19
Thomas se levantó con energías renovadas, algunas de las cuales provenían de su enfado. No le gustaba que lo espiaran ni que husmearan en sus pertenencias, no le gustaba la manera en que había sido echado por aquel viejo sacerdote de la casa de retiro espiritual y le ponía enfermo no saber qué estaba ocurriendo.
Habló con el recepcionista, un hombre de mediana edad cuyo rostro sugería un aburrimiento constante teñido de impaciencia, y le dijo que alguien había estado en su habitación.
—Eso no es posible, señor —dijo el italiano negando con la cabeza—. Todas las llaves se guardan aquí.
Las llaves eran grandes y de metal, unidas con una cuerda de color burdeos. Se encontraban en unos cubículos de madera colocados encima del escritorio del recepcionista.
—Pero si usted sale de aquí un momento, cualquiera que entre en el hotel podría llevarse la llave.
—Entonces quedaría grabado por nuestra cámara de seguridad —dijo el recepcionista, como si ese hecho probara su afirmación.
—Quizá debiéramos echarle un vistazo.
—¿Le robaron algo de su habitación, señor?
—No, pero esa no es la cuestión.
—Yo diría, con todos los respetos por supuesto —dijo el recepcionista—, que esa es exactamente la cuestión.
—¿Podría hablar con el director del hotel?
El recepcionista suspiró exasperado.
—Veré la cinta esta tarde —dijo—. Si alguien se llevó la llave, se lo haré saber.
Thomas asintió y a continuación dijo:
—¿Podría hacer una llamada telefónica de mi parte a la hermana Roberta en Santa Maria delle Grazie, por favor?
—¿El sitio que está doblando la esquina?
—Sí.
Otro suspiro y una mirada de incredulidad a través de las puertas acristaladas que daban en la calle, como si estuviera buscando el motivo por el que aquel estadounidense plomazo no pudiera recorrer los escasos cincuenta metros que le separaban de la casa de retiro espiritual en vez de hacerle llamar por teléfono.
La hermana Roberta pareció sorprendida de oírle.
—Escuche —dijo Thomas—. Necesito entrar y echar un vistazo a las cosas de mi hermano, pero no quiero que me arrastren de la oreja hasta la puerta.
Le explicó rápidamente lo que había ocurrido la última vez, y el recepcionista lo escuchó sin disculparse siquiera, arqueando las cejas ante los líos absurdos en que se metían sus huéspedes.
—Si el padre Giovanni le deja entrar, no debería tener ningún problema —dijo la monja, no muy segura de sí misma—. Monseñor Pietro ha ido a decir misa a su parroquia, así que supongo que tiene vía libre.
Thomas le dio las gracias, si bien se sentía un poco culpable por poner a prueba la conciencia de alguien a quien conocía tan poco, a pesar de que no tenía motivos para aquella ansiedad moral.
Roberta salió a recibirlo a la puerta principal con el padre Giovanni. El joven sacerdote no parecía sorprendido ni molesto por el regreso de Thomas, y lo condujo de nuevo al almacén sin ponerle ninguna pega.
—El padre Pietro es innecesariamente estricto —dijo encogiéndose de hombros—. Y mayor. Los hombres mayores pueden ser… ¿cuál es la palabra en inglés?
—¿Difíciles? —sugirió Roberta.
—¿Tercos? —dijo Thomas.
—Tercos —asintió el sacerdote—. Como mulas, sí.
Giró el pomo de hierro forjado y los dejó entrar.
Thomas supo al instante que habían tocado las cajas. Los libros estaban allí, pero no había ni rastro de las páginas escritas ni de los diarios.
—Faltan cosas —dijo.
—¿Podrían haberse llevado algo para guardarlo en un lugar seguro? —le dijo la hermana Roberta a Giovanni. Thomas pensó que aquello era menos esperanzador que ingenuo, y sintió como se le subían los colores de la irritación.
—¿Dónde podría haberlos puesto el padre Pietro? —preguntó de forma harto significativa.
—Thomas —le advirtió Roberta—. No sabemos…
—¿Padre? —le cortó Thomas.
—Supongo que podría haberlas llevado a su habitación, pero no puedo buscar allí.
—¿Y si lo hago yo? —dijo Thomas, sonriendo a pesar de todo.
—Me temo que no lo puedo permitir —dijo el sacerdote.
—¿Dónde está su habitación? —preguntó Thomas—. Arriba, ¿verdad?
—Por favor, señor —dijo el sacerdote—. Thomas, he intentado serle de ayuda, pero esto está yendo demasiado lejos.
Thomas echó a andar. Una vez hubo subido las escaleras, echó un breve vistazo y subió a una tercera planta que daba al patio interior. Las puertas allí estaban numeradas: las habitaciones de los huéspedes. Pasó junto a ellas a grandes zancadas mientras Roberta y Giovanni intentaban alcanzarlo y le rogaban cautela, algo de lo que Thomas no se sentía capaz. En la parte más alejada encontró dos puertas con los nombres de los sacerdotes. Cuando puso la mano en el pomo transcurrió medio segundo en el que el padre Giovanni pareció considerar alguna medida más drástica. Los ojos de los dos hombres se encontraron y aquel momento solo se rompió cuando Thomas comprobó que la puerta no estaba cerrada con llave.
—Está abierta —dijo.
—Estoy seguro de que el padre Pietro no tiene nada que esconder.
—Eso lo veremos.
El rostro de la hermana Roberta estaba desencajado.
—No me llevaré nada que no pertenezca a mi familia —dijo Thomas y empujó la puerta.
La habitación era pequeña y estaba sorprendentemente vacía, incluso para un sacerdote. Había una cama, un escritorio, un vestidor, una cruz en la pared. No parecía muy diferente de las habitaciones de los huéspedes.
—¿Es esto? —dijo Thomas, consciente de que no encontraría nada allí—. ¿Esto es todo lo que tiene?
—No siempre está aquí —contestó Giovanni—. Se encarga de una pequeña parroquia situada en otra parte de la ciudad. A veces se queda allí.
Thomas miró debajo de la cama, abrió un cajón que tenía camisetas interiores. Nada. Entonces vio la chimenea.
Era una pequeña chimenea, probablemente diseñada para emplear carbón. Ahora estaba llena de restos ennegrecidos de papel.
—Hace un poco de calor para encender un fuego —dijo Thomas—. ¿No les parece?
Pero no sintió ninguna sensación de triunfo, solo consternación.
—¿Cuándo volverá el padre Pietro? —dijo Thomas.
—No lo sé —respondió el sacerdote.
—¿Va a decirme dónde está?
—Iba a su iglesia y dijo que tenía que ir… a otro sitio.
La vacilación del sacerdote y su mirada, levemente atormentada, llamaron la atención de Thomas.
—¿Dónde?
—A un lugar llamado Fontanelle —dijo Giovanni.
Hela ahí de nuevo: una inquietud palpable, como si la mera pronunciación de esa palabra le afectara.
—¿Podría encontrarlo allí?
El sacerdote rió. Fue una risa breve y poco convincente.
—No, no puede entrar.
—¿Por qué no?
—No está abierto al público. Afortunadamente.
—¿Afortunadamente?
—El padre Pietro regresará esta tarde —dijo el sacerdote. Sus mejillas, habitualmente cetrinas, tenían ahora un leve sonrojo—. Si desea hablar con él, le sugiero que lo haga entonces. No sé qué espera que le diga, pero… de acuerdo.
—¿Qué es ese lugar? ¿Fontanelle? —dijo Thomas—. Tengo una guía, pero no hacen mención alguna a ese sitio, a pesar de que hay casi cien páginas sobre Nápoles.
Estaba sentado en una pequeña pizzería un par de edificios más allá de la perturbadora y molesta estación de trenes con la hermana Roberta. Habían pedido una pizza cuatro quesos como nunca antes había probado en Estados Unidos (llena de nata y con fuerte y sabroso queso azul) y la estaba bajando con un vino tinto sin marca que le habían servido en una jarra de cristal.
—Nunca había oído hablar de ese sitio —dijo—. ¿Por qué está interesado?
—Al padre Giovanni pareció incomodarle hablar del lugar. —Thomas se encogió de hombros—. Eso me intriga. Y cualquier cosa que tenga que ver con el padre Pietro merece un análisis más minucioso.
Ella frunció el ceño. No parecía muy contenta con su valoración del anciano sacerdote.
—No sabe con certeza si esas cenizas eran los papeles de su hermano —dijo mientras le daba un sorbo a su agua mineral.
—Cierto —dijo Thomas—. Pero me gustaría saber por qué no me dejó verlos en primer lugar, incluso aunque no fuese a quemarlos.
—Los sacerdotes pueden adoptar una actitud protectora para con los suyos —dijo—. Monseñor es una persona muy espiritual. Dio una homilía sobre la Inmaculada Concepción poco después de que yo llegara. No entendí casi nada, claro, no sé tanto italiano, pero fue un sermón precioso, lleno de devoción y piedad. Al final estuvo a punto de llorar al pensar en nuestro Señor, concebido sin pecado y que vino a este mundo atroz…
Thomas negó con la cabeza de mal talante.
—¿Qué? —dijo Roberta.
—No lo entiendo. No entiendo nada.
—¿El asunto de los papeles o…?
—Sacerdotes. Monjas. Religión —dijo Thomas. Su exasperación finalmente sacó lo mejor de sí mismo—. En marcha. Vamos a perder el tren.