109
Thomas no lo pensó. Apartó la vista de Jim, cogió la pistola de bengalas de su cinturón, apuntó al reflector del helicóptero y disparó.
La bengala salió disparada dejando una estela de humo tras de sí y durante un instante no sucedió nada, por lo que Thomas pensó que había errado o que la bengala no funcionaba. Estaba palpándose los bolsillos para meter otra bengala en la pistola cuando de repente el helicóptero estalló en una luz roja y blanca. El disparo había alcanzado justo el lugar donde se sostenía el soldado y la explosión fosforescente fue como la de una granada. El helicóptero comenzó a dar sacudidas y los rotores sesgaron el aire cuando comenzó a dar bandazos. Entonces, algo estalló en el interior y la luz se vio eclipsada por una explosión naranja que se convirtió en una bola de fuego. El helicóptero entró en pérdida en el aire, perdiendo su estructura original cuando parte de la cola se cayó. Entonces comenzó a caer.
Thomas rodó y se lanzó todo lo lejos que pudo cuando los restos del helicóptero cayeron sobre los árboles, hacia él. Entonces se produjo otra explosión y durante un segundo no pudo ni pensar ni sentir y no sabía si estaba de una pieza o moribundo. Pero enseguida se puso en pie, ayudó a Jim a levantarse y gritó a Kumi que los siguiera. Ella echó a correr veloz, aparentemente ilesa, pero Jim había recibido dos impactos de bala y, con la luz feroz del helicóptero en llamas, Thomas pudo ver que los ojos se le cerraban.
—Quédese conmigo —le gritó—. No se duerma. Intente caminar.
Y, cargando con gran parte del peso del sacerdote, se adentró en la maleza.
Avanzaban con lentitud y Thomas estaba seguro de que había sido el caos originado después de que el helicóptero se estrellara lo que había ralentizado a sus perseguidores. Sin el helicóptero, quizá habían decidido esperar hasta el amanecer para continuar con la persecución. Eso les vendría muy bien.
En el borde de la cala había un hueco cubierto de hierba. Tumbaron a Jim. Seguía consciente, pero solo lo justo. Una bala le había atravesado el brazo izquierdo por encima del codo. Probablemente tuviera el brazo roto, pero era la otra bala, que le había atravesado el hombro, la que preocupaba a Thomas. El orificio de salida estaba bajo su brazo, y solo Dios sabía los daños internos que le podía haber provocado. Le costaba respirar y probablemente le hubiera alcanzado los pulmones. Thomas creía que se estaba muriendo.
Corrió al sumergible y sacó el kit de emergencia. Kumi, a la que siempre se le habían dado mejor esas cosas, lo cogió, aplicó antiséptico a las heridas e intentó contener la hemorragia.
—No sé qué más hacer —dijo.
—Está bien —acertó a decir Jim—. Gracias.
Kumi miró a Thomas. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—Lo siento —dijo Thomas—. Pensé que si os sacaba…
—Nos habrían matado de todas formas —dijo Jim—. Era lo mejor que se podía hacer. Le estoy agradecido.
—¿Y ahora qué? —dijo Kumi.
—¿Cuántos guardias hay en el Nara? —preguntó Thomas.
—Ninguno —respondió ella—. La tripulación está encerrada abajo y el capitán está muerto.
Thomas exhaló.
—¿Y bien? —dijo Kumi—. ¿Tu plan?
—Supongo que podemos usar el sumergible —propuso Thomas.
—No entramos todos —dijo ella.
—Entonces déjenme aquí —sugirió Jim.
—Podemos entrar todos si uno de ellos se sube arriba —dijo Thomas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kumi.
—Yo me meto dentro con Jim —explicó Thomas cruzándose de brazos—. Tú te sientas a horcajadas encima y vamos hacia el Nara.
—¿Y cómo se supone que voy a respirar? —bufó.
—Solo nos sumergiremos lo justo para que no nos puedan ver. No más de medio metro. Tendrás la cabeza por encima del agua.
—¿Y cómo me voy a sentar encima de esa cosa? —dijo.
—Yo sé manejar el sumergible —dijo Thomas—. Y la sangre de Jim atraería a los tiburones.
Hubo un momento de silencio roto por una risotada. Era Jim.
—Bueno —dijo, y su acento irlandés fue aun más perceptible de repente—, una frase así no se escucha todos los días.
Kumi lo miró y luego su mirada se posó en Thomas.
—De acuerdo —dijo—. Pero será mejor que nos demos prisa. Va a amanecer.
Thomas se estaba incorporando, pero se detuvo.
—¿Qué hay de Parks? —dijo.
Jim, casi sin respiración, habló.
—No podemos sacarle nosotros solos —comentó—. Si podemos subir a bordo del Nara y llegar a puerto, podremos enviar a las autoridades. Intentar salir de aquí es nuestra mejor baza.
Se desplomó, exhausto del esfuerzo. Thomas asintió.
—Vamos allá —dijo.