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Roberta no paró de hablar. Primero en el autobús número dos atestado de gente al que se habían subido en la parada junto al estanco que había al otro lado de la calle del Executive; después en el andén de la línea Circumvesuviana; a continuación en el tren; y, finalmente, en la calurosa ciudad antigua de Pompeya. Le habló acerca de Italia y los italianos, de la comida italiana, del italiano y de cómo deseaba saber más. Le habló de lo nerviosa que se sentía ante su próximo retiro espiritual. Le obsequió con varias reflexiones acerca de la terrible noche que había pasado Thomas, de la inminencia de la muerte («Puede presentarse en cualquier momento: el truco está en estar preparado»), y en la necesaria preparación espiritual para esta. Le habló de las maravillas de la arqueología y la historia, y de cómo el hacer frente al pasado cambiaba la percepción del presente de cada uno. En resumen, habló de gran parte de lo que había hablado antes y, si bien antes habían parecido pensamientos, en ese instante todo eso parecía como si lo hubiera sacado de algún libro. Mientras escuchaba lo que decía la guía en el foro, Thomas se escondió en el Templo de Apolo y esperó hasta que Roberta dejó de buscarlo entre la gente para a continuación caminar por la ciudad solo.
Thomas se sentía un poco mal por haber dejado plantada a Roberta, pero era lo que había planeado desde un principio. No había visto de primera mano el cuadrado mágico y sabía que se encontraba en una casa que no estaba abierta al público. El plan que fue tomando forma en su cabeza mientras iban en el tren era que encontraría un lugar donde esconderse (quizá en el anfiteatro, que estaba bastante apartado de los lugares más frecuentados del emplazamiento) y esperar a que el día llegara a su fin. Entonces, cuando cerraran, encontraría la casa de Paquio Próculo, entraría y vería qué era lo que ese cuadrado podía tener que mostrarle.
Mientras tanto, Thomas se dirigió a todos los lugares que Ed había visitado, lugares que no había visto en su última visita: termas con mosaicos de criaturas marinas, y (lo más importante) el Templo de Isis, por el que había pasado la vez anterior sin darse cuenta. Mientras, intentó procesar lo que sabía: la investigación de Ed, Parks, cómo había acabado el pez de plata en poder de Satoh, la historia de la cruz de Herculano y, con más insistencia, las circunstancias de la muerte de Satoh. El caos intrincado de sus pensamientos se asemejaba a los restos de la ciudad que tenía ante sí: restos de mosaicos, estructuras medio derruidas de ladrillo, azulejo y piedra; casas sin nombre a lo largo de calles vacías. No había ningún orden, ninguna secuencia; nada tenía sentido. Entró en el Templo de Isis y solo vio piezas de un rompecabezas que no podía esperar resolver. ¿Qué había visto su hermano allí que era tan importante? ¿Qué había sido ese lugar? ¿Qué función tenían ese altar y esa columna? ¿Por qué una diosa egipcia era venerada en una ciudad romana del siglo I?
La última cuestión era nueva y se detuvo a meditar la respuesta. Roma tenía territorios en el norte de África. Recordó los vínculos de Cleopatra con Julio Cesar y Marco Antonio gracias a Shakespeare. Así que, ¿el culto de Isis había sido importado, absorbido e incluido en el panteón romano al igual que las culturas foráneas fueron absorbidas por el imperio, del mismo modo que el cristianismo sería absorbido y declarado oficial tres siglos después?
Observó los restos del templo. Era un patio cuadrado rodeado por un sendero flanqueado por columnas y unos peldaños que conducían al santuario, situado en el centro. Varios bloques de piedra estaban dispuestos alrededor del espacio abierto, aunque no estaba seguro de si eran pedestales de estatuas o altares. En una esquina del cuadrado había una estructura en forma de bloque cubierta de yeso blanco. Thomas le echó un vistazo a la guía. Era el purgatorio, una construcción que tenía una sala abovedada y subterránea que otrora contuvo agua del Nilo: agua sagrada.
Se acercó a la pálida estructura y la observó, ya frustrado y un poco aburrido. Entonces se protegió los ojos del sol. Había visto una imagen que le era familiar, así que volvió a mirar. Por encima de su cabeza había un friso de yeso con peces. Peces extraños, con aletas descomunales en la parte delantera y, en algunos casos, dientes triangulares como los de los caimanes.
Peces de nuevo.
Su mente retrocedió a los otros lugares que había visto ese día y a aquellos que Ed había anotado y que estaban en otros emplazamientos, y la imagen del pez pareció ser de repente la imagen que había visto sin cesar desde su llegada. Lo había visto en los mosaicos de las termas y en la piscina subterránea de Herculano, en la tumba cristiana del nadador en Paestum, en el votivo de plata que había robado Parks y que habían encontrado en el cuerpo de Satoh, en diversos lugares en toda Pompeya y, más claramente, allí, en el templo grecorromano dedicado a una diosa egipcia.
Thomas sintió cómo el corazón le latía con rapidez. ¿Era eso? Y, si era así, ¿qué podía significar?
Contempló los relieves de yeso de aquel extraño pez, con sus morros bulbosos, sus colas retorcidas, sus fauces dentadas y esas descomunales aletas delanteras que parecían…
Patas.
Era un culto egipcio, y uno de los animales que guardaba más relación con Egipto era el cocodrilo. ¿Podrían esas extrañas imágenes ser representaciones de esos animales realizadas por italianos que nunca habían visto un cocodrilo? Pero había visto las pinturas del templo en el museo de Nápoles y estaban plagadas de detalladas representaciones de divinidades egipcias con cabezas de chacal y motivos que demostraban un conocimiento de la cultura egipcia. También había visto numerosas representaciones de peces por toda Pompeya y Herculano, y muchos de ellos no solo eran muy reales, sino también reconocibles. Pero luego había visto los otros, los peces extraños con largas aletas que parecían patas. No provenían de Egipto. Provenían de allí, probablemente habían sido imágenes locales injertadas en el culto importado a Isis al igual que la granada de Hera había sido incorporada a la Virgen María.
Por tanto, el símbolo del pez con patas era un símbolo antiguo y local y (tal como la tumba de Paestum ponía de relieve) se había adaptado para un uso cristiano. Giovanni había dicho que el pez en su forma más conocida había tenido una gran resonancia simbólica para los cristianos, pero el pez con patas habría tenido incluso mucha más. Un pez provisto de extremidades podía avanzar por tierra y agua, podía (ahora que lo pensaba) ser un símil de cuando Cristo caminó sobre las aguas mientras los aterrados apóstoles se encogían de miedo en el barco que navegaba por el mar de Galilea. Si la primera tumba de Paestum usaba el símbolo del nadador como una imagen que sugería el paso de la vida a la muerte, ¿no podría el uso cristiano de un pez con extremidades sugerir una especie de transcendencia, el lograr abrirse paso a través de la muerte y el más allá: la capacidad de vivir en ambos elementos?
¿Qué era lo que decía la nota que Ed le había escrito a Giovanni?
«El símbolo de la sabiduría iana, puede que haya encontrado el origen, pero este señala fuera de Italia y tengo que seguirlo.»
¿Era el pez con extremidades el símbolo origen del paleocristianismo? ¿El icono supremo del triunfo de Cristo sobre la muerte? Si así era, ¿por qué no se había convertido en parte de la iconografía central de la Iglesia y hasta dónde había seguido Ed ese símbolo? Y, ¿cómo era posible que aquella búsqueda le hubiera costado la vida (y la de Satoh)? No tenía idea alguna, pero sintió en sus venas una energía renovada. Por fin estaba tras algo.