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Era un hombre. Iba desnudo de cintura para arriba. Era muy pálido y larguirucho, y tenía unas manos enormes, espaldas anchas y una cabeza deforme y diminuta con ojos pequeños y blanquecinos. Cuando gritó, Thomas pudo ver que llevaba los dientes limados en punta. No tenía pelo y un hilo de sangre le cruzaba la cara. Rezumaba maldad. En una mano blandía una hoja larga y curvada, brillante y tan afilada que parecía garantizar una precisión quirúrgica, si bien era ancha y tenía forma de hoz.
Thomas no necesitaba que el hombre se moviera para saber cuán letal sería esa arma en sus manos. No había otra salida, ninguna otra escalera salvo aquella en la que estaba acurrucado esa especie de trasgo. Sin pensárselo dos veces, Thomas cogió el extremo de la cadena con las dos manos, pasó parte de ella por encima de la barandilla de hierro y se lanzó al vacío.
La cadena se golpeó y se le deslizó de las manos por su peso, pero, una vez se estabilizó, comenzó a descender por ella. Llegó al suelo del santuario antes de que el asesino de Pietro se hubiese acercado siquiera a la barandilla.
Esperaba que su agresor fuera a bajar por las escaleras, por lo que le resultó doblemente alarmante la forma en que el hombre saltó a la cadena y comenzó a descender con precisión y aparente facilidad. Thomas se movió con rapidez y puso rumbo hacia la puerta de la sacristía.
Intentó abrirla mientras aquel ser completaba su descenso: estaba cerrada. Corrió a la parte trasera de la iglesia y a la entrada principal que lo llevaría a la calle, donde habría gente, pero también estaba cerrada. Durante un momento forcejeó con el pomo y soltó una palabrota. Entonces se volvió y vio que el hombre con aspecto de murciélago avanzaba lentamente por el pasillo izquierdo, trotando, casi a cuatro patas. Thomas solo vio otra puerta que podría sacarle de allí.
Echó a correr por el pasillo derecho mientras buscaba por el suelo la pistola que se le había caído. Ni rastro de ella. Llegó a la puerta.
Que esté abierta. Por favor, Dios mío. Que esté abierta.
Así era. Le condujo a un corredor similar al de la pared de enfrente que llevaba hasta la sacristía. Thomas echó a correr, cuando el repentino alivio se transformó en pánico al ver que el corredor terminaba en otra puerta. Si estaba cerrada, estaría atrapado…
Intentó abrirla. El pasador sonaba, pero la puerta no se movía. Empujó y empujó, consciente del gruñido sibilante del asesino tras él. Fue entonces cuando vio la llave negra en la cerradura. La giró con las manos temblorosas y entonces empujó. Demasiado pronto. Apartó el hombro de la puerta y volvió a girar la llave. Podía oír al asesino acercarse.
Escuchó un clic y Thomas empujó la puerta con los ojos como platos y el corazón latiéndole sin cesar. La puerta se abrió. La cerró de un portazo tras él y se percató demasiado tarde de que podía haberse llevado consigo la llave e intentar cerrar desde dentro.
Durante un segundo, al sentir el aire frío de la noche, pensó que estaba libre. Entonces vio que unos muros de hormigón de tres metros de altura se alzaban a cada lado del camino, camino que conducía hasta un muro de piedra a pocos metros de distancia. Por encima de su cabeza, el cielo de la noche estaba casi cubierto por los árboles que se extendían por encima del túnel descubierto. Pero la puerta que tenía a sus espaldas se estaba abriendo y Thomas pudo escuchar aquel gruñido sibilante con más fuerza.
Thomas avanzó a trompicones, histérico, mirando a todos los lados, buscando una forma de salir de aquel callejón sin salida. Nada. No, al menos, hasta que miró hacia abajo.
Había una abertura en la roca, hecha por hombres, redonda como la boca de un pozo, y en su interior había una escalera de madera que conducía hasta la oscuridad. En un gancho que había en la roca, encima de la escalera, había una linterna de caucho negra.
Thomas miró hacia atrás de nuevo, vio que la puerta ya estaba abierta, y comenzó a bajar.
Un metro, tres, seis, nueve… una oscuridad cada vez mayor. Y entonces el rostro redondo y pálido del asesino apareció encima de él, con aquellos diminutos ojos y terribles dientes, y Thomas recorrió el tramo de escalera que le quedaba de un salto, cogió la escalera y tiró de ella al igual que Juan cortó el tallo de las habichuelas mágicas para que el gigante no pudiera seguirlo.
La escalera cayó con un sonoro crujido que retumbó a su alrededor y resonó a través de los pasadizos y cuevas de piedra. El asesino no podría bajar hasta allí, pero podía usar la cadena para descender, y podría hacerlo sin ayuda. Thomas todavía no estaba a salvo, e incluso aunque hubiese estado seguro de poder escapar, no se habría sentido mucho mejor, porque sabía dónde se encontraba.
En el cementerio Fontanelle.
Dios se apiade de mi alma, pensó.