39

—¿Una noche dura? —le preguntó Brad Iverson mirándolo por encima del Wall Street Journal cuando Thomas llegó diez minutos antes de que cerraran el bufé del desayuno.

—He dormido mal —respondió Thomas.

—Eso parece —dijo Brad jugando al papel de tío enrollado. «Chistosos», los llamaba Thomas—. Espero que la mujer valiera la pena —comentó Brad y rompió a reír, echando la cabeza hacia atrás.

Thomas sonrió levemente, pero ese día no tenía ganas de seguirle el juego.

—¿Qué tiene pensado visitar hoy, turista Thomas?

—Aún no lo sé —susurró Thomas casi para sí—. Supongo que volveré a Pompeya.

—Pero amigo, ¿una vez no es suficiente? ¿Qué ve en ese montón de piedras?

—Al parecer, no demasiado —contestó Thomas.

Fue a la casa de retiro espiritual sin importarle si era Pietro, Giovanni o Roberta quien le abría la puerta. Quería hablar con los tres. Cuando llegó, las puertas estaban abiertas. Las habían abierto para que entrara un camión de reparto.

—Comida y demás provisiones para las franciscanas —le explicó Giovanni en un tono un tanto cansado mientras le indicaba con la mano que pasara—. El resto llega mañana.

—Creo que una de ellas se llevó un buen susto —afirmó Thomas.

Giovanni se encogió de hombros.

—Probablemente no fuera nada —dijo, aunque Thomas dudaba que realmente creyera eso.

Pietro estaría fuera todo el día, pero tras escuchar cómo había sido la noche anterior de Thomas, Giovanni dijo que se aseguraría de que el anciano monseñor se sentara con Thomas antes de que acabara el día para mantener una larga charla que hace tiempo que deberían haber tenido.

—¿Le importa si usted y yo hablamos ahora? —le preguntó Thomas.

Giovanni miró su reloj.

—De acuerdo —respondió—. Una hora. Pero no aquí. Este lugar se está volviendo… —dejó de buscar la palabra adecuada y alzó las manos casi a la altura de su cabeza: ruidoso, frustrante, desesperante.

Caminaron hasta el cruce con la Via Medina, atravesaron con cautela la calle y dieron un paseo hasta el mar, pasando junto a una larga fila de otrora elegantes fachadas del siglo XVIII, ahora ennegrecidas y plagadas de pintadas. Pasaron por un pequeño grupo de restaurantes que tenían las terrazas cerradas hasta la hora de comer; rodearon una imponente fuente con estatuas de la mitología marina; y entonces, casi de repente, se encontraron con una impresionante y bien conservada fortaleza, el Castello Nuovo.

—Vine aquí con su hermano —comentó Giovanni—. Nunca antes había estado. Él me lo enseñó.

—Supongo que cuando uno vive en un lugar no siempre ve las cosas que un turista moriría por ver —dijo Thomas.

—Cierto —afirmó el sacerdote—. El castillo es típicamente napolitano: montones de capas. Bajo la tierra hay restos griegos, y después romanos. El edificio es del siglo XIII, pero fue restaurado en el siglo XV y posteriormente también. Ahora alberga la sede del Ayuntamiento de la ciudad. A Ed le gustaba la… ¿cuál es la palabra?

—¿Historia?

—Sí —dijo mientras ladeaba a un lado la cabeza como indicando que esa no era exactamente la palabra que buscaba—. Más como «continuidad». ¿Puede ser?

—Sí.

Entraron en el castillo por un enorme puente de madera y atravesaron un arco de entrada profusamente tallado, flanqueado por columnas y rematado por un friso con caballos y una cuadriga. El arco de entrada era casi tan alto como las dos enormes y oscuras torres que lo flanqueaban, y este conducía a un patio de piedra. Thomas se quedó quieto, absorbiendo las épocas, la continuidad del lugar, mientras Giovanni compraba un par de entradas en lo que otrora había sido la torre de entrada.

—Me habló del interés de Ed en los símbolos —dijo Thomas cuando el sacerdote regresó—. ¿Recuerda alguno que le interesara especialmente?

—No conocía mucho su trabajo —dijo Giovanni—, pero le recuerdo recopilando imágenes del pez de las catacumbas en Roma y en otras representaciones artísticas paleocristianas.

—¿El símbolo del pez? ¿Como esas cosas que lleva la gente en los coches?

Giovanni se encogió de hombros y le indicó con un gesto que subiera por unas escaleras considerables.

—Era un símbolo del cristianismo primitivo —dijo—. Un diseño muy simple. Hay quien piensa que comienza como una palabra que compones con las primeras letras de otras palabras.

—¿Un acrónimo?

—Sí —dijo Giovanni—, pero creo que también era una especie de código. El lenguaje del cristianismo primitivo era el griego, y su palabra para «pez» era ikthus. Su hermano me enseñó esto. Espere.

Habían llegado a una de las torres que daban al mar y en la que había dispuesta una sala circular con bancos: un edificio del parlamento o un juzgado. El techo abovedado medía cerca de dieciocho metros de altura, apoyado en soportes de piedra. Giovanni sacó un pañuelo de papel del bolsillo, se apoyó contra el borde de un escritorio de madera y comenzó a escribir rápidamente con un bolígrafo negro:

Thomas observó las palabras mientras Giovanni señalaba con el dedo las letras iniciales.

—¿Lo ve? —dijo—. Ikthus, «pez», pero también Jesucristo, hijo de Dios y nuestro Salvador. La palabra se empleaba para que los cristianos perseguidos se reconocieran entre sí. Cuando se encontraban, dibujaban una línea como esta.

Dibujó una línea curva, como una onda estilizada.

—Y el otro completaba la imagen.

Añadió la mitad final de la curva, uniendo la línea en el extremo izquierdo para formar la cabeza del pez, y cruzándola a la derecha para crear la cola.

—¿Y es una imagen muy antigua? —dijo Thomas.

—Quizá una de las más antiguas. Ed decía que también existía ese símbolo en otras religiones, pero el cristianismo primitivo la reclama como propia. El Nuevo Testamento está lleno de historias que emplean este símbolo.

—«Os haré pescadores de hombres» —dijo Thomas.

—Y alimentaré a más de cinco mil personas —dijo Giovanni—. Eduardo decía que el pez era un «símbolo arquetípico de la fertilidad» —concluyó y sonrió al evocar la frase.

Caminaron en silencio durante un tiempo hasta que llegaron a una amplia sala que daba al mar y cuyo suelo era de grueso vidrio. Bajo él pudieron ver los niveles inferiores del edificio: los restos de los almacenes, mazmorras, pasadizos y tumbas, algunas con esqueletos.

—Dicen que los cimientos están llenos de túneles que datan de los primeros días del edificio —dijo Giovanni—. Algunos llegan al mar. Existe una leyenda según la cual los prisioneros que estaban en las mazmorras gritaban por la noche. Cuando los guardias iban al día siguiente, habían desaparecido de sus celdas. Años después, los soldados recorrieron todos los túneles y encontraron un cocodrilo que había escapado de un barco procedente de Egipto y había vivido en los pasadizos desde entonces. Mataron y disecaron al cocodrilo y lo colgaron en la entrada. Es solo una leyenda, pero a Eduardo le gustaba esa historia.

De nuevo sonrió, esta vez con melancolía.

—Debería regresar —suspiró—. Usted tiene que ir a Pompeya y yo tengo unas monjas de las que ocuparme.

Thomas asintió.

Símbolos, pensó. Cruces y peces. ¿Podrían ser el motivo de la muerte de Ed? ¿Pero cómo?

—Es todo tan… inadecuado, tan insuficiente —dijo en voz alta—. Me falta algo.

Giovanni no dijo nada y Thomas se volvió a preguntar si los amigos de Ed no estarían ocultándole información, para proteger su recuerdo o para protegerse a sí mismos. Y, si era así, ¿protegerse de qué? ¿De quién?