Epílogo
De Profundis

1. Dos días después

Thomas contempló la bahía de Manila desde su habitación en Roxas Boulevard y esperó a que le respondieran el teléfono. Estaba cansado, a pesar de haber dormido catorce horas, pero se sentía limpio y gran parte de la carga que había estado acarreando desde que habían llegado al Nara se había disipado.

—Druid Hills Museum, ¿en qué puedo ayudarle?

—¿Deborah? —preguntó Thomas.

—Soy Tonya, ¿puedo ayudarle?

—Me gustaría hablar con la señorita Miller —dijo Thomas—. Soy Thomas Knight. Estoy llamando desde la embajada estadounidense en las Filipinas…

—Espere un momento.

Deborah se puso al teléfono en menos de treinta segundos.

—¿Thomas? —dijo.

—Sí —contestó.

—Lo he visto todo en las noticias —declaró Deborah—. Lo lamento tanto. Lo intenté, pero…

—Salvó mi vida —señaló Thomas—. Y la de mucha más gente también.

—Si hubiera sido más rápida —dijo Deborah—, quizá habríamos podido detener los aviones.

—Y si no hubiese logrado detener ninguno, yo ahora estaría muerto, al igual que todos los que estaban a bordo del Nara.

—Pero su amigo…

—Murió con dignidad y determinación —afirmó Thomas con fuerza.

Deborah no dijo nada y durante un instante él no supo qué decir.

—Hay mucho interés en el pez —comentó Deborah por decir algo—. Dicen que ninguno ha sobrevivido, pero ya hay científicos que están pidiendo que se den a conocer los restos.

—Resultaría irónico que fueran los últimos de su especie —indicó Thomas—. Pero ¿quién sabe? Quizá hay otras poblaciones en la zona, o en cualquier otro lugar.

—Los periódicos dicen que la mujer de Devlin ocupará su puesto hasta que se celebren nuevas elecciones.

—Debería escribirle —dijo Thomas—. O intentar visitarla en Chicago. Su marido y yo no estábamos de acuerdo en casi nada, pero creo que era un hombre de principios e íntegro. Ojalá me hubiese dado cuenta de ello antes de que muriera.

—La muerte es así —dijo ella—. Cambia la manera de ver la vida.

Thomas asintió y sonrió. Sabía que ella no le podía ver, pero que le entendía.

—Tienen los restos de Ed aquí —explicó—. Son solo huesos, claro, pero estoy contento de que los tengan.

—¿Cuándo va a volver a Estados Unidos? —preguntó ella.

—Pronto. Tengo un par de cosas que hacer antes de regresar.

—He oído que su instituto le ha ofrecido regresar —dijo Deborah—. Es todo un héroe.

—Bueno —dudó Thomas—. Ya veremos. Tengo un don para caerme de los pedestales. Pero, no sé… —Su sonrisa se quedó paralizada. Le vino a la memoria la imagen de Jim en la playa—. Quizá esta vez sea diferente —dijo. Vació su vaso de Bushmills de un trago, saboreándolo, pero no se sirvió más.

2. Una semana después

Tetsuya Matsuhashi cerró el paquete y se lo entregó a la oficial de aduanas, que sonrió e inclinó la cabeza de una manera entre emocionada y avergonzada que dejaba entrever que su estatus de celebridad todavía no se había evaporado del todo. Cogió el tren a Tokio y se le pasó por la cabeza visitar a Watanabe antes del juicio. Se preguntó qué le diría a su antiguo mentor. Volvió a leer la carta de Thomas en la que le daba las gracias por mandarle las imágenes por satélite a Deborah y por haber hablado con las autoridades estadounidenses y japonesas, desesperadas por conocer qué era lo que había sucedido. Y, por supuesto, por haberle hecho frente a su sensei: un acto que podría haberle costado la carrera.

Thomas le había deseado suerte para la defensa de su tesis doctoral, que se celebraría pronto, pero lo cierto era que no resultaba muy probable que su facultad le negara nada, incluso aunque se mostraran escépticos con su trabajo. Le esperaban muchas cosas buenas. Lo único que tenía que hacer era ser merecedor de ellas. Era una presión importante, pero había aprendido mucho de sí mismo tras lo acontecido con Watanabe y poseía una seguridad de la que había carecido anteriormente. Matsuhashi sentía que era él quien tenía que estarle agradecido a Thomas, no al revés.

Quizá le dijera eso a Watanabe. Quizá lo entendería. Quizá incluso lo llegara a respetar por ello. Matsuhashi contempló el exterior a través de la ventana y el interior del tren, y sonrió, por primera vez en lo que se le antojaba mucho, mucho tiempo.

3. Dos semanas después

Hacía frío en el Fontanelle y, aunque la luz era tenue, había conductos de ventilación (como aquel por el que había accedido Thomas una noche, tiempo atrás) que hacían que una luz verde y polvorienta se filtrara por los túneles de huesos apilados.

—¿Aquí? —dijo Giovanni.

Thomas asintió y dejó la caja en el suelo de piedra. Había llegado de Japón esa misma mañana, sellada con cinta adhesiva oficial. La abrió con cuidado, con reverencia, y se apartó para poder ver mejor el contenido. Giovanni encendió una vela y la colocó en un estante bajo mientras Thomas sacaba los cráneos de la caja y los colocaba con cuidado junto a los demás.

—¿Están todos? —dijo Giovanni.

—Todos los que pudimos encontrar —contestó Thomas—. Estos son los más antiguos, los que Watanabe enterró en el yacimiento. Estos otros —añadió— son los más recientes, que no pudo usar.

Quedaba un cráneo en la caja. En comparación era más brillante, más limpio: más reciente.

Giovanni lo contempló.

—¿Está seguro de que quiere hacer esto? —le preguntó.

—No —respondió Thomas con sinceridad—. Pero creo que es lo que Ed habría querido.

Los dos hombres observaron en silencio el cráneo.

—Este lugar me daba pavor —explicó Giovanni—. Me parecía morboso, malsano. Espantoso. Pero cuando vine después de la muerte de Pietro tan solo me pareció un lugar triste. Pero, con el tiempo… no sé, comencé a sentir que los muertos que hay aquí son como una familia, que tenía que cuidar de ellos como cuidaría de una anciana tía a la que no conociera demasiado pero que se hallara tan enferma que fuera incapaz de valerse por sí misma. ¿Es una locura?

—Probablemente —contestó Thomas con una sonrisa—. Pero creo que le entiendo.

—De todos modos —dijo Giovanni—, ya no me da miedo este lugar, ni me produce tristeza. Hay una pureza en él, una claridad… ayuda a poner las cosas… ¿Cómo se dice? ¿En su sitio?

—En perspectiva —dijo Thomas—. Sí.

—¿No le importa que Eduardo no tenga tumba?

—Sí, pero él dedicó la mayor parte de su vida a trabajar con los pobres, la gente cuyo nombre nadie recuerda. Creo que preferiría descansar junto a ellos.

—Y esto no es él —dijo Giovanni—. Solo los restos de su cuerpo terrenal. Eduardo se marchó hace tiempo.

—Sí —dijo Thomas. Notó un picor en los ojos al pensar en ello, al pensar en Jim, su amigo, que había dado su vida para que Thomas pudiera vivir.

Un buen hombre, pensó, recordando lo que Jim había dicho de Ed.

Sí, los dos lo eran.

—¿Está preparado? —preguntó Giovanni.

Thomas quería hablar, pero las palabras no le salían. Kumi dio un paso adelante, le cogió la mano y respondió en nombre de los dos:

—Sí.

Entonces Giovanni se persignó y, con las palabras de la misa en italiano que tan bien conocía y que tan queridas le eran, comenzó el funeral por Ed, por Jim, por el senador Zacharias Devlin, por Ben Parks, por Hayes incluso, por aquellas almas infelices que lo habían seguido, y por los muertos sin nombre que yacían a su alrededor.