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—¿Qué era esa cosa? —preguntó Thomas.
No había formulado esa pregunta en voz alta en las tres horas que había estado hablando con la policía, pero una vez que el interrogatorio hubo terminado la pronunció finalmente.
—¿Qué cosa? —dijo Deborah—. Era un hombre, Thomas.
—No parecía un hombre —adujo—. No se movía como un hombre.
—No hay más alternativas —respondió de modo tajante—. Y sí parecía un hombre. Un hombre extraño, quizá, pero eso podíamos haberlo supuesto por lo que acababa de hacer.
No estaba seguro de si ella estaba tan convencida como parecía, pero sabía que tenía razón.
Habían llegado al restaurante-tienda de la esquina sin rastro alguno del asesino quien, al parecer, se había contentado con asustarlos. Habían llamado a la viuda (una mujer de mediana edad un tanto escéptica) que vivía allí y ella había llamado a la policía. Thomas dio gracias por el hecho de que el italiano de Deborah fuera considerablemente mejor que el suyo.
«Homicida lunático» y «vampiro» no eran palabras que aparecieran en la guía Berlitz.
No sabía por qué se le había pasado por la cabeza la palabra «vampiro». No creía en esas cosas, por supuesto, y no pensó ni un instante que eso fuera lo que había matado a Satoh. Era la palidez del asesino, la forma como se había arrastrado por las rocas como si de Nosferatu se tratara…
Para cuando hubo terminado el interrogatorio, la policía había levantado una especie de tienda de campaña sobre parte del Templo de Ceres, y todo el sitio estaba bañado de la luz blanquecina y azulada de una docena de lámparas halógenas de trabajo. Todo el entorno parecía surrealista, sacado de un sueño. A Dios gracias, la policía no le había pedido que volviera a ver el cuerpo o que regresara al templo.
Los habían interrogado por separado, pero una vez el interrogatorio hubo concluido, Deborah y él habían estado comparando sus declaraciones. Thomas se sintió especialmente aliviado de que ninguno de los dos hubiese omitido nada, por lo que sus testimonios coincidían. Incluso sus respuestas relativas a la cuestión principal, expuesta de modo casual por el traductor (que fumaba como un carretero) en el museo donde la policía había establecido su base de operaciones temporal, habían sido sinceras: «¿Conocía al fallecido?».
Thomas sabía que cualquier discrepancia entre el testimonio de Deborah y el suyo les habría acarreado problemas. Así que les había contado todo: les contó que Satoh había entrado en su habitación del Executive; les habló de la pelea que había tenido lugar allí mismo por la mañana; del supuesto vínculo con Ed, cuya muerte había sido en primer lugar lo que le había llevado hasta Italia. El traductor había repasado una y otra vez cada punto, aclarándolo, respondiendo a las raudas preguntas del agente al mando de la investigación. Los tres hombres se miraban con cautela, casi como si estuvieran buscando pelea.
Camoranesi era un hombre bajo y fornido que tenía un bigote oscuro y espeso y ojos tristes, como si le pesaran los párpados. Al igual que el traductor, el policía fumaba sin parar y hablaba en voz baja y grave, como alguien que conoce tan bien el lado más desagradable de la vida que ha terminado por no afectarle, por aburrirle. El traductor, por el contrario, un joven que apenas sí debía haber terminado la universidad, parecía tan nervioso como Thomas. A pesar de que el tono verdoso de su rostro había desaparecido conforme la conversación avanzaba, los nervios no le habían abandonado.
No les gustó lo que Thomas tenía que decirles. Complicaba una situación ya compleja de por sí, y Thomas lo sabía. Tendrían que trabajar con los estadounidenses, quizá con la Interpol, y si Thomas estaba sabiendo leer entre líneas a Camoranesi, consideraban que era irrelevante. Pensaban que estaban tratando con algún psicópata. Nada tenía que ver con la cruzada arbitraria e intrincada de Thomas.
Thomas no podía culparles. Al final del interrogatorio, también había llegado a pensar que la muerte de Satoh era probablemente una coincidencia. Quizá había estado espiando a Thomas, quizás a Deborah también, pero eso no guardaba relación con su muerte. Había estado en el lugar equivocado en el momento equivocado, y había caído en manos de un maníaco. Supuso, con gran inquietud, que eso podía pasar en cualquier lugar.
La policía no dijo nada de esto de una forma directa. Fotocopiaron su pasaporte (que siempre llevaba con él después de que entraran en su habitación del hotel) y le pidieron nombres y teléfonos de contacto en Italia y en Estados Unidos. Les dio el de Jim en Estados Unidos y el del padre Giovanni de la casa de retiro espiritual en Nápoles. Los policías arquearon las cejas al ver que los dos eran sacerdotes, y Thomas también se extrañó ante la coincidencia. Solicitaron tomarle las huellas y Thomas aceptó sin rechistar. No tenía nada que esconder.
No había tenido más de diez minutos para hablar con Deborah, y lo cierto es que tampoco sabía qué decirle. Tras hacerle un refrito de lo que le había dicho a la policía, ella le dio su número de teléfono y Thomas lo cogió, aunque dudaba mucho que fuera a volver a hablar con ella, y se preguntó cómo iban a poder hablar de historia y cultura cuando lo único que tenían en común había quedado empapado con los horrores de aquella noche.
Tras una despedida poco entusiasta, la policía le llevó en coche hasta la comisaría local. Allí esperó solo durante veintidós minutos en una deprimente y sucia sala cuya única ventana estaba tan alta que bien podría pasar por una celda, hasta que otro coche policial lo llevó al Executive, a Nápoles.
Eran las dos de la mañana. Le pidió al recepcionista que le abrieran el bar el tiempo suficiente como para poderse llevar un par de cervezas a la habitación, que se bebió en un par de largos tragos nada más entrar en ella. Se desnudó rápidamente y se metió en la cama, deseando y rogando estar demasiado cansado como para soñar.