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Thomas bajó las escaleras sin esperanza, movido tan solo por una necesidad acuciante de saber. Corrió mientras el corazón le latía a mil por hora, bajando a trompicones las escaleras que daban a la sacristía y al corredor sin luz. Entró en la iglesia.

Estaba vacía. Las puertas traseras seguían cerradas. No había nadie en los bancos. Thomas subió a la parte elevada del santuario, dando la espalda al altar, y contempló la nave desde allí: nada.

Y entonces escuchó un suave golpeteo, como lluvia, tras él.

Se volvió lentamente mientras notaba cómo el temor que sentía le retorcía el estómago. Tras el altar, el suelo de piedra estaba medio cubierto de un charco brillante e irregular. A pesar de que había poca luz, pudo ver que el líquido era de un rojo escarlata terrible y oscuro. Otra gota cayó al charco, y a continuación otra. Thomas se obligó a alzar la vista.

En la pared trasera del ábside había un altar con un tabernáculo dorado, seis velas de considerable tamaño y, por encima, un icono enmarcado de la Madonna e hijo con un frontón triangular. Suspendido de la galería de la bóveda y delante del icono, colgando de una cadena pesada, estaba el monseñor.

No. Esto no. Ahora no.

Su sotana, desgarrada y de color negro, brillaba con la sangre, por lo que resultaba difícil ver qué le habían hecho, pero parecía que la cadena que lo sujetaba le rodeaba el pecho, de forma que colgaba del esternón en el aire del coro.

Durante un largo momento Thomas fue incapaz de moverse, y entonces percibió un leve sonido y alzó la vista. El sacerdote había abierto los ojos. Seguía con vida.

Thomas salió de su ensimismamiento y comenzó a mirar en todas direcciones como un loco. No podía trepar por el altar para cogerlo. Tenía que subir a la galería de la bóveda.

¿Dónde demonios hay unas escaleras?

Bajó los peldaños del santuario y abrió de un portazo la puerta de la sacristía. Allí en la pared había una entrada y tras ella unos escalones de piedra. Los subió de dos en dos y salió al vacío de la bóveda con tanta rapidez que casi se cae por la barandilla.

La galería era estrecha y la barandilla tan solo una barra de hierro forjado que le quedaba a la altura de la cintura y que rodeaba la bóveda. Se obligó a aminorar el paso, avanzando lentamente hasta donde la cadena había sido atada a la fina barra. En la barra quedaban enrollados entre seis y nueve metros de cadena. Le llevaría siglos desenrollar la cadena que lo mantenía suspendido, así que lo único que podía hacer era tirar del sacerdote. Thomas agarró la cadena, que en algunas partes estaba pegajosa por la sangre, y comenzó a tirar.

Pietro era un hombre grande. Thomas tiró, pero no podía moverlo. Intentó colocarse la cadena al hombro, pero la bóveda no le permitía ir más para atrás y, cuanto más tiraba, más sentía que el peso iba a arrastrarlo y a tirarlo por la barandilla. Intentó calmarse y respiró profundamente. Bajo él, el anciano sacerdote gimió. No iba a resistir mucho más.

Thomas apoyó los pies contra las bases de hierro de la barandilla, se inclinó hacia atrás todo lo que pudo y comenzó a tirar usando solo las manos y el pecho. Tiró y tiró, quince centímetros cada vez, con la cabeza hacia atrás, apretando fuertemente los dientes, con los omóplatos rectos y el sudor cayéndole por el torso. Tiró con una mano hasta que el puño le llegó a la altura del hombro y luego hizo lo mismo con el otro. Cada vez le costaba más tirar, estiró sus músculos y tendones hasta que pensó que se había roto algo y dos veces sintió cómo perdía el agarre, así que tuvo que sostener la cadena con fuerza hasta recobrar fuerzas y poder seguir tirando. Al final, con un grito de furia, subió al sacerdote.

Thomas cogió a Pietro por debajo de los brazos y tiró de él, alzándolo por encima de la barandilla y arrastrándolo hacia sí. Mientras lo hacía, la pistola se le salió del bolsillo, golpeó el suelo de la galería, rebotó en las rejas y cayó con un ruido sordo al suelo de la iglesia.

Ya está muerto, pensó Thomas resollando. Durante un largo instante el sacerdote no hizo movimiento ni sonido alguno, y su rostro cubierto de sangre estaba quieto, inmóvil.

Entonces parpadeó y abrió un poco los ojos. Sus labios se separaron.

—Thomas —dijo lentamente mientras luchaba por sacar las palabras—. Lo siento.

—No pasa nada —dijo Thomas tragándose su horror y contemplando el rostro del hombre para evitar ver el resto de su cuerpo—. No pasa nada.

Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa —susurró.

—¿Qué ha hecho?

—Tanaka —dijo.

—¿El tipo japonés? ¿Qué pasa con él?

—Lo llevé dentro.

—¿Dentro de dónde?

Pero Pietro cerró los ojos de nuevo y las lágrimas le cayeron por las mejillas, aunque Thomas no fue capaz de deducir si eran lágrimas de dolor o por el recuerdo. El sacerdote se estaba muriendo. Solo le quedaban algunos segundos.

—Los papeles de Ed —susurró Thomas, obligándose a hablar, sintiéndose cruel por hacerlo, pero sabía que esa era su última oportunidad.

El sacerdote sonrió débilmente. Ya estaba marchándose, desapareciendo.

Il Capitano —dijo.

—¿Qué? —exclamó Thomas. Los ojos del sacerdote se cerraron—. ¿Capitano? ¿Qué quiere decir? ¿Pietro? ¡Pietro!

Y entonces volvió a abrir los ojos, como un pez que se vale de sus últimas fuerzas para volverse contra la corriente, y una de sus manos agarró la muñeca de Thomas con sorprendente y repentina fuerza. Su boca se abrió, pero a pesar del esfuerzo patente en sus ojos y en los músculos de su garganta, las palabras no salían.

—¿Qué? —preguntó Thomas suplicante—. Dígamelo.

Le apretó todavía más la muñeca, tirando de él para sí, y la boca del monseñor le susurró al oído. Pronunció cada una de las palabras haciendo acopio de la poca fuerza que le quedaba.

Il mostro —dijo con la respiración entrecortada—. El monstruo. Aún. Está. Aquí.

Y entonces murió.

El silencio que siguió a su último aliento se vio interrumpido por un gruñido sibilante, y Thomas se volvió para ver a la criatura que había visto en Paestum, acurrucada en las escaleras, a menos de diez metros de donde él se encontraba.