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Thomas y Jim cogieron la línea Chuo desde Shinjuku a Kofu, y llegaron a su destino en poco más de tres horas. La expansión urbana de Tokio se fue tornando lentamente en las montañas boscosas de Yamanashi y en el Japón de los grabados en madera del siglo XIX: arrozales; colinas inclinadas e irregulares, cuyas cumbres quedaban cubiertas por la niebla y las nubes; santuarios pequeños y remotos; y, por supuesto, el monte Fuji y su cumbre coronada de nieve, una reminiscencia simétrica del Vesubio.

En el transcurso del viaje la sensación de déjà vu contra la que Thomas había estado luchando desde que habían llegado regresó con más fuerza que nunca conforme se fueron acercando a la ciudad en la que había pasado dos años antes del doctorado. Se hundió en sus pensamientos, arrastrado por la gravedad de los recuerdos, aliviado porque Jim estaba dormido y no necesitaría darle ninguna explicación. Volvió a leer la nota de Kumi, pensando en que la cita era en el que otrora había sido uno de sus lugares favoritos, y le resultó imposible no verlo como una prometedora armonía. El tren parecía conducirlo hasta su pasado.

Cogieron un taxi en la estación. El conductor, con guantes blancos de fieltro, les abrió las puertas traseras al instante, y cuando Jim se lo hizo notar Thomas se percató de que su mente seguía repitiendo la frase «Sí, así era», frase que no había cesado de repetir desde que habían llegado. En diez minutos estaban en la entrada del Templo Zenko-ji. Recorrieron el largo paseo por entre pinos negros que contrastaban con el rojo apagado de la estructura. Para Thomas, cada paso le resultaba asombrosamente familiar.

Un anciano estaba subido a unos peldaños mientras colocaba una caña de bambú en una rama larga y recta de un pino. Los observó desde debajo de su sombrero de paja de ala ancha e inclinó la cabeza a modo de saludo. A la izquierda se hallaba el enorme Buda de bronce que coronaba el jardín ornamental y que Thomas había visto bajo la lluvia y la nieve, y a la derecha estaba el cementerio de figuras de piedra y bastones cuadrados de madera con grabados en kanji. Vio a Kumi antes de que ella lo viera a él. Se encontraba delante de una fila de figuras de piedra de poco tamaño que parecían budas minúsculos esculpidos como si de bebés en distintas poses se tratara. Jido, se llamaban (si no recordaba mal). Muchos de ellos llevaban una especie de protección en la garganta de color rojo. Se llamaban yodarekake, y Kumi estaba colocándoselo a una de las figuras.

Se volvió cuando notó su presencia, y avanzó rápidamente hacia ellos. Thomas se quedó sorprendido cuando le abrazó. Ella se mostró aliviada de que hubiera leído la nota y le pidió disculpas por la vez anterior que se habían visto.

—Tienes el pelo corto —dijo Thomas.

—Más corto, sí —dijo Kumi—. Lo llevo así desde hace tres años.

—Me gustaba largo.

—Lo sé —dijo.

Lo llevaba a la altura de los hombros. Antes le llegaba a la cintura.

—Es más… profesional —dijo Thomas.

—Gracias —dijo con una breve sonrisa de complicidad que era tan familiar para él, tan de ella. Thomas no pudo evitar estremecerse. Apartó la vista.

—Soy Jim Gornall —dijo Jim—. Trabajo en la parroquia en la que Ed ayudaba cuando murió.

Kumi le estrechó la mano e inclinó la cabeza levemente, un hábito que había adquirido desde su regreso, pensó Thomas.

—Me están vigilando —dijo, directa al grano—. Un tipo estuvo en mi despacho el día que te llamé. Un estadounidense. Lo había visto antes en Sotobori Dori. Hay una tienda de artículos de golf junto al edificio de oficinas en el que trabajo y él va allí.

—Quizá le guste el golf —dijo Thomas.

—Los estadounidenses dejan de jugar al golf cuando vienen a Japón, Tom —dijo ella—. No pueden permitírselo.

—¿Crees que es de Seguridad Nacional?

Kumi negó con la cabeza.

—Seguridad Nacional ya me interrogó acerca de ti —dijo—. Si ese tipo es del Gobierno, se está valiendo de conductos encubiertos. Mi oficina está solo a una calle de la embajada, así que es una especie de imán para hombres de negocios estadounidenses que buscan hacer un gran negocio y forrarse, pero ese tipo no parecía de esos.

—¿Por qué?

—Llevaba perilla. Y eso no es habitual en la gente que trabaja con políticos o empresarios japoneses.

¿Parks?

Thomas asintió con la cabeza y le habló de sus encuentros con Parks.

—No sé si pudiera tratarse de él —admitió—, pero está implicado y es peligroso. Si era él quien estaba en tu oficina, entonces fue directamente tras marcharse de San Antonio en Chicago y se marchó de allí a Italia.

—Independientemente de quién fuera —dijo Kumi—, no sabía si los teléfonos estaban intervenidos, así que tuve que hacer que pareciera que no estaba hablando contigo.

—Estoy muy sorprendido de que me estés hablando ahora —dijo Thomas.

Lo dijo como sin darle importancia, pero lo cierto era que sí le importaba, y la sonrisa de Kumi fue una manera de evadir esa conversación.

—El Departamento de Seguridad Nacional sabe que estás en el país —dijo—. No estoy muy segura de por qué no están hablando contigo o por qué no han hecho que la policía te detenga. Probablemente pensarán que pueden averiguar más cosas si te vigilan.

—O están esperando que sufra un accidente trágico para que todo se olvide —dijo Thomas.

—Thomas está desarrollando una opinión un tanto sombría de nuestro Gobierno —dijo Jim.

—¿A qué se refiere con «desarrollando»? —dijo ella—. Desde que lo conozco Thomas siempre se ha vanagloriado de ser un escéptico con respecto al Gobierno estadounidense.

—Digamos que me estoy volviendo más cínico con la edad —respondió Thomas.

—Una lástima —dijo ella con deliberada inexpresividad—. Eras tan inocente e ingenuo.

—¿Has venido aquí para ayudarme o para recuperar el tiempo perdido e insultarme? —dijo Thomas.

—Ambas cosas —dijo—. No puedo quedarme más. Se supone que debo estar en el Ministerio de Agricultura, Bosque y Pesca en… —Miró su reloj—. Tres horas. La delegación comercial de Estados Unidos tiene a la gente muy nerviosa.

—¿Devlin?

—Entre otros, sí. ¿Lo conoces?

Thomas le habló de sus reuniones con el senador y de su relación con Ed.

—¿Crees que es una coincidencia que esté aquí ahora? —le preguntó.

—No lo sé —dijo Thomas—. ¿Estuviste en contacto con Ed cuando estuvo aquí?

Ella pareció vacilar.

—Se quedó conmigo un par de días, pero dedicamos toda nuestra energía a no hablar de ti —dijo—. Lo cierto es que no hablamos mucho. Creo que se sintió aliviado cuando se marchó.

Sonó melancólica.

—Pero ¿crees que vino aquí? —preguntó Thomas.

—Sé que vino en esta dirección —respondió—. Porque le ayudé con los horarios de los trenes, pero no dijo adónde iba y no supe nada de él después de que se marchara de Tokio.

—Eso no es propio de él —dijo Thomas.

—Lo sé. Parecía agobiado, preocupado incluso —explicó Kumi—. Cuando le pregunté me dijo que me lo contaría después, cuando las cosas estuvieran más claras para él. No habló ni de su trabajo ni de por qué había venido. No insistí, porque sospeché que una parte tenía que ver con nosotros. No lo había visto en cinco años, recuerda, desde que…

—Me dejaste —completó Thomas—. Sí.

Kumi apartó la vista y se mordió la parte interior del carrillo para no contestarle.

—Así que, a menos que realmente tuviera que ver con nosotros —dijo Thomas usando la última palabra como si fuera una especie de chiste entre ellos—, ocurrió algo entre su decisión de marcharse de Italia y su llegada a Japón. Según la gente con la que estuvo en Nápoles, parecía muy feliz y contento. ¿Qué hizo que se preocupara así?

—Sería de gran ayuda saber adónde fue exactamente cuando se fue de Tokio —dijo Jim, que se había mantenido al margen de la conversación por si esta se volvía demasiado personal.

—Creo que lo sé —añadió Thomas—. Aunque no entiendo por qué.