75

El despacho de Watanabe se encontraba en el Instituto Arqueológico de Yamanashi, un edificio bajo de hormigón con revestimiento rugoso marrón y un techo plano que en la década de los sesenta podría haber resultado interesante desde un punto de vista arquitectónico, pero que en la época actual parecía un poco achaparrado y viejo: un bloque agazapado en los límites de la ciudad que parecía totalmente fuera de lugar. Disponía de su propio despacho en las facultades de Tokio y Osaka cuando hacía trabajo de campo allí, pero ese despacho era donde pasaba la mayor parte del tiempo, convenientemente distanciado de los yacimientos del periodo Kofun que se habían convertido en el centro de su trayectoria profesional.

Thomas se bajó del coche un par de calles antes del edificio y recorrió el resto del camino andando, cubierto con una gorra de béisbol. Yamanashi no era Tokio, todos los extranjeros llamaban la atención.

—Regrese con Kumi —le había dicho a Jim—. Como le pase algo…

—Vaya —le había dicho Jim mientras le pasaba una linterna que había sacado de la guantera—. Las clases están terminando. Es el momento perfecto para entrar.

Atravesó un parque donde los cerezos estaban en flor y esperó allí durante tres largos minutos hasta que los estudiantes comenzaron a salir del edificio. Empujó las puertas de cristal con la cabeza gacha y entró al edificio con rapidez.

A juzgar por las listas de los despachos, no había más que ocho profesores en la facultad. Dos de ellos eran profesores a tiempo parcial. Dos de los otros seis se encontraban fuera en excavaciones, uno se había tomado un año sabático y el otro estaba fuera, en una conferencia. Watanabe, la celebridad de la facultad, estaba en otra parte, lo que significaba que solo un profesor a jornada completa se encontraba trabajando en ese momento. Localizó el aula en la segunda planta y esperó.

En un minuto, los últimos estudiantes comenzaron a salir. Thomas miró a la profesora (una mujer menuda de mediana edad, facciones duras y extravagantes gafas con montura de carey) y fingió estar buscando algo en la mochila para que ella no se percatara de su presencia cuando salió del aula en dirección a su despacho. Thomas la siguió con cautela, metiéndose en un baño que había al final del pasillo de su aula. Cuando escuchó la puerta abrirse y cerrarse en menos de un segundo se asomó justo a tiempo para ver cómo la profesora cogía el abrigo y el bolso, buscando en los bolsillos las llaves para marcharse.

Un bedel comenzaría a hacer la ronda a cierta hora y quizás algún estudiante universitario estuviera usando los laboratorios para completar sus investigaciones, pero hasta el momento no había visto a ninguno, y estaba casi seguro de que tenía el edificio para él. No había visto ninguna cámara de seguridad ni dispositivos de vigilancia, salvo una lámpara de seguridad que se activaba con el movimiento en el aparcamiento. El edificio estaba desierto.

El despacho de Watanabe estaba en el mismo pasillo. Intentó abrir la puerta, pero no pudo. Era la única puerta del edificio que tenía dos cerraduras, una en el pomo y otra encima. Thomas carecía de destrezas secretas para esas cosas, no sabía abrir puertas con horquillas, ni disponía de dispositivos electrónicos mágicos que hicieran saltar los cerrojos, pero sabía lo que se estudiaba en el edificio y, tras estudiar la solidez de la puerta, comenzó a intentar abrir todas las puertas que vio.

Uno de los armarios del bedel estaba sin cerrar, pero no encontró nada que le pudiera ser de utilidad. Junto a este había un despacho que ya no se utilizaba y que estaba lleno de mobiliario viejo y archivos a rebosar. Entonces encontró el almacén que estaba buscando, hizo su elección y volvió al despacho de Watanabe.

Kumi se retiró, puso un dedo en sus labios, que se estaban acercando demasiado a ella y lo apartó en broma.

—Paciencia —dijo—. Las cosas siempre son mejores cuando hay que esperar.

—Depende de cuánto haya que esperar —dijo Watanabe. Lo hizo a regañadientes, pero se sentó de nuevo. Incluso logró esbozar una sonrisa.

—Con un trabajo así debe viajar mucho —dijo—. Hábleme de ello.

Le ofreció el tema como otra fase del juego, una que lo seduciría todavía más.

—Paso mucho tiempo en Corea —dijo.

Ella resopló.

—¿Ningún sitio más exótico? —dijo—. ¿Europa? ¿Francia? ¿Italia?

Él entrecerró los ojos, su mirada se tornó más dura y pareció salir de su embriagada torpeza. Kumi dio marcha atrás.

—Nunca he estado allí —susurró—. Praga. He oído que Praga es preciosa. Me encantaría ir allí. O a Viena.

—He estado en Italia —dijo ya más relajado—. Es sucia. Fea. Nápoles especialmente.

Kumi intentó que el entusiasmo no se reflejara en su rostro. Él la estaba observando con detenimiento.

No iba a ser sutil, ni silencioso, pero Thomas iba a entrar. Metió la punta del azadón que había encontrado en el armario por la rendija de la puerta y usó el mango como palanca. La madera del marco comenzó a astillarse inmediatamente. Ajustó la posición de la punta e hizo el mismo movimiento. Todo el marco se tensó y combó, separándose un centímetro y medio de la pared. Con la parte plana del azadón empujó, hizo palanca y tiró hasta que a sus pies quedó un montón de trozos de madera y la puerta finalmente cedió tras empujarla con el hombro.

La puerta se abrió, revelando un despacho espacioso y utilitario que contenía un escritorio de metal con un ordenador, un teléfono, un fax y una serie de pesados archivadores de acero. También había una mesa alargada con cajas, probetas, un par de microscopios y otros equipos que Thomas no conocía.

La persiana estaba bajada. Thomas cerró la puerta como buenamente pudo y encendió primero la luz y luego el ordenador. Mientras este arrancaba echó un vistazo rápido a la habitación, sin tener muy claro qué estaba buscando. Los archivadores estaban todos cerrados y dudaba mucho que pudiera abrirlos con el azadón. Había un grupo de cajas apiladas en la esquina tras la puerta, dos de ellas grandes y de madera, que solo contenían virutas de madera. La cinta de embalaje había sido cuidadosamente quitada.

Uno de los cajones del escritorio estaba abierto. Contenía una serie de carpetas, cada una de ellas llena de papeles plagados de números y fórmulas y en un japonés demasiado técnico para Thomas. Una de las carpetas, sin embargo, contenía números asignados, al parecer, a tres muestras diferentes, identificadas por las combinaciones de letras y números 4F, 12A y 21A. La primera página de cada muestra comenzaba con la ecuación:

D2 i,j = (xi – xj)2 Pw-1 (xi – xj)

xi = vector de valores para i individual,

xj = vector promedio de población j,

Pw = matriz de covariancia muestra colectiva

Thomas contempló los números y la fórmula, pero no pudo discernir nada salvo que los números parecían medidas en milímetros.

Pero ¿medidas de qué?

La siguiente carpeta contenía gráficos y números, al parecer de un conjunto mayor de muestras, y solo algunas de estas volvían a aparecer en otra carpeta. Con estas había una carta de presentación, en inglés, con fecha de 10 de marzo, de una compañía llamada Beta Analytics en Miami (Florida). La información pertinente parecía ser una columna de datos junto a los números de muestras: 250±75 BP (BETA-895) [muestra 1A], 1000±75 BP (BETA-896) [Muestra 1B], hasta el 200±75 BP (BETA-909) [Muestra 25D].

Thomas leyó dos veces los números, buscando unas pautas, algo, cualquier cosa que pudiera dar sentido a aquellas cifras, pero fue inútil. El símbolo que había en cada grupo de números parecía una cruz, pero sin duda se trataría de un marcador para el margen de error. 250 más/menos 75. Pero ¿250 qué?

¿Años?

Quizá, pero ¿qué quería decir «BP»?

No tenía ni el conocimiento ni las aptitudes. Y, por milésima vez desde la muerte de Ed, se sintió completamente perdido.