —Negó con la cabeza y rompió a reír—. Una extraña búsqueda para un sacerdote, ¿no cree? Querer devolver los muertos (cuyos nombres ni siquiera conocía) al mismo agujero en la tierra, al otro lado del mundo.

Puso los ojos en blanco, queriendo reflejar lo absurdo de aquello.

—¿Eso es todo? —dijo Thomas horrorizado—. ¿Vino para llevarse de vuelta a Nápoles los huesos porque a Pietro le consumía el sentimiento de culpa por haber traicionado el descanso de aquellos muertos? ¿Eso es todo? ¿Qué hay de la cruz? ¿Del símbolo del pez? ¿De sus investigaciones?

—¿Investigaciones? —se mofó Watanabe—. Era un sacerdote. ¿Qué podía estar investigando que fuera de interés para un científico? No hablamos de ello.

Watanabe volvió a encogerse de hombros, contento por la decepción de Thomas, y ese gesto pareció real. El tiempo que había pasado Ed en Japón había sido como una separata, una línea tangente, y Thomas había perdido el tiempo siguiendo sus pasos hasta allí. Thomas sintió cómo la ira iba creciendo en su interior y se volvió hacia Matsuhashi.

—Termine con esto —dijo.

Pero Matsuhashi, con las mejillas llenas de lágrimas, parecía incapaz de hablar o moverse.

—Verá, señor Knight —dijo Watanabe mientras se ponía las gafas—. Los japoneses somos muy leales a nuestros sempai, nuestros superiores. Matsuhashi-san es mi estudiante, mi kohai, mi inferior. Su futuro también es el mío. Sin mí no es nada.

Thomas lo miró y luego miró al estudiante, animándole a que hablara.

—No hay polen —dijo Matsuhashi con extrema lentitud. Cada palabra pronunciada parecía una carga para él.

—Sí —dijo Watanabe—. Debe haber cometido algún error el lab…

—Nunca hubo ningún polen que no fuera japonés en los huesos —dijo Matsuhashi. De repente se puso recto y miró a su profesor directamente a los ojos. Fue un gesto sorprendente y desafiante, uno que Thomas estaba seguro que Watanabe no había visto antes en su alumno. El arqueólogo dio un paso atrás—. Pero —prosiguió Matsuhashi— usted no lo sabía, razón por la que entró en la tumba y limpió los huesos y objetos que había enterrado antes, objetos y huesos que no tenía planeado «descubrir» hasta algunos días después.

Watanabe se estremeció como si lo hubieran abofeteado.

—Eso es mentira —dijo en voz muy baja.

—No, sensei —dijo Matsuhashi. Bajó la mirada como hace un soldado cuando tiene delante a su superior.

—Sí —dijo Watanabe—. Lo es.

—No —dijo Thomas señalando al perímetro del yacimiento arqueológico—. Y tenemos pruebas.

Watanabe, muerto de la curiosidad, miró por encima de sus gafas. La gente comenzó a salir de donde estaba oculta, algunos cerca de la entrada, otros en la parte superior del montón de tierra. Iban provistos de videocámaras y micrófonos direccionales largos y con cubierta de espuma. La NHK había aceptado acudir solo cuando Thomas les había amenazado con que un periodista del New Zealand Herald sacaría la primicia y convertiría la arqueología japonesa en el hazmerreír de la ciencia a menos que acudieran. No se habían creído su historia, pero ahora sí. Todos lo harían.

—¡No! —gritó Watanabe, lanzándose contra Thomas. Los flases se dispararon, incrementando la tenue luz del amanecer como si de una ráfaga de disparos se tratara.