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Herculano era diferente de Pompeya. Era mucho más pequeña y la mayoría de los restos eran residencias, no los solemnes templos y edificios oficiales de su hermana más conocida. El tamaño de aquel lugar tenía menos que ver con la escala de la ciudad original que con el emplazamiento de la ciudad actual: los restos de la ciudad clásica llegaban hasta los mismos límites de la ciudad moderna. Sin realojar en otros lugares a montones de gente, las excavadoras no podían avanzar más de ahí.
Herculano había perecido por la misma erupción que Pompeya, pero no había sido sepultada bajo cenizas y piedras, sino por la lava volcánica que había anegado la ciudad, produciendo unas condiciones bastante diferentes en lo que a conservación se refiere, llegando incluso a carbonizar el mobiliario de madera.
El lugar había sido excavado por casualidad después de que un oficial de caballería local encontrara sin pretenderlo (mientras cavaba un foso) parte de un teatro, allá por 1709. Bajo el reinado de Carlos III prosiguió la arbitrariedad de las excavaciones; los equipos abrieron túneles al azar y se llevaron todo lo que pudieron encontrar para sus colecciones privadas, para donarlo a museos locales o bien desaparecieron como por arte de magia. Los edificios quedaron al descubierto, pero durante más de doscientos años las excavaciones tuvieron bastante poco de científicas o sistemáticas.
Los restos se encontraban bajo la ciudad moderna que había sido construida encima, en algunos casos a casi cuarenta metros por debajo, por lo que acceder al lugar implicaba un largo descenso por una rampa. Thomas se percató al instante de que las calles eran mucho más estrechas que las de Pompeya, las casas estaban más enteras, y muchas conservaban intacta la segunda planta. Recordó los versos de la Oda a una urna griega de Keats acerca del lugar abandonado:
¡Oh diminuto pueblo!, por siempre silenciosas
tus calles quedarán, y ni un alma que sepa
por qué estás desolado, podrá nunca volver.
Muy cierto.
Había acordado reunirse con la hermana Roberta en la entrada dos horas más tarde. Desde su comentario acerca de no comprender a las monjas ni a la religión apenas había hablado con Thomas, así que la decisión de ver las ruinas por separado había sido un alivio para él. No sabía con certeza si estaba ofendida o si tan solo no estaba segura de lo que él pensaba de ella, pero tendría que pedirle disculpas y adentrarse más en su historia personal si quería que las aguas volvieran a su cauce. Suspiró ante aquella perspectiva, preguntándose por qué le importaba aquello. Después de todo, apenas conocía a esa mujer.
Aun así, a pesar de tu heterodoxa rutina solitaria, era agradable tener alguien con quien hablar. Alguien que no te juzgara, o que al menos no lo hiciera en voz alta.
En el tren le había asaltado una idea extraña. Se le había ocurrido que quizá Pietro creyera que no era digno de su hermano, razón por la que había quemado los papeles de Ed. Tal posibilidad lo enfureció a pesar de que creía que quizá no iba muy desencaminado. No cabía duda de que lo que Ed había compartido con Jim, Giovanni y Pietro decía mucho más acerca de Ed que cualquier contacto que este hubiese tenido con Thomas en los últimos años.
¿Esa era la razón de aquella búsqueda a ciegas? ¿Demostrar que amaba a su hermano tanto como sus hermanos sacerdotes?
Parpadeó, contempló el mapa e intentó situarse. Ed había incluido en la lista varios lugares, algunos de ellos estaban subrayados. Uno de esos lugares (la casa del Bicentenario) había sido resaltado con un rectángulo hecho con un bolígrafo rojo al que le acompañaba un símbolo de interrogación. Parecía un buen sitio donde empezar.
Estaba al otro lado de la entrada, justo a la sombra de la ciudad moderna, pero Thomas caminó deprisa, deteniéndose tan solo para comprobar dónde estaba, contemplando lo que podía ver desde la calle: calles de empedrado y aceras elevadas, casas con entradas ornamentadas y balcones en la planta superior, los ya familiares thermopolia con sus ánforas en los mostradores…
La casa del Bicentenario era una de las casas de dos plantas mejor conservadas y la encontró sin dificultad, pero estaba cerrada. Todas las ventanas y puertas estaban cerradas con paneles de malla y candados.
Thomas intentó atisbar el interior. Podía ver las pinturas en las paredes, un atrio abierto al fondo de la casa y unas escaleras con aspecto traicionero. Había andamios por todas partes, pero estaba demasiado oscuro para poder ver algo de interés.
Le hizo señas a una guía situada en la esquina de la calle. Era una mujer menuda de aspecto oficioso que llevaba unas gafas de sol enormes que le hacían parecer una mantis religiosa.
—Disculpe —dijo Thomas—. ¿Podría hacerle una pregunta?
Ella lo observó durante un instante, consciente de que no formaba parte de su grupo.
—Una —respondió.
—¿La casa del Bicentenario…?
—Es por ahí —contestó, señalándola.
—Lo sé —dijo—. La he visto pero está…
—Está cerrada.
—¿Por qué?
—Le he dicho que una pregunta —remarcó mientras se daba la vuelta—. Están realizando algunas obras.
—¿Excavaciones?
—No —contestó. Se dio la vuelta de nuevo y lo observó a través de aquellas gafas del tamaño de platos llanos, pero había adoptado de nuevo el modo «guía» y le estaba hablando fundamentalmente a su grupo—. Si mira a su alrededor, comprobará que se están realizando obras de conservación en todo el lugar para consolidar los restos existentes, reforzar los muros y paredes combadas, apuntalar arcos y dinteles que podrían venirse abajo. Conservación de los restos existentes —dijo letra por letra como si estuviera hablándole a un niño bobo—, no excavaciones. El mantenimiento del lugar es un proyecto muy costoso y que lleva mucho tiempo. Somos afortunados de contar con la subvención de la Packard Foundation. Ahora, si no le importa…
Le dio la espalda de nuevo.
—Gracias —dijo Thomas.
Ella agitó la mano como si acusara recibo de su agradecimiento y también a modo de despedida.
Thomas se quedó allí, escuchando el sonido de la maquinaria hacia el sur. Caminó por Decumanus Maximus y giró a la derecha, a Cardo V, otra calle llena de casas cuyas fachadas estaban extraordinariamente bien conservadas. En una zona acordonada llena de ladrillos y andamios había un grupo de hombres mezclando hormigón y tomando medidas. Entre ellos y Thomas había una mesa llena de carpetas, herramientas y tablillas con sujetapapeles. No habían visto a Thomas aún.
Thomas apretó el paso. A unos metros había un enorme tablón en el que se explicaban las obras de reconstrucción realizadas por la Packard Foundation. Thomas se guardó la cámara y el mapa, y regresó a la zona de trabajo con aires de ser alguien que sabía lo que hacía. Mientras se acercaba, cogió una de las tablillas y un casco amarillo.
—Discúlpenme —alzó la voz por encima del ruido de la hormigonera. Los que estaban trabajando allí alzaron la vista, se lo quedaron mirando y luego se miraron entre sí. Todos eran italianos. Uno de ellos, un joven muy moreno que llevaba un peto, se puso en pie.
—¿Habla inglés?
El joven asintió.
—Necesito entrar en la casa del Bicentenario —manifestó Thomas como si fuera la cosa más normal del mundo.
El italiano negó con la cabeza.
—No es seguro.
—Solo necesito echar un vistazo rápido para comprobar algunas cosas —dijo Thomas. Sus palabras no fueron precisas y se arrepintió al instante de haberlas pronunciado, pero el joven (que probablemente acababa de licenciarse) no pareció demasiado preocupado al respecto—. Solo me llevará dos minutos. Menos.
—¿Trabaja aquí? —le preguntó.
—Estoy visitando la zona. Me envían de Packard Foundation. ¿No les dijeron que venía?
El joven negó con la cabeza y entrecerró ligeramente los ojos.
—¿Es excavador? ¿Arqueólogo? —quiso saber.
—No —contestó Thomas sonriente—. Soy de administración… —comenzó, y luego omitió el resto de la frase como si todo aquello fueran fórmulas tediosas y pomposas—. Soy el dinero —concluyó mientras se encogía de hombros a modo de broma, como si se estuviera reprobando a sí mismo.
El joven arqueólogo sonrió.
—Espere un momento —dijo—. Veré si podemos entrar.
El joven arqueólogo encabezó la marcha con pasos ligeros mientras el manojo de llaves antiguas que había cogido de alguna parte pendía de manera despreocupada de su mano izquierda. Sus brazos, largos, bronceados y musculosos, se balanceaban al andar. Thomas mantuvo la mirada al frente y no dijo nada. Dudaba mucho que fuera a hacer ningún gran descubrimiento, pero aun así estaba nervioso y expectante.
En la casa, el arqueólogo abrió una verja y lo condujo al interior. Echó el candado tan pronto como Thomas hubo entrado dentro.
—Voy con usted —comentó—. No toque nada y cuidado por dónde pisa.
Thomas asintió y lo siguió al interior de la casa tenuemente iluminada.
—Este es el atrio toscano —explicó mientras señalaba una sala espaciosa con el tejado bajo.
El joven se detuvo, como si estuviera esperando a que su invitado encabezara la marcha, así que Thomas entró con determinación a una habitación y echó un vistazo a sus papeles de una forma muy profesional. El suelo del interior era de mármol de distintos colores y había unas pinturas extraordinariamente detalladas en las paredes. Contempló un delicado fresco en tonos verdes y rojizos con eros o amorcillos tocando una especie de liras de gran tamaño y garabateó unos números al tuntún en su bloc de notas para que lo viera su guía antes de ir rápidamente a la siguiente habitación, y a la siguiente.
Había un jardín rodeado de pórticos y un gran pasillo que denotaban la opulencia del lugar y el impresionante hallazgo arqueológico que representaba, pero Thomas seguía sin saber por qué su hermano la había señalado para un estudio más detenido.
—¿Podemos subir? —preguntó Thomas, intentando que pareciera menos una pregunta que una orden.
—Podemos subir por las escaleras, pero no es seguro pisar el suelo.
Señaló a una de las escaleras de tijera de madera un tanto destartaladas y Thomas comenzó a subir. El piso superior estaba dividido en dos secciones. Thomas se detuvo, intentó atisbar algo entre las oscuras sombras y vio inmediatamente qué era lo que le había interesado a su hermano.
Apoyado en una pared había un armario de madera carbonizado. Las puertas estaban abiertas. Encima de este, en un recuadro de yeso inusualmente blanco, había una sombra oscura, un contorno, como si señalara el lugar preciso donde un objeto había estado colgado, algo tan valioso para el propietario de la casa que lo había quitado de la pared cuando la lava volcánica había aniquilado la ciudad. Tenía la forma casi inequívoca de un crucifijo.
La cruz era alta, el madero horizontal era corto y estaba en una posición elevada. Esa cruz estaba presente en todas las iglesias católicas en las que Thomas había estado, con la peculiaridad de que esta había sido colgada en aquella pared nada más y nada menos que cuarenta y cinco años después de la muerte de Cristo.