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No comenzó hasta que estuvieron fuera del aeropuerto. Los aeropuertos, después de todo, suelen tener poco carácter, no se diferencian mucho entre sí. Así que Thomas no sintió nada mientras deambulaban por el abarrotado y apretujado aeropuerto de Narita, excepto quizá cuando escuchó la megafonía en japonés, e incluso eso era demasiado predecible como para notar algo. Pero una vez se hallaron en el autobús que llevaba a la ciudad, todo comenzó, esa sensación familiar y la extraña multitud congregada a su alrededor como un déjà vu, como si conociera ese lugar, como si una parte de él nunca se hubiera marchado, y (al mismo tiempo) que no pertenecía a ese lugar y nunca lo había hecho. Para cuando el autobús estaba ya cerca de la estación en Shinjuku, las manos de Thomas ya habían comenzado a temblar levemente. Veinte minutos después, mientras arrastraban su equipaje hasta un sitio de fideos para (como le había dicho Jim) «empaparse del colorido local» antes de ir a buscar a Kumi, Thomas (pálido y con la respiración nerviosa y entrecortada) comenzó a plantearse seriamente coger el siguiente autobús para regresar al aeropuerto.
Ocultó esta idea a Jim, que había tenido la cara pegada a la ventana todo el trayecto desde que habían salido del aeropuerto, maravillándose como cualquier turista haría ante el paisaje, las señales de la carretera, el Disneylandia de Tokio, los rascacielos amontonados, el mar de gente con cabellos negros por las calles, los neones y las pantallas de vídeo gigantes. Jim no paró de hablar, exclamaciones en su mayor parte, salpicadas de preguntas que nadie respondía, y durante todo el tiempo no dejó de mirar a su alrededor, con los ojos como platos, un hombre transportado a un planeta que jamás hubiera creído que pudiera existir. No era de extrañar que permaneciera ajeno al hecho de que su acompañante de viaje estuviera experimentando algo similar al estrés postraumático. Thomas se sentía flotando sobre oleadas crecientes de pánico y una ansiedad subyacente por la insistente sensación de que nunca había abandonado aquel lugar, de que todavía vivía allí con una chica llamada Kumi con quien esperaba llegar a casarse algún día…
Sabía que iba a ser así o, más exactamente, que sería algo así, una sensación dolorosa y extraña al adentrarse de nuevo en el pasado. Nunca había experimentado algo así en Estados Unidos, ni siquiera cuando regresaba a las calles donde se había criado y caminaba por las habitaciones de la casa donde sus padres habían vivido y, finalmente, muerto. Sentía esa pérdida e inmediatez al mismo tiempo, pero también lo sentía como algo real, tangible, porque nunca había dudado que sería básicamente lo mismo que cuando jugaba al béisbol con Ed y Jimmy Collins, su vecino de dos puertas más abajo. Pero esto, esto era diferente. Japón era diferente.
Thomas no sabía nada de Japón antes de irse a trabajar allí. Para él era algo exótico, extranjero y, por mucho que llegara a acostumbrarse a estar allí durante los dos años en los que estuvo enseñando en un instituto de una pequeña ciudad al suroeste de Tokio, para él nunca dejó de ser un país exótico y extranjero. Cuando se marchó, se llevó una parte de él con Kumi, pero cuando ella lo abandonó, todo se marchó, lejos de su vida, de su realidad. En unos pocos años le resultó difícil imaginar que un lugar así pudiera existir, que hubiese estado allí, que ese país hubiera ayudado a conformar la persona que era. Incluso en aquellas raras ocasiones en que, bebido, se permitía mirar las fotos que habían tomado allí, sus experiencias en Japón parecían haber sido vividas por otra persona. Podía contemplar perplejo esas fotografías durante horas, mirándose, intentando recordar cómo había sido, cómo había sido su vida en el otro (planeta) lado del mundo, intentando creer en ello. Pero era demasiado extraño, demasiado foráneo, demasiado diferente de cualquier noción de cómo era él en la actualidad.
Y ahora estaba de vuelta y todo seguía allí. Los rostros. Las voces. El tráfico. El clima. Los jardines inmaculados. Los techos de tejas y las casas de madera. El destello de los antiguos santuarios de madera retumbando en su cabeza como las campanas de los templos. La comida que se mostraba en las ventanas de los restaurantes. Los gritos de «¡Irrashaimasse!» de los camareros cuando entraron. Los farolillos negros y rojos llenos de caligrafía. El olor a madera nueva del edificio, casi acallado por el del rico pero sencillo aroma de la comida. Los dibujos de la carta, con sus cuencos de fideos gruesos y humeantes… no había ningún sitio donde pudiera mirar que no pareciera insistir en que el mundo había girado sobre su eje y la realidad había cambiado.
No perteneces a este lugar. Nunca lo hiciste. Nunca lo harás.
Pero estaba en su interior, en su ser, de forma indeleble.
Esa es la cuestión.
Porque por mucho que hubiera intentado sacar a Japón de su vida para siempre, ese país lo había cambiado, le había dado (por mucho que le aterrara pensarlo) los mejores años de su vida. Desde entonces todo se había deshecho. Regresar allí era como retroceder doce años atrás, cuando era joven y engreído, cuando el mundo y todo lo que había en él se extendía ante sus ojos, cuando la vida estaba llena de promesas, de objetivos, de cosas por hacer.
—Creo que voy a vomitar —murmuró de repente. Y Jim salió de su ensueño un instante para mirarlo. Thomas buscó un lugar donde poder hacerlo.