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En el momento en que la escotilla del sumergible se cerró, Thomas se arrepintió de haberse metido. Era diminuto, unos tres metros de largo, dos y medio de ancho y casi la misma altura, con una cabina de forma bulbosa y acrílica que hacía que aquel cachivache se pareciera a un casco de buceo. Iba provisto de un equipo de supervivencia básico que incluía un cuchillo, una pistola para lanzar bengalas y unas raciones de comida mínimas. También estaba provisto de un sonar, un equipo de reanimación y un brazo de control remoto. Era amarillo.
Como era de predecir, Parks intentó combatir la sensación de claustrofobia de Thomas con una canción.
—Sky of blue and sea of green —cantó—, in our yellow submarine… ¡Todos juntos! We all live…
Thomas no se unió.
—¿Está seguro de que esta cosa funciona? —preguntó.
—Última tecnología, amigo mío —respondió Parks, excesivamente alegre—. El último grito. Podría llevarnos a seiscientos metros de profundidad si quisiéramos.
—Pero no queremos, ¿verdad?
—No deberíamos necesitar bajar tanto —aseguró Parks—. Me sorprendería si esas cosas vivieran a más de doscientos metros de profundidad. Si estuvieran a más profundidad, no veo cómo podrían ajustarse a la superficie. Es un cambio de presión excesivo. ¿Está listo?
No lo estaba, pero aun así asintió con la cabeza e intentó sonreír a Kumi, que los estaba observando a través del morro de grueso vidrio del sumergible. Un miembro de la tripulación subió el pulgar y el sumergible fue elevado y a continuación bajado con un cabrestante por el lateral del armazón del Nara. Thomas se sintió apretujado y fuera de control cuando el sumergible giró lentamente sobre el cabrestante, pero no dijo nada. Parks había comenzado a cantar de nuevo. Estaba en su salsa.
Los dos hombres estaban sentados uno junto al otro, rodeados por la burbuja acrílica de la cubierta transparente de la cabina. La visibilidad era excelente, solo las regiones trasera y ventral quedaban oscurecidas por el resto de la embarcación, y Thomas se sintió extrañamente expuesto cuando entraron en el agua y se sumergieron en las profundidades de las aguas azuladas y cambiantes. Se agarró al apoyabrazos y contempló un pez que en ese momento pasaba delante de ellos y que brillaba por la luz del sol filtrada que se mecía en el agua y formaba columnas desde arriba. Tardó un minuto en percatarse de que estaba conteniendo la respiración. Tomó aire cuando Parks soltó el cabrestante de manera automática y el navío de repente pareció caer ingrávido en el oleaje.
El Nara había amarrado a menos de mil metros de la orilla. Aunque la isla estaba bordeada por idílicas playas, estaban intercaladas con embarcaderos y acantilados de oscura piedra volcánica que se extendían hasta bien entrado el mar. Acercar más el barco habría sido un suicidio, así que para explorar los afloramientos rocosos submarinos (en busca de las cuevas que Parks pensaba que eran la guarida habitual de los peces tetrápodos) tenían que hacerlo en el sumergible, a la tranquila velocidad de dos nudos.
También estaban sumergidos, y conforme la luz del exterior fue lentamente decreciendo, Parks encendió el equipo de iluminación del sumergible, que incluía dos halógenos dispuestos en un armazón rectangular. Apenas se notaba la diferencia en ese momento, pero si el sumergible seguía bajando, serían de una ayuda inestimable. Parks le dio a un interruptor.
—Nara —dijo, hablando en voz alta y clara—. ¿Me reciben?
—Aquí Nara —contestó un miembro de la tripulación en inglés con marcado acento japonés—. ¿Todo bien?
—De lujo —confirmó Parks.
Hubo un momento de silencio, probablemente para que uno de los extranjeros tradujera, y entonces el miembro de la tripulación volvió a hablar.
—Muy bien —dijo—. Todo va…, esto, de lujo también aquí.
—¿No es alucinante? —dijo Parks—. El sonar está captando una pared rocosa inclinada. Disminuimos la velocidad a la mitad, continuamos con la inmersión y comenzamos la búsqueda.
Thomas se removió en el asiento.
—Cuidado con el pulpo gigante —le advirtió Parks.
—¿Hay pulpos gigantes aquí?
—No sea ridículo —rió Parks—. ¿No le enseñaron nada en la escuela, o en qué día Dios creó esos pequeños pececillos?
—Estoy seguro de que un día me dijeron que no me metiera bajo el agua en una botella de plástico con un tipo que ha intentado matarme —replicó Thomas.
—¿Todavía sigue con eso? —se asombró Parks—. Pensaba que éramos colegas. ¿A qué profundidad estamos?
—Cincuenta metros y bajando.
—Bien —dijo Parks—. Supongo que estaremos a unos quinientos metros del acantilado. Por el lado de la playa hay un arrecife de coral, si es que los del lugar no lo han dinamitado para acceder al atún y la caballa, pero por aquí desciende hasta la arena. El sonar dice que podemos bajar otros setenta metros. No se sorprenda si la cabina empieza a hacer ruidos extraños. Aguantará.
Thomas se revolvió de nuevo y miró la cambiante oscuridad. Había esperado ver el mar repleto de peces extraños de vivos colores, quizá un tiburón o dos, pero no había nada. Ni plantas, ni coral, ni peces, tan solo una tenue luz azul.
¿Y si después de todo no hay nada allí abajo? ¿Y si Ed estaba equivocado y todo ha sido una pérdida de tiempo?
—Estoy bajándonos un poco más —informó Parks—. Nos estamos acercando lentamente. No quiero asustar a nada.
—O ir de cabeza a la roca —sugirió Thomas.
—Claro, eso tampoco.
Comprobó la cascada de luces verdes del monitor del sonar.
—Deberíamos entrar en el campo visual en breve —dijo—. Mantenga los ojos abiertos.
Permanecieron sentados en silencio durante varios minutos, minutos en los que lo único que se oyó fue el leve zumbido de los cinco motores hidráulicos del sumergible. Thomas estaba comenzando a angustiarse.
—¿Está seguro de que este sónar funciona? —dijo.
—Shh —chistó Parks—. Siga mirando.
—Solo digo… —empezó Thomas—. Espere. Mire allí.
La infinita extensión azul que se alzaba delante de ellos se había oscurecido bajo las luces de los focos.
—Eso es —dijo Parks, reduciendo la velocidad a cero. El sumergible siguió avanzando, lentamente, sumergido, hasta que pudieron ver el claro relieve oceánico y la base del acantilado. Thomas alzó la vista y vio la roca negra elevándose en una pared que subía hasta la superficie, lejos del alcance de sus luces.
—¿Ahora qué? —preguntó.
—Ahora nos acercaremos todo lo que nos atrevamos —respondió Parks—. Y miraremos.