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Thomas regresó eufórico al restaurante, dispuesto a abrirse paso entre hostilidades y escepticismos con el poder de su convicción. Lo tenía, al fin. Tras tanto deambular, tras los caprichos de su cuestionamiento, había dado con ello. Todavía había muchos huecos que rellenar, pero era como si hubiese estado buscando en una caja llena de llaves y de repente hubiese dado con una que encajaba perfectamente en la cerradura. Había más puertas detrás, pero esta primera era la más importante. Ahora seguiría probando con otras llaves hasta que las demás puertas también se abrieran.
Kumi habrá esperado, se dijo a sí mismo. No se marcharía sin despedirse. Ahora al menos tendrían algo de qué hablar, algo que podría mantenerla junto a él más tiempo.
En el exterior de la estación de tren estaba oscuro y el restaurante se encontraba en una de esas calles estrechas y laberínticas de las que colgaban farolillos rojos de papel llenos de polvo y caracteres chinos en negro. El aire estaba viciado por el vapor que salía de los conductos de ventilación de la cocina, impregnado del aroma de los fideos udon y ramen. En lo alto de una pared había un letrero luminoso de la marca de cerveza Kirin.
Y algo más.
Thomas lo había notado cuando se había separado de Matsuhashi fuera de la estación (una percepción momentánea, algo casi palpable, visible) y ahora volvía a sentirlo. Aminoró el paso, escuchando atentamente, intentando decidir cuál de sus sentidos se había puesto en alerta, volviéndose para ver si había algo o alguien detrás de él.
Nada. El callejón estaba desierto.
Apretó el paso. La puerta del restaurante estaba a menos de veinte metros de él. Pero volvió a notarlo, esta vez de forma distinta, no tras él sino delante de él, algo estaba desatando sus alarmas más primarias. Se detuvo, miró a través del vapor que pendía como la niebla sobre una ciénaga y allí, justo detrás de la puerta de metal, había… algo, un espacio negro en la pared, como un agujero o…
Una figura cubierta.
Mientras la observaba, como presa de un encantamiento, la calidad de la oscuridad cambió, se tornó más definida. La figura se movió. Unas manos pálidas con dedos alargados aparecieron, se elevaron y apartaron la capucha que ocultaba el rostro.
—No —susurró Thomas sin poderse mover—. Estás muerto.
El demonio siseó su ya familiar respuesta, mostrando tan desagradables dientes, metiendo la mano en el interior de su abrigo y sacando un cuchillo con una enorme hoja.
—No —repitió Thomas.
Era demasiado, después de todo lo que había pasado. Pero al menos eso sí pensaba que lo había dejado detrás, y saber que no era así, que tenía que vérselas de nuevo con él, socavó toda su energía y capacidad de pensamiento, dejándolo vacío. Recordó la pelea en el castillo, la caída, la ambulancia…
Con la sirena y las luces encendidas, le dijo una voz interior. No se dan tanta prisa cuando llevan cadáveres.
Thomas solo acertó a contemplar al demonio mientras asumía la verdad. Había sobrevivido, el hombre del saco de sus pesadillas, y había cruzado el mundo para ir tras él.
El demonio salió de su escondite muy despacio, los ojos brillantes, la boca entreabierta, asomando lentamente a la calle vacía con infinita deliberación. Entonces, sin previo aviso, se abalanzó sobre él.
Era tan rápido, tan increíblemente rápido y fuerte, que Thomas no pudo reaccionar cuando el demonio aterrizó sobre él. Le cogió la mano que blandía el cuchillo y cayó hacia atrás, bajo su peso. En Bari, Thomas lo estaba esperando, tenía los sentidos alerta y la adrenalina al máximo tras la persecución por la ciudad. En ese momento luchaba por recuperar la agudeza mental que necesitaba para seguir con vida mientras el otro gruñía y siseaba, feliz de poder luchar contra él. Thomas agitó los brazos, le dio rodillazos y forcejeó con él, pero el final era inevitable. Cuanto más forcejeaba, más sabía que iba a perder. El demonio era demasiado fuerte, demasiado resuelto. El cuchillo se quedó suspendido sobre el cuello de Thomas, pero tan solo un instante, y aunque Thomas empleó todas sus fuerzas para sujetarlo, comenzó a descender, con la punta hacia delante.
Thomas se retorció, pero no podía soltarse. La hoja se iba acercando. Sintió el contacto de la hoja con la piel justo debajo de la nuez, fría y afilada, y se valió de la energía que le quedaba para apartarla. Durante un segundo, la presión pareció disminuir, y entonces volvió de nuevo, el cuchillo empezó a cortarle la piel, y Thomas supo entonces que no había nada que hacer.
El ser demoniaco puso la mirada en blanco, satisfecho, como un tiburón al sentir el sabor de la sangre, y entonces se estremeció y se quedó inmóvil. Sus ojos se encontraron con los de Thomas y le miraron con perplejidad. Se abrieron de par en par, parpadearon, una ráfaga de emociones pareció surcarlos en ese instante, y esas emociones se tornaron en miedo.
Entonces comenzó a encogerse y a flaquear, sus músculos se contrajeron y relajaron y Thomas pudo zafarse de él, mirándolo boquiabierto, horrorizado. En la región baja de la espalda tenía clavada una espada pequeña. Ben Parks aún sujetaba la empuñadura.