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Esta vez sí estaba muerto.

—Tenemos que llamar a la policía —opinó Thomas, en cuclillas, intentando recobrar el aire.

—Después de que tengamos una pequeña conversación —precisó Parks.

Había arrastrado el cadáver hasta una esquina llena de basura y lo había tapado con cajas vacías para «ganar algo de tiempo».

—Deberíamos llamar a la policía —insistió Thomas de nuevo.

—Saben dónde está, Thomas —contestó Parks—. No la policía, los otros. La gente que lo quiere muerto. La gente que mató a su hermano. Llame a la policía ahora y nunca los podrá parar. Nunca sabrá por qué murió Ed o por qué quieren matarlo a usted, policías y no policías.

—Me abandonó para que muriera —le espetó Thomas.

—¿En una bañera? —dijo con sorna Parks—. Por favor. Tan solo me olvidé de apagar el calentador. Sabía que estaría a salvo. Aquel lugar estaba lleno de gente. Lo único que tenía que hacer era gritar.

—No voy a decirle nada —le aclaró Thomas.

—Nada que no sepa ya, créame —respondió Parks.

—¿Que le crea? —le espetó Thomas—. ¿Está de broma?

—Acabo de salvarle la vida —dijo Parks—. Creo que me debe una cena.

Señaló con la cabeza al restaurante.

—Me parece que tenía usted compañía. Sáquelos del restaurante y vayamos a otro lugar menos… —se quedó pensativo, como si estuviera cavilando qué decir—… cerca de la gente a la que he matado para salvarle. ¿Qué me dice?

Kumi y Jim seguían dentro, meditando sobre sus opciones, despidiéndose. Kumi había hecho más llamadas y estaba planeando regresar a Tokio y trabajar. Jim aún no había decidido si quedarse con Thomas o quedarse allí solo un par de días antes de regresar a Chicago. El relato de lo acontecido en el callejón les impresionó y asustó, y no pudieron evitar mirar a Parks (que estaba alardeando de cómo le había salvado la vida a Thomas) con recelo, como si de un momento a otro los fuera a asaltar.

Thomas no sabía qué pensar del supuesto cambio de actitud de Parks hacia él, pero su vida parecía haber llegado a su fin instantes antes y Parks le había salvado, si bien de una manera un tanto violenta. Por ello, no era tanto confianza como alivio lo que sentía, y aunque todavía dudaba de Parks, al menos le debía una conversación.

—Bueno —dijo Parks mientras tomaba asiento junto a una mesa de pino en un restaurante-bar atestado de gente y cuyos camareros sudorosos y gritones hacían malabares para que no se les cayeran las bandejas con botellines de cerveza y frascos de sake—. Acaba de hacer un gran descubrimiento. Pensemos…

Se colocó un dedo en la sien, cerró los ojos y tarareó algo con la boca cerrada, un gesto muy de adolescente.

—Acaba de descubrir, al fin, que su hermano no estaba solo interesado en imágenes antiguas de peces; estaba interesado en peces antiguos, si es que es capaz de ver la diferencia. Más concretamente, en algo que era una especie de pez y a la vez no lo era, y que lleva extinguido mucho tiempo.

—¿De qué está hablando? —dijo Kumi. Todavía estaba pálida y se mostraba recelosa de Parks.

Thomas no dijo nada y tomó otro largo trago de cerveza. Ya iba por la segunda.

—Su hermano y yo cruzamos nuestros caminos cuando se apartó de su campo de conocimiento (símbolos, Dios y paparruchas similares) y se introdujo en el mío —dijo Parks—. Aunque no en persona. Formamos una alianza con un hombre japonés llamado Satoh al que aquel bicho raro que acaba de recibir lo que se merecía en el callejón le sacó las tripas y lo mató.

—¿Y su campo es…? —preguntó Kumi. Estaba intentando centrarse, recuperar el hilo de la conversación, aunque Thomas pensaba que era solo para apartar de su mente lo que había ocurrido.

—Ciencia. Biología: marina, para ser más precisos y —continuó Parks, encantado de escucharse—, si tengo que ser más concreto todavía, la evolución.

Kumi miró de manera inquisitiva a Thomas y luego a Parks.

—El padre Ed —prosiguió Parks—, reconoció ciertas singularidades en la representación de un pez en una zona geográfica muy limitada alrededor de Nápoles. Las imágenes no se parecían en nada a lo que había visto antes y abarcaban un periodo de unos mil años, desapareciendo alrededor del siglo VIII tras la aparición de su Cristo. Llegó a la inteligente conclusión de que dichas imágenes representaban no solo una idea abstracta, sino también una criatura real. Parecía un pez, pero tenía ciertas características anfibias que incluían una cabeza con plena movilidad, pulmones y (no se lo pierdan) patas, extremidades compuestas por hombro, codo y muñeca. Es lo que los chalados que estamos metidos en este mundillo llamamos un pez tetrápodo (una especie de transición entre el pez y los tetrápodos de agua dulce como el Ichthyostega que surgió en el periodo devónico tardío). Mola, ¿eh?

Thomas pensó que resultaba extraña la manera en que seguía a lo suyo, como si nada hubiera pasado, como si no hubiese matado a nadie una hora atrás. También resultaba irónico. Parks no podía haber encontrado una manera más adecuada y perfecta de demostrar que estaba del lado de Thomas, pero la facilidad con la que parecía haberse recuperado del incidente hacía que Thomas recelara todavía más de él, a pesar de que la naturaleza de ese recelo había cambiado. Antes había dado por sentado que Parks era un enemigo. Ahora era un aliado, pero eso no lo hacía ni menos peligroso ni más humano que sus asesinos adversarios.

—Thomas —le instó Kumi con la mirada fija todavía en Parks—. Esto es una locura. ¿De qué está hablando?

—Oh, pero Thomas no cree que sea ninguna locura, ¿verdad, amigo? —Parks irradiaba entusiasmo.

Thomas se metió la mano en el bolsillo, sacó el artículo del New York Times y lo estiró sobre la mesa, con cuidado, como si fuera extremadamente frágil.

Tiktaalik roseae —precisó Parks—. Vaya, ha hecho los deberes. Estoy orgulloso de usted, amigo.

Thomas lo ignoró, dio un trago a la cerveza y a continuación dijo:

—Esto estaba en el equipaje de Ed. No lo sé, pero creo que Ed pudo haberlo creído.

—¿Que hubo peces prehistóricos en Pompeya? —dijo Jim, hablando por primera vez. Parecía más que perplejo. No dejaba de mirar a Parks con hostilidad.

—No solo en Pompeya —puntualizó Thomas. Estaba mascullando entre dientes, inseguro, avergonzado incluso de lo extraño que era todo aquello—. Ed creía que vivieron en toda la región. No eran muy comunes —aclaró—, si es que siquiera lo eran. Es decir: lo suficientemente singulares como para tener un significado místico que los hiciera adecuados para ser usados en la iconografía religiosa.

—Amén, hermano —soltó Parks. Se encendió un cigarrillo.

—Y vivieron hasta el periodo medieval —dijo Thomas, con convicción repentina. Y luego añadió—: o al menos Ed pensaba eso.

—Incluso creyó saber dónde murió el último, ¿no es cierto, amigo? —preguntó Parks.

Thomas se quedó pensativo un instante y a continuación asintió.

—El Castello Nuovo en Nápoles —dijo, recordando lo que Giovanni le había contado—. La leyenda dice que vivía en las mazmorras y que de vez en cuando se llevaba prisioneros consigo. Al final fue cazado. Lo mataron y lo colgaron en la entrada del castillo.

—Usted dijo que se trataba de un cocodrilo proveniente de Egipto —insistió Jim con obstinación.

—No habrían reconocido un cocodrilo ni aunque este les hubiese mordido en el culo —alegó Parks—. Que, de hecho, fue lo que hizo. Y en reiteradas ocasiones. Tampoco habrían sabido que los cocodrilos del Nilo son animales de agua dulce, mientras que la cosa que se iba de caza por las mazmorras del castillo vino del mar.

—«A Eduardo le gustaba esa historia» —murmuró Thomas para sí, citando las palabras de Giovanni. Tenía sentimientos encontrados; estaba contento por solucionar el núcleo del misterio, pero también sentía tristeza y decepción por el hecho de que su hermano hubiese perseguido un santo grial tan ridículo. Le hizo un gesto a la camarera y pidió otra cerveza. Kumi lo vio, pero apartó la mirada.

—Pero ¿de verdad se cree eso? —preguntó Jim—. Quiero decir, aunque Ed lo creyera. Esa especie de pez que sale en el periódico se extinguió hace cientos de millones de años, lo ha dicho usted. No podía estar por la zona hace dos mil años, ¡estaba extinto! Uno no regresa de la extinción.

—Eso cuénteselo al celacanto —dijo Parks.

—¿A qué? —dijo Jim.

—Otro pez de aletas lobuladas del periodo devónico que se suponía que llevaba extinto tanto tiempo como nuestro amigo de aquí —dijo Parks mientras señalaba con el dedo el artículo—. Hasta que empezaron a aparecer en las islas Comoras, cerca de Madagascar, en la década de 1930. Causó un gran revuelo, créanme.

—¿Solo ahí? —quiso saber Kumi—. ¿En las islas Comoras?

—Hasta 1997, cuando apareció otro en Indonesia —respondió Parks—. Un celacanto, pero era genéticamente diferente del pez africano: una población aparte cuya existencia desconocíamos.

—Pero no cree que haya celacantos en el Mediterráneo, ¿verdad? —dijo Kumi.

—No. —Parks se echó a reír—. No hay nada en el Mediterráneo que no conozcamos.

—Pero ¿sí lo había cuando el Vesubio sepultó Pompeya? —preguntó Jim con escepticismo, casi retándolo.

—No —dijo Parks—. El pez que Ed identificó no es un celacanto. Es algo mucho más interesante.

—¿Más? —se asombró Thomas.

—Cuando los celacantos fueron cogidos por vez primera, los científicos dijeron que eran el eslabón perdido —explicó Parks—, la prueba viviente del paso evolutivo cuando los peces se arrastraron hasta tierra. Se trata de algo que ha sido objeto de numerosas especulaciones, basándose en fósiles hallados con aletas largas y lobuladas que podían haber funcionado a modo de extremidad. Cuando los científicos los encontraron vivos, viviendo bajo el agua, observaron que esas aletas se movían en pares diagonales, la pata delantera izquierda coordinada con la trasera derecha, como si anduvieran. Pero no andaban y las aletas, al final, resultaron ser solo aletas. El celacanto es un callejón sin salida evolutivo, no el paso hacia los animales terrestres.

—No es mi bisabuelo, entonces —replicó con sequedad Jim.

—No —confirmó Parks—. Pero esto —dijo acercando el recorte de periódico al sacerdote—, o algo muy similar a esto, sí. Al parecer sobrevivieron muy pocos en el periodo de la Edad Media, aislados, en entornos muy particulares: oscuras cuevas submarinas, a menudo resultado de actividades volcánicas, increíblemente aisladas, pero con acceso a la tierra gracias a unas aguas poco profundas que permitían que esos animales hicieran incursiones hasta la orilla. Los celacantos viven en alta mar. A entre cien y trescientos metros de profundidad, más incluso. A tanta profundidad que nadie ha podido sacarlos a la superficie y mantenerlos con vida más que unos minutos. El Tiktaalik roseae probablemente viviera en aguas menos profundas, desde las que podía acceder a tierra. El nuestro está en algún punto entre estos dos peces. Eso creo.

—No me creo una palabra —dijo Jim—. Son solo tonterías.

De Profundis —susurró Thomas, más bien para sí—. ¿Recuerda la postal que le envió? ¿Y si no era una broma acerca de la desesperación en tan exótico lugar sino una broma acerca de lo que había encontrado?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Jim.

—De lo profundo —aclaró Thomas—. No desde lo más profundo de la desesperación, sino de las profundidades del mar.

—Inteligente —comentó Parks.

—Sigo sin verlo —continuó Jim, que seguía a la defensiva.

—¿Cree que mi hermano murió por esto? —preguntó Thomas. Lo dijo despacio, con determinación, para que todos (Parks incluido) se callaran y lo miraran. Los cuatro se quedaron quietos y lo miraron con recelo y preocupación—. Si damos por sentado que está muerto, claro está.

Kumi lo miró cuando pronunció esa frase, pero los demás estaban ocupados con la pregunta.

—Sí —contestó sin más Parks.

—¿Por qué?

—El origen de todos los males —afirmó Parks—: el dinero.