83
Thomas encontró a Matsuhashi en el laboratorio. Estaba concluyendo otra ronda de entrevistas y conferencias de prensa.
—¿Cree la historia de Watanabe, que Ed solo vino para llevar los huesos de vuelta a Italia? —preguntó.
—Sí —respondió Matsuhashi, deseando claramente tener algo más satisfactorio que ofrecerle—. No se quedó mucho tiempo. Le llevé hasta la estación.
—¿De qué hablaron?
—No hablamos mucho.
—¿Regresó a Tokio?
—No, al menos no directamente —dijo Matsuhashi—. Le ayudé a sacar el billete. No hablaba japonés.
—¿Adónde fue? —preguntó Thomas en tono apremiante.
—A Kobe —contestó Matsuhashi.
—¿Kobe? —repitió Thomas—. ¿Dijo por qué o si conocía a alguien allí?
Matsuhashi negó con la cabeza.
—Lo siento —dijo.
—¿Hay algún museo en Kobe? —insistió Thomas—. ¿O quizá una facultad o… algún instituto arqueológico?
—Probablemente —respondió Matsuhashi—. Pero nada que sea excesivamente conocido. Hay un acuario. Dicen que es muy bueno. Si está pensando en visitarlo…
—No —dijo Thomas mientras intentaba sonreír—. Gracias.
Se dispuso a marcharse.
—Espere —dijo Matsuhashi. Thomas se volvió y el japonés tenía una expresión resuelta. Había levantado la mano y tenía el dedo índice extendido. Thomas nunca lo había visto tan animado ni tan espontáneo—. Dejó una bolsa en la estación. Probablemente regresara por ella, pero…
—¿Viene conmigo? —dijo Thomas.
—Será un placer.
Llegaron a la estación por la ciudad y aparcaron en un aparcamiento en el que predominaban las bicis. Salieron del aparcamiento y dieron a parar justo detrás de la estatua de Takeda Shingen, a un par de calles de donde Kumi y Jim estaban terminando su cena, hablando sobre Dios sabe qué. Thomas se dirigió a la zona de venta de billetes. Kofu era una estación regional, conectada con Tokio por una línea razonablemente directa, y con Shizuoka por otra, pero no había Shinkansen (trenes de alta velocidad) desde allí a las montañas. Thomas dejó que Matsuhashi hablara.
—Knight —dijo—. Edward Knight. Un extranjero que vino como el cinco de marzo por aquí.
La mujer que estaba en el mostrador, de unos cincuenta años de edad, con pelo negro y recogido, tecleó en el ordenador y asintió. Había una taquilla a su nombre que todavía no había sido abierta, dijo, pero que iba en contra de la política de la compañía abrirla a menos que la policía lo solicitara.
—Este es su hermano —dijo Matsuhashi.
La mujer sonrió e inclinó la cabeza cuando Thomas le enseñó el pasaporte, pero ladeó la cabeza e hizo una mueca indicando que lo sentía, pero que no podía hacerlo.
Matsuhashi empezó a hablar, explicándose con educación, pero ella siguió negando con la cabeza y sonriendo. Ella no podía hacer nada. Matsuhashi volvió a pedírselo de otra manera, pero ella le dijo que no con la cabeza.
—Watashi no kyodai ga, shinda —dijo Thomas—. Mi hermano está muerto.
La mujer se quedó inmóvil. A continuación miró a Matsuhashi, que asintió con gesto serio. Vaciló, lo miró, y entonces abrió un cajón y sacó un manojo de llaves. Le dijo algo a Matsuhashi que Thomas no alcanzó a comprender.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó.
—Su madre murió hace dos meses —dijo.
Thomas miró a la mujer. Sus ojos se encontraron durante un instante y ella asintió con la cabeza.
En la taquilla había una mochila que contenía una muda, algunos libros y un recorte de prensa del New York Times. Era del 4 de abril de 2006. El titular rezaba «Los científicos creen que este fósil de pez es el “eslabón perdido”».
Había una foto de un esqueleto fósil con un enorme cráneo marrón y, junto a este, un modelo real de la criatura. Era verduzca y escamosa, baja y fornida, con una cola corta y cabeza de cocodrilo, con los ojos en la parte superior. El cuerpo era similar al de un pez pero la cabeza era de reptil, y las aletas delanteras que comenzaban justo debajo de las enormes fauces eran claramente patas.
—¿Qué demonios es eso? —susurró Matsuhashi.
—Esto —dijo Thomas mientras echaba un vistazo al artículo—, es un Tiktaalik roseae. Un monstruo de casi tres metros que vivía en el agua y que fue capturado en tierra firme al final del periodo devónico tardío, hace trescientos sesenta millones de años.
—¿Edward estaba interesado en la paleontología?
—No —dijo Thomas—. No, al menos, motu proprio.
—¿Entonces? —dijo Matsuhashi.
Pero Thomas no habló durante un tiempo, tiempo en el que el estudiante, la estación de tren con sus trenes y anuncios por megafonía, y todo lo que había ocupado su mente hasta ese momento se esfumó. En su lugar, una especie de proyección ocupó su mente, mosaicos de peces extraños en Herculano, gravados de criaturas marinas con cabeza de cocodrilo en el Templo de Isis en Pompeya, el extraño pez con patas que salía de las aguas rojas de la pintura de la tumba de Paestum…
Pero eso no tenía sentido. La criatura del periódico llevaba extinguida trescientos cincuenta millones de años.
Entonces, ¿qué hacía en el arte de la Italia romana?