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Thomas echaba de menos la ciudad. Cuando era más joven había pasado mucho tiempo allí, pero como su casa y el trabajo lo retenían en los alrededores de la mucho más insípida Evanston, apenas si iba ya. Le gustaba la inmensidad gris y desigual de Chicago, sus árboles desnudos y cómo el viento ondulaba la superficie del lago. Se dirigió hacia la orilla de este, pensando en Ed y preguntándose qué iba a hacer con su vida cuando todo aquello pasara. Cuando quiso darse cuenta, se encontraba en el Lincoln Park Zoo y, dado que el lugar parecía estar tranquilo y (sorprendentemente) seguía siendo gratis, entró como había hecho muchas veces con Ed cuando eran pequeños.

No estaba tan tranquilo como desierto. Era tarde y hacía mucho frío, pero encontró extrañamente satisfactorio caminar solo y observar a los animales para evadirse. Por lo general los zoos le generaban cierto conflicto; le atraían la belleza y magnificencia de los animales a la vez que sentía cierta lástima por aquellas criaturas, por mucho que se dijera a sí mismo que aquellos lugares realizaban unas funciones muy positivas. Ese día solo sentía una mezcla de paz y los efímeros fantasmas de la memoria.

No vio nada más que a una familia, un hombre de rostro fino y su mujer, que estaba golpeando el cristal de protección de los gorilas para deleite de los gritones de sus hijos. Thomas estuvo a punto de decirle algo, pero no tenía la energía para hacerlo, y los gorilas se limitaron a mirarlos sin comprender y a esperar a que los humanos se marcharan.

Entró al recinto Kovler, donde se encontraban los grandes felinos, y observó a los acechantes leopardos de las nieves. Luego salió al exterior, al frío, donde los leones holgazaneaban sobre piedras cubiertas de nieve. Solo los separaban una alambrada no muy alta y un foso inclinado y vacío. Ed y él siempre terminaban allí de pequeños, yendo de recinto en recinto y discutiendo amigablemente acerca de cuál molaba más, el lince o el serval, de la misma forma que hablaban acerca de los jardineros y los receptores en béisbol. Los leones siempre tenían el aspecto que debían tener los leones, altaneros, tolerando a gente como él que se quedaba boquiabierta mirándolos, seguros en su convencimiento de que eran los amos y señores de su territorio, por muy limitado que este fuera. Incluso en cautividad, en el invierno de Chicago y con los grises edificios de Chicago a un lado y las aguas más grises aun del lago Michigan al otro, habían portado un pedazo de la sabana consigo y ellos eran quienes lo gobernaban.

Tienes que respetarlo, pensó Thomas. De repente sintió la ausencia de su hermano como no la había sentido en todo el día.

Estaba observando cómo una de las leonas roncaba y se rascaba distraídamente y no se percató de la presencia del hombre hasta que este se hubo situado tras él. Llevaba una chaqueta térmica muy pesada, guantes y un gorro de lana que le cubría prácticamente la cara.

Thomas comenzó a moverse por acto reflejo. El hombre estaba demasiado cerca, demasiado convenientemente protegido contra el frío y, de repente, sujetó a Thomas por la espalda y lo inmovilizó contra la alambrada.

Thomas intentó librarse de él, pero el tipo (era blanco, pero Thomas no podría haber dicho nada más aparte de eso) le cogió la muñeca izquierda, se la llevó a la espalda y tiró de ella hacia arriba, un movimiento rápido y ágil que terminó antes de que Thomas pudiera hacer algo por evitarlo. Thomas supuso que le quitaría la cartera (y, tal y como le habían ido las cosas durante los últimos días, estaba contento con que solo fuera eso), pero no hizo tal movimiento. Entonces la rodilla del tipo golpeó la entrepierna de Thomas y este se encogió de dolor.

—Déjelo estar —susurró el atacante al oído de Thomas.

Durante un segundo aquellas palabras no significaron nada y Thomas, movido por una ira inesperada, se enderezó de la posición encorvada en que estaba y lo atacó con el puño derecho.

Le dio de lleno en un lateral de la cara. Durante un segundo o menos, Thomas pensó que quizá el otro hombre echaría a correr. Pero el golpe no había hecho sino enfurecerlo. El hombre movió la cabeza con un gruñido y los ojos que había bajo el gorro de lana se tornaron de un gélido azul que hicieron que Thomas retrocediera y que su ira momentánea se convirtiera rápidamente en pánico. Alzó ambos puños para proteger su rostro de cualquier ataque que fuera a sobrevenirle, y ese error casi le causa la muerte.

No se produjo ninguna lluvia de golpes. El atacante se le acercó más y cogió a Thomas por los brazos con un abrazo de oso repentino y desestabilizador. A continuación lo elevó y lo empujó y Thomas sintió cómo todo su peso se elevaba por encima de la alambrada y rozaba brevemente la barandilla. Durante unos instantes vio aquellos ojos enervados y el desierto zoo extenderse tras su atacante y entonces le dio una patada y aquel rostro a medio cubrir mostró primero dolor y luego una determinación desenfrenada.

De repente, Thomas se balanceó sobre la barandilla de metal y la alambrada. Su cabeza y mitad superior parecieron tambalearse en el espacio y luego cayó hacia atrás.

Se volvió mientras caía e intentó agarrarse a la alambrada, pero sus dedos no pudieron aferrarse a nada y a continuación rodó por el aire, rebotando contra el borde de cemento y cayendo seis metros hasta el foso vacío. Su mente reaccionó con el doble de rapidez que sus manos, de forma que tuvo tiempo de ver cómo estas se agarraban al aire, incapaces de hacer nada al respecto, tiempo suficiente para percibir el golpe inminente con terror y furia. El cielo desapareció y él cayó como un peso muerto.