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El cuarto avión espía teledirigido ya estaba casi en marcha, el rotor estaba girando y el motor estaba a pleno rendimiento.

—¡Deténganlo! —gritó Rodríguez.

—¡No puedo! —exclamó Piloski—. El niñato ha anulado los controles manuales. Va a despegar lo queramos o no.

—A la mierda —dijo Rodríguez—. Deme la puta ametralladora.

Piloski se lo quedó mirando.

—¿Tiene idea de lo que cuestan? —preguntó, señalando al avión que comenzaba a avanzar lentamente por la pista.

—¡Deme la puta arma! —gritó Rodríguez.

—Está loco, tío —dijo Piloski. Alzó las manos como si se rindiera.

El avión estaba alcanzando velocidad a gran rapidez. Ya estaba a unos cien metros de distancia. Rodríguez cogió el arma y la ladeó antes de echar a correr. Apenas si se había movido cuando el arma comenzó a disparar (ensordeciendo con su rugido el del avión) y entonces corrió, tras el avión, sin dejar de disparar, apretando con fuerza la mandíbula mientras el arma se movía en sus brazos. Casi al final de la pista de aterrizaje, el avión se inclinó hacia arriba para ganar altura. Había despegado. Rodríguez siguió corriendo tras él, vaciando el cargador.

Durante un instante no pareció suceder nada. Entonces una columna de fuego comenzó a salir del morro del avión. Pareció entrar en pérdida, y a continuación se ladeó ligeramente, como un pájaro herido. El motor estalló y cayó dando vueltas hasta las palmeras que había junto a la orilla.

—¡Joder! —soltó Piloski mientras observaba cómo el enorme mexicano regresaba con el arma aún humeante en sus manos. Tenía la cara ennegrecida y, durante un segundo, Piloski llegó a pensar que lo iba a apuntar a él.

—Sácalo —dijo Rodríguez.

Piloski no dudó. Se acercó hasta el tráiler, llamó y esperó.

—¿Sí? —preguntó el chico. Su voz sonó extrañamente tranquila. Piloski asintió y Rodríguez cogió el micro.

—Abre la maldita puerta —le ordenó.

—Están todos muertos —explicó el chico con regocijo—. Solo estoy yo. Este es mi reino. El reino de los muertos.

—Vamos a entrar —avisó Rodríguez—. Abre la puerta o la volaremos.

—No puedes detenerlos —dijo el chaval—. A los aviones, me refiero. Están programados y el sistema está inutilizado. Aunque volaras el tráiler no podrías pararlos ya.

—¿Ah, sí? —dijo Rodríguez—. Bueno, supongo que eso es lo que tenemos que hacer.

Colgó.

—Es un farol, ¿verdad? —dijo Piloski.

—¿Tenemos un lanzamisiles? —preguntó Rodríguez.