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Thomas dedicó la mitad del día siguiente a leer las guías que había comprado y después buscó en Internet desde un pequeño cibercafé que estaba a un par de calles del hotel, donde pagó ochenta céntimos por media hora de conexión. Aprendió mucho, pero principalmente pudo constatar que la presencia de los primeros cristianos en las ciudades destruidas por el Vesubio era más que conocida, al igual que el acróstico del Pater Noster y la sombra del crucifijo en la casa del Bicentenario. La mayoría del material que encontró en la red era de clara inclinación cristiana, a menudo poseído de un júbilo un tanto estridente por cómo esas pruebas arqueológicas demostraban la historicidad del relato bíblico del cristianismo primitivo. Una de las páginas acerca de la cruz de Herculano iba específicamente dirigida a los Testigos de Jehová, que decían que Jesús no había muerto en la cruz sino en una especie de estaca; otras eran menos específicas, pero a menudo mostraban un celo y una defensa tal que hicieron desconfiar a Thomas.

Llamó a la hermana Roberta.

—Tenía pensado ir a Paestum —dijo—. ¿Le apetece acompañarme?

—Estoy confinada aquí hoy —dijo, aparentemente descontenta por ello—. Una especie de orientación de emergencia. Una de las monjas inglesas se sobresaltó anoche.

—¿Se sobresaltó? —dijo Thomas—. ¿Por qué?

—Probablemente por nada. Una sombra. Su imaginación. Una de sus hermanas ha sugerido que la muchacha estaba buscando una excusa para regresar a casa.

—¿Se encuentra bien?

—Claro que sí —dijo la hermana Roberta con un deje de impaciencia—. No le ocurre nada.

—¿Está segura de que no puede reunirse conmigo luego en Paestum?

—Está lejos —dijo—. Tiene que coger el tren hasta Salerno. Hoy no me va a dar tiempo. Estaba pensando en subir esta tarde al Vesubio. Dicen que hay unas vistas increíbles desde allí y estaría bien llegar hasta el cráter, ver de cerca al gran villano de toda esta arqueología.

—Otro día, quizá —dijo Thomas. El Vesubio se le antojaba algo que visitar cuando hubiese acabado con todo eso. O cuando todo eso hubiese acabado con él.

Thomas fue a Paestum solo. Se esperaba que fuera a ser otra ciudad romana bien conservada, otra víctima de la erupción, pero, por lo que pudo deducir de la guía, era un sitio bastante distinto. Había sido un asentamiento griego, fundado cerca de seiscientos años antes del nacimiento de Cristo pero (al igual que Nápoles) había sido ocupado por los samnitas y los romanos. Estaba bastante al sur de Pompeya y Herculano, en la bahía de Salerno, y fuera del alcance del destructivo poder del Vesubio. La ciudad había sido habitada hasta bien entrado el periodo medieval, si bien ya en claro declive, y en algún momento del siglo VIII o IX d. C., la población (diezmada por la malaria y los ataques de los sarracenos) se había marchado, abandonando la ciudad y dejando que la maleza y la marisma hicieran el resto.

No sonaba especialmente prometedor y Thomas, que había recorrido a pie el empinado camino desde la estación de tren, se quedó sorprendido al ver los tres enormes templos dóricos alzándose sobre la llana extensión de la antigua ciudad. En forma, conjunto y sencillez eclipsaban a todo lo que había visto en Italia y en cualquier otra parte. Sus enormes columnas de piedra dorada sostenían frisos monumentales. Lo único que faltaban eran los techos y el enlucido de color que otrora había cubierto la piedra.

Durante un largo instante, Thomas no pudo más que contemplarlos, impactado. El tamaño de los templos, unido a una antigüedad azotada por el viento y ausente en los restos recientemente desenterrados que había visto en los demás sitios, denotaba una majestuosidad casi mítica. En Herculano se había quedado impactado por aquella sensación de normalidad, por la idea de que la ciudad había sido habitada por gente como él, un lugar que había muerto en un recuerdo viviente, dejando plasmados en sus paredes indicios de lo que había sido la vida allí. Eso era diferente. Era historia en una escala épica, llena de poder y dignidad: una historia que se inclinaba a la leyenda.

Sabía que aquello era una proyección suya, que cualquier historiador o arqueólogo serio lo descartaría como una paparrucha romántica, pero eso era lo que sentía, y no pudo evitar sorprenderse y sentirse avergonzado por no haber oído hablar antes de ese lugar. Dónde se suponía que tenía que empezar a buscar lo que había resultado de interés para su hermano fallecido (y cómo encajaba esa tesela del mosaico en lo que ya tenía) era un problema completamente distinto.

Los otros emplazamientos poseían una especificidad histórica adecuada y única. Iluminaban y esclarecían un solo año, incluso un único momento, cuando habían llovido cenizas y fuego del cielo. Ese lugar, por el contrario, había evolucionado durante siglos hasta que el tejido humano que lo mantenía unido se había desvanecido. Si bien nada sabía del arte romano, al menos sí podía estar seguro de que todo lo que había visto en Pompeya databa del 79 d. C. o que al menos seguía en uso por aquel entonces. En Paestum no podía presuponer tal cosa. Cualquier fragmento de piedra que viese podía ser parte de miles de años de vida continua en el mismo lugar. Si encontraba aquello que había interesado a Ed, no sabría cómo encontrar el sentido de su historia.

No estaba solo en esa idea. Como los libros al respecto ponían de relieve, los arqueólogos no habían logrado ponerse de acuerdo en doscientos cincuenta años acerca de qué eran las distintas estructuras, a qué dioses griegos estaban dedicados los templos y, en el caso de un edificio en concreto, si se trataba de un templo o no. Era comúnmente conocido como el Templo de Hera, reina de los dioses del Olimpo (el equivalente griego a la romana Juno), pero en guías más antiguas se hacía referencia a él como la Basílica.

Thomas suspiró al contemplar la escritura de su hermano e intentó orientarse. Estaba cerca de la parte más al norte del lugar, junto al Templo de Ceres (Deméter en Roma), que también se creía que podía haber sido dedicado a Atenea; al sur, atravesando el foro, se encontraban los templos de Poseidón (Neptuno) o Apolo y Hera (Juno), a unos seis o siete kilómetros. Todo resultaba muy confuso. La anotación de Ed hacía referencia a las «tumbas de los nadadores», aunque estas no aparecían en el mapa de su guía. Frunció el ceño, subió a lo que en otro tiempo había sido una mesa o podio, ascendió por tres enormes pero erosionados escalones, y contempló desde allí la vasta y llana extensión del lugar.

A media distancia, una abubilla se posó sobre la hierba y dobló su penacho negro y blanco. Thomas observó cómo echaba a volar de nuevo, planeando en movimientos ondulantes mientras su cola y alas destacaban frente a las violáceas montañas situadas tras ella. Volvió a posarse de nuevo cerca del anfiteatro a medio excavar que había visto al entrar, donde un hombre con prismáticos estaba girado en su dirección. Tan pronto como Thomas fijó la vista en él, el hombre bajó los prismáticos y se volvió, pero no antes de que Thomas pudiera atisbar algo de su rostro, cubierto por unas gafas de sol. Antes de que se marchara arrastrando los pies, Thomas ya estaba convencido de que había visto a ese japonés antes, cruzando la calle que daba al Executive y después saliendo de este, en una grabación de una cámara de seguridad…

Como ya le había ocurrido con anterioridad, su primera respuesta fue enfadarse. Había volado desde Chicago, se había visto obstaculizado por monseñor Pietro, había esquivado a Parks en Herculano como un animal perseguido, y estaba harto de correr. Al menos allí, bajo la luz del sol y en un espacio abierto, donde los turistas se agolpaban en grupos como un rebaño de pastoreo, no dejaría que le dieran caza. Por lo menos —pensó mientras bajaba del pedestal de piedra y comenzaba a caminar con brío hacia el anfiteatro—, tenía el elemento sorpresa de su lado.

Thomas echó a correr cual ñu. Tan pronto como había bajado de la plataforma de piedra había perdido de vista al japonés con los prismáticos. Todo lo que podía hacer era ir lo más rápido que pudiera hasta el lugar donde lo había visto por última vez. Bajó la cabeza y echó a correr como si de un toro a punto de embestir se tratara, sintiendo el abrasador calor sobre él y echando en falta el aire frío de la primavera de Chicago.

A menos de cien metros aproximadamente a su izquierda, unos turistas compraban postales en las tiendas y restaurantes que flanqueaban la carretera de acceso, al otro lado de un terraplén vallado. A su derecha estaban los restos de paredes antiguas, salpicadas ocasionalmente por una columna o un pino solitario. No había las multitudes que había visto en Pompeya y, en un lugar tan amplio y luminoso, era fácil estar solo. Una chispa de desasosiego le recorrió como si de un espasmo de dolor se tratara, pero hizo caso omiso de él e incrementó el ritmo.

La entrada al anfiteatro era un enorme arco de piedra (casi un túnel) en una pared de cuatro metros y medio de alto. Thomas lo atravesó corriendo a toda máquina, sobre todo porque no quería entretenerse en la sombra. El anfiteatro se hallaba ante él. Un semicírculo plano cubierto de hierba y polvo, rodeado por filas de asientos de piedra escalonados que terminaban abruptamente en el terraplén junto al que se encontraba la carretera. No había nadie allí.

Thomas se volvió hacia el arco de la entrada lentamente. Y entonces el hombre que había estado agazapado en un nicho elevado junto a la entrada saltó sobre él como si de un jaguar se tratara.