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Thomas se apoyó en la barandilla de madera y observó la ceremonia que acontecía en el interior: la novia con un kimono irisado, su rostro blanco y quieto, su pelo recogido con palillos lacados; el novio, de negro, atento y un tanto nervioso. El sacerdote budista, que llevaba un sombrero circular ancho, salmodiaba por encima del tintineo de campanas ocasionales mientras el incienso salía en espiral de un recipiente de piedra. El templo estaba abierto por dos lados, el podio central cubierto de tela roja y dorada. Desde donde él se encontraba, el sacerdote, la pareja, la estructura en sí y los pinos recortados situados detrás parecían conformar una ventana a un mundo de quizá mil años de antigüedad. Solo la correa de acero inoxidable del reloj del novio dejaba entrever que estaban cerca del siglo XXI.
Mantuvo la mirada fija en la ceremonia que se estaba celebrando a pocos metros de distancia. Había notado el acercamiento silencioso de Kumi y que Jim se había echado a un lado, pero no se había girado ni movido, y a ella no le quedó otra opción que permanecer detrás de él sin hablarlo. Por eso la había llamado a la Oficina de Comercio Agrícola y le había dicho que se reuniera con él en un lugar donde no le pudiera montar ninguna escena, donde no pudiera gritarle ni hacer nada violento que pudiera perturbar la serena formalidad de los ritos que se estaban celebrando allí, ante la pequeña y silenciosa congregación de curiosos.
—No deberías haber venido —dijo ella.
Thomas no la miró. Habló como en un susurro, feliz de poder posar la mirada en algo que no fuera ella.
—Casi lo hicimos, ¿recuerdas? Una segunda ceremonia en Japón…
Se produjo un largo silencio. El sacerdote sonrió a la pareja, que respondió con nerviosismo y tomó un sorbo de unos cuencos de madera que probablemente contenían sake.
—Vuelve a Estados Unidos, Tom —dijo—. No vuelvas a contactar conmigo, ¿de acuerdo?
Thomas fue a decir algo, pero ella negó con la cabeza. Su voz sonó triste, preocupada.
—Vete a casa, Tom, y descansa —añadió—. Estás muy envejecido.
Se inclinó hacia él, lo besó en la mejilla con los labios fríos, tan levemente que apenas si lo percibió, y a continuación se dio la vuelta y se marchó.
Thomas siguió mirando al frente, aferrándose con más fuerza a la barandilla, justo cuando la novia rompió su quietud lo suficiente como para coger la mano de su marido durante un brevísimo segundo antes de convertirse de nuevo en parte de aquel cuadro ceremonial vivo.