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Los disparos barrieron los árboles. En algún punto justo encima de donde se guarecían, un cocotero estalló y una cacatúa graznó y salió volando hacia el cielo.
—No estaría mal tener un plan —comentó Kumi.
—Corre —dijo Thomas.
Durante medio segundo se lo quedó mirando, y entonces se produjeron nuevos disparos y Thomas echó a correr hacia los árboles, tirando de Kumi tras él. Jim cerraba la marcha.
Thomas pensó mientras corría precipitadamente por el sendero de arena que había recorrido instantes antes con Parks. Miró su reloj. Podían regresar a la cala en quizá veinte minutos. Eso les daría otra hora aproximadamente hasta que el sol se pusiera.
—Vienen tras nosotros —gritó Jim.
Y no solo a pie. Por encima de los chillidos de los monos y los pájaros, de las ráfagas de disparos y de la palpitación de la sangre en sus oídos, Thomas pudo oír cómo el helicóptero despegaba.
—Por aquí —señaló.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Kumi. Una rama le había hecho un rasguño en el rostro, pero ella no parecía haberse percatado.
—Tan solo quédate conmigo —dijo.
Se salieron del sendero en ese momento y se adentraron por entre las palmeras y yucas para no dejar su rastro, aunque no eran los hombres que los perseguían a pie lo que preocupaba a Thomas. Llevaban corriendo cinco minutos, y estaba seguro de que el helicóptero ya estaba en el aire. Dos minutos después escuchó cómo les pasaba por encima. Volaba bajo y los rotores agitaban la parte superior de las palmeras como un huracán agitaría la hierba. Se acurrucaron para guarecerse de la fuerza del viento y entonces la oscuridad se desvaneció y se vieron cubiertos por una luz cegadora como un relámpago.
El helicóptero había encendido el reflector para dar con ellos.
En la puerta lateral del helicóptero apareció un soldado y los apuntó con una ametralladora multicañón. Jim alzó las manos, rindiéndose. Con una ráfaga de disparos y un sonido ensordecedor, el arma abrió fuego. Jim cayó al suelo, pero la ametralladora siguió disparando.